Botar fuera - Semanario Brecha

Botar fuera

El sueño de “echar pa’lante” de los dominicanos está buscando querencia en Uruguay. En los últimos dos años, los 2.500 que se quedaron retocan, en la experiencia y en el relato, la imagen exportable del milagro uruguayo y comienzan a generar un fenómeno sociocultural interesante.

Yessica llegando a su empleo en el shopping de Tres Cruces. Foto: Juanjo Castel

Hoy no ha comido. Sus guantes de lana evidencian lo que su liviandad de ropa no: sufre el frío y la falta de dinero. Alejandro ya gastó todo lo que trajo, unos 600 dólares.
—No he puesto un caldero en una garrafa para hacer algo. Amanecí sin dinero. Tenía ayer 2.700 pesos que se los di a la señora de la pensión. Pero hoy amanecí sin ni uno. Estoy caminando, sobreviviendo, tratando de conseguir trabajo.
Lo dice con voz pausada, sentado en una de las escaleras de acceso al shopping Tres Cruces. En su país no había pasado lo que está pasando aquí: hambre. Y eso le dice a su esposa por el teléfono, le cuenta lo desgraciada que le ha devenido esta aventura de perseguir el progreso en tierras lejanas.
—Ella me dice que ahora estoy peor de como estaba allá. Porque hice lío, cogí deudas para venir. Yo vine en búsqueda de echar hacia adelante, trabajar acá, mandarle a mi familia, pagar las deudas que tengo allá y esas cosas, pero hasta ahora, nada.
Todo salió al revés. Le dijeron que a los cinco o seis días tendría trabajo, y no ha conseguido ni medio. No tiene un “cuarto”, que en su voz es “cualto” y que acá es “dinero”. Y habla de su futuro, que hoy es el 30 de setiembre, cuando acabe el mes tendrá que pagar de nuevo la pensión.
—Uno no está acostumbrado a vivir en la calle. Pero no hay cuarto para volver a República Dominicana. Espero que Dios me ilumine y aparezca algo rápido.
Sin trabajo no puede obtener la residencia legal y sin la residencia legal no puede obtener trabajo. Al menos en las empresas a las que ha ido en busca de empleo han rechazado la cédula que le otorgaron, que dice “residencia en trámite”. En República Dominicana, país al que arriban constantemente paseantes del mundo entero, trabajó en los mejores hoteles, fue amo de llaves, maletero, y seguridad en Bávaro. Pero decidió partir porque aquí no pedían visa, y sentía que en su país se iba a pasar la vida trabajando para vivir cansado y ganar “chilata”: una miseria. Aun así, nunca imaginó llegar a Uruguay y verse con dificultades para procurar el alimento:
—En mi país, hasta con dos plátanos uno come. Uno aquí no come con 50 pesos. Aquí no te venden cinco pesos de aceite en ningún sitio. Aquí todo es envasado, allá es por saco; si quieres una libra te venden una libra.

***

En la esquina de la pensión, llegando a Fernández Crespo, Alejandro, negro, de manos grandes y mirada profunda, con su gorrita deportiva y su inocultable aspecto caribeño, no suelta el celular. Está esperando que su mujer le mande el código del dinero que le depositó, 100 dólares. Él vino a este país para enviar dinero a su familia, no a que le manden, pero no tiene alternativa. Como el código no llega, decide averiguar si puede retirarlo con la cédula. Al entrar a la casa de cobranzas, el guardia de seguridad –antes sentado y con cara de hora de cierre– se para como empujado por un resorte y activa su gestualidad vigilante. La mirada del empleado de al lado dibuja un lento paneo tras la ventanilla. Algo similar hará después el seguridad del supermercado cuando Alejandro busque una “recarguita” para el celular, y han repetido ese gesto los dueños de pensiones a las que ha ido para saber de amigos. La mirada inquisidora corta. Y al cortar, duele. Pero hay otras miradas –como la del veterano de la pensión que se acerca mochila al hombro– que calan hondo en sentido contrario, y en su simpleza rescatan parte de eso que las sociedades tienden a perder ante el avance amenazante de lo desconocido.
—¿Qué es lo que hay, Pepe? –pregunta Alejandro, sonriéndole y estirando su mano.
—¿Cómo andás, Ale?, ¿entraste la ropa? Mirá que se viene la lluvia –responde el veterano tras apretarle la mano.
—Sí, ya la entré, se secó.
Pepe deja atrás el diálogo y sigue caminando calle abajo hasta la pensión. Conversan mucho, Pepe lo aconseja, le recomienda dónde buscar trabajo o no.
Pero el código no llega, y sin él no habrá comida.1

***

Tras el pequeño vidrio cuadrado de la puerta de servicio del shopping Tres Cruces, Yessica, también dominicana, motas largas, sonrisa ancha y ojos brillantes, barre. La puerta de­sentona con las lustrosas vidrieras que tiene al lado, pero pasa inadvertida para los miles que recorren esos pasillos en una tarde de viernes, entre carteles de “Sale” y de “Off”. Sosteniendo la escoba, Yessica recuerda en voz no tan alta:
—Cuando llegué lloraba por la calle. Veía a todo el mundo con su vida armada y yo que empezaba de cero. Me sentí en un desierto.
Minutos después seguirá tratando de dejar pulcro lo pulcro.
Como la mayoría de los dominicanos que llegaron en masa a nuestro país, Yessica tampoco la pasó bien al principio, pero zafó. Ahora trabaja en una empresa de seguridad de seis de la mañana a dos de la tarde, y a las tres entra al shopping hasta las once de la noche. Desde que vino supo que no la iba a tener fácil, pero está convencida:
—Nada es color de rosa en la vida, todo tiene su sacrificio. Pero si no malgasto mi dinero y ahorro, voy a ver recompensado el sacrificio que hice.
Lo quiere ver allá, en su país. Con sus tres hijos. Pero no todavía.
—No quiero regresar así como vine, con las manos vacías. Todo el que se quiera ir que se vaya. Yo no.

***

Otra tarde de viernes, y por suerte otro pasillo. Ahora Yessica está en el del subsuelo, que aloja las agencias de encomiendas. Mientras esquiva carros cargados de cajas y se las ingenia para barrer entre caminantes, piensa y va soltando explicaciones, como el barrer, por partes.
—La mayoría de la gente piensa que viajando se le va a solucionar la vida, sus problemas, todo. Piensa que va a encontrar los cuartos en el piso, como esta basura que yo estoy recogiendo.
Le duele la espalda, pero no lo dirá, porque sabe que no va a ganar nada, y tiene que seguir. En unos minutos llegará la encargada, que le dirá con sonrisa de maestra que le va a cortar la lengua si sigue conversando, y le dará la media hora libre; pero antes, la metáfora:
—Lo que pasó aquí es como cuando abren una tienda nueva, con ropa, televisores, todo para que el que quiera entrar entre. Y todo el mundo entró.
La media hora libre se va casi tan rápido como la hamburguesa de Mc Donald’s que Yessica come sobre la única mesa disponible a esa hora en la plaza de comidas. Son las siete de la tarde. Ella, en Santo Domingo, nunca fue empleada de nadie. Se crió con su abuela y entendió que debía levantarse por la mañana, salir con su bulto a vender y procurarse los cuartos. Con ese trabajo conoció al pobre y al magistrado. Pero en su país.
—Nadie, yo que estoy aquí sentada, nadie sabe quién soy yo.

***

“La mujer dominicana es paridora”, dice Alejandro. Y Marisol no es la excepción. Ella tiene cinco hijos en Dominicana: una mujer de 25 años, que a su vez tiene tres hijos, otra de 21, que tiene un niño y está embarazada, y otros tres varones, de 19, 18 y 14 años.
—Viene primero gente de allá, se tiran foto en cualquier lugar, y que la cosa está buenísima, buenísima, y tú que estás allá dices: bueno, yo quiero irme pa’ mejorar.
Su llegada aquí es igual a la de tantos otros. Si se queda hasta enero va a cumplir dos años en Uruguay, y ya lleva un año y siete meses trabajando en una casa de familia, donde gana casi 18 mil pesos. Enviar dinero le rinde, porque un peso uruguayo equivale casi a dos pesos dominicanos, por lo que enviando 5 mil desde acá y pagando el envío, su hija recibe allá unos 10 mil. Ante los primeros periodistas que la interrogaron pensó que la entrevistaban para deportarla, algo que en aquel momento no le hubiera venido mal, porque se quería ir y no tenía dinero para el avión, recuerda mientras ríe. Pero ahora habla con cara seria y tono firme:
—Yo no soy enemiga de nadie, y no estoy de ilegal aquí, estoy en el Uruguay trabajando dignamente.
En diciembre va a poder volver a su país, tiene un pasaje de ida y vuelta que le compraron sus patrones. Y dice que la tratan tan bien que no está segura de querer quedarse allá.

***

Afuera hace frío y el viento es helado. Pero en Lo Frías, el Santo Domingo montevideano, los espejos se empañan con el calor del perreo o el compás saltadito y contoneado de la bachata. La relación se invierte y los extraños aquí son otros.

—¡Sabroso! ¡Hoy domingo loco, domingo loco, en bar latino bailable Lo Frías, a casa lleeena, ay Dios mío, hasta que salga el sol, ya tú sabe!
La voz es de “Chipijamel”, nombre artístico de Jhon, 25 años, alto, gorra y auriculares en la cabeza.
—En Dominicana soy rapero, artista. Canto rap. Y aquí me desenvuelvo como DJ –dice, y se lo puede ver rapeando en su país en varios de sus videos, colgados en Youtube con el título “Chipijamel La Pillama”. Llegó hace tres meses, y vino a conocer, a vivir una experiencia nueva, motivado por su madre, que le dijo que viajara. Al mes consiguió empleo en un frigorífico en el que trabaja hasta ahora, alternando con el boliche. Su hermana también está aquí, pero se quiere ir. Él no.
Chipijamel trabaja con Giancarlo, el DJ uruguayo de 18 años que pasa música desde que el boliche abrió:
—Me compré mi equipamiento, y aprendí mirando. A lo primero me enseñaron qué música pasar porque estaba un poco nervioso. Vine, puse la música lo más bien y empezó a marchar. Y ellos gritan, tenés que darle un agite por el micrófono y le das el swing.
Ahora suena la salsa con fuerza. Su novia lo acompaña; está parada contra el marco de una puerta con una amiga. Las dos miran la pista, donde los dominicanos bailan.
—Son terribles carperos, te chamuyan –dice y se ríe la amiga, evidentemente uruguaya.
—Y el perreo es horrible.
En el baño, dos jóvenes dominicanos hablan fuerte y áspero, con las pulsaciones todavía aceleradas por el ritmo.
—El racismo nos está matando. En un trabajo, si pagan 13 mil, al dominicano le quieren pagar 8 mil. Te venden y no te miran a la cara, como si fuéramos animales.
Pasa otro joven.
—Se queda –le dicen, y lo interceptan.
—¿Cuánto tú pagas en la pensión que tú vives?
—Seis mil –responde.
—¿Y cuánto empezaste pagando?
—Mil quinientos.
El tema de las pensiones es recurrente. Las denuncias de falta de higiene, presencia de ratas y cucarachas, así como de abusos en el cobro se repiten una tras otra. Y ahora Uruguay les pide visa. En medio de la pista, Florentina recoge los envases vacíos. Es la dominicana dueña del boliche, al que su apellido da nombre: Frías. Ya afuera, “Fita” le habla a la muchachada que se apilaba en la esquina, en el cruce de Yaguarón y Barrios Amorín:
—Por favor, no me hagan bulto aquí adelante, por favor, que comienzan a llamar a la Policía.
No sería ni la primera ni la última vez que lo harán los mismos vecinos de enfrente, que le gritaban: “¡Váyanse a trabajar a su país, negros de mierda!”.
—Cuando vine, como todos los inmigrantes, traté de buscar una vía para coger un poco de dinero. Llegué sola. Iba para Argentina, pero exigían visa, no pude pasar y me quedé. Pagaba 8 mil pesos de pensión, yo sola. Entonces me puse a averiguar el tema de los boliches y me metí como chica en Acuarela, en Ejido; entraba a las dos de la tarde y salía al otro día a las cinco de la mañana. Seguí trabajando hasta cumplir dos años, el 31 de diciembre. Y luego pude poner el 24 horas. Y después me puse a investigar para poner este boliche aquí.
En Dominicana hacía arreglos de flores.
—El dinero en mi país rinde muy poco. Y uno siempre sale a emigrar. Por todos lados hay dominicanos. Estamos en el mundo entero. No es nada raro que aquí haya, ya hay en Argentina, Chile. Y como Mujica no la puso difícil a uno, llegamos más.
Hoy se levantó a las siete de la mañana, y no se acostó más. Limpió los baños, y ahí sigue, recogiendo botellas, incansable. Con el mismo espíritu que la llevó a probar suerte en las islas Caico, ubicadas al norte de Dominicana, donde duró casi cinco años con una cafetería. El 31 de diciembre va a cumplir tres años en Uruguay. Y no se arrepiente de nada.
—Soy madre soltera, tenía que sobrevivir. Uno no se siente bien, es la realidad, pero después de que sale fuera y se le acaban todos los ahorros que tenía, tiene que tirar el cuerpo al agua.

1. Al cierre de esta edición, Alejandro había conseguido trabajo.

[notice]De sospechas, decisiones y periodistas

Los cerca de 2.500 dominicanos que se quedaron en Uruguay se convirtieron en una cifra.1 Y las cifras alarman. Varios medios de prensa se hicieron eco de una posible trata de personas, de vínculos de los inmigrantes con “las maras que buscan instalarse en la región” y de hechos policiales aislados vinculados a dominicanos. El 25 de abril de este año, en medio de una nota sobre prostitutas dominicanas en el Interior, titulada “Dominicanas: ‘Acá se hace buen dinero’”, e ilustrada con una foto de Florentina, El País publicaba: “En Argentina, Brasil y Chile se exige visado para los ciudadanos de República Dominicana. Uruguay es el único país de la región que no la exige”. Como respondiendo al llamado mediático, al otro día el mismo diario informaba: “El gobierno resolvió que exigirá visa a dominicanos”.

Brecha consultó por el origen de esta medida al Director Nacional de Migraciones, Carlos del Puerto: “Fue por lo llamativo de cómo se desencadenó este aluvión de refugiados, que dejaba en evidencia que existía algún elemento externo a la propia voluntad de los dominicanos para llegar aquí”. Y agrega: “Evidentemente fue una medida de precaución”. Se explaya a continuación sobre las sospechas de trata: “El migrante va a buscar su vida, y eso no es cuestionable. No es que uno criminalice la migración, pero hay que abrir los ganchos cuando esas personas son manejadas por otras. Tú te parás en el aeropuerto y ves una pasajera del sexo femenino que no trae mucho equipaje. A esa persona del sexo femenino generalmente la están esperando, y no para trabajar en una fábrica. Evidentemente había un montón de elementos que apuntaban a que estaban siendo traficados. En ese caso, con la visa, el que hacía el negocio se ve más identificado, porque alguien le tiene que salir de referencia, tiene que justificar, si viene de turista, que tiene recursos como para venir como turista”.

Del Puerto explica que “Uruguay es para todos igual; no clasifica”, y que “cualquiera que cumpla los requisitos puede instalarse en el país”. A saber: debe iniciar la residencia en el consulado uruguayo en su país, “y decir que piden para viajar a Uruguay porque quieren probar si les sirve vivir acá”. Para esto “también debe justificar que tiene una profesión, que tiene medios para pagarse el pasaje, que tiene una referencia acá que lo presenta y reservar en algún hotel”. Requisitos que no hubiesen cumplido ninguno de los entrevistados para esta crónica.

Al llegar se les extiende una cédula provisoria que dice “residencia en trámite”, como la de Alejandro. “Es una medida que el Ministerio del Interior tomó para tener a todo el mundo identificado, si no esa gente tenía que pasar meses o años hasta que le saliera la residencia. Sin documento, entonces los tenés pululando por ahí, no pueden trabajar, no los podés identificar.” Sin embargo, según los relatos de los entrevistados, esa cédula fue rechazada por algunos empleadores: “Con ese documento ellos están habilitados a conseguir trabajo. Si el empleador no acepta la cédula, no está haciendo lo correcto. Debería hacerlo”, subrayó el funcionario.

Del Puerto tuvo también un mensaje para las posibles almas inquietas: “Se terminó aquel ingreso avasallador, después de la primera semana de julio se calmó. Siguen entrando dominicanos como turistas, porque los requisitos de visa de Uruguay tampoco son tan exigentes como en otras partes del mundo”. Y cerró: “Más allá de tener derecho a migrar, que es un derecho humano, yo creo que cada país tiene derecho a ver qué tipo de inmigración quiere, porque es como tu casa, y a tu casa entra quien vos querés”.

1. El número surge del registro de ingresos y salidas disponible en la página web de la Dirección Nacional de Migración.[/notice]

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