Carne: soledad y deseo - Semanario Brecha

Carne: soledad y deseo

No es la carne hiperrealista, es título de la novela pero no la protagoniza. El centro no es la carne sino aquello a lo que sirve de vehículo: el centro es el deseo de entregarse en Soledad.

La carne, de Rosa Montero. Alfaguara, Buenos Aires, 2016. 240 págs.

“La vida es un pequeño espacio de luz entre dos nostalgias: la de lo que aún no has vivido y la de lo que ya no vas a poder vivir.”

Así inicia este libro de Rosa Montero. En el transcurso de la novela, Soledad, una galerista de arte de 60 años, experimenta con horror el solapamiento de estas dos nostalgias. Entre la soledad y la decadencia de la carne, ella vislumbra la muerte en vida y por lo tanto busca en la pasión un bálsamo para ese dolor.

En este melodrama veteado con historias de escritores confluyen las vidas de Soledad y Adam –un joven electricista ruso metido a gigoló, residente en Madrid–. Pero no se trata de un melodrama estereotipado, lo principal no es cómo la mujer hambrienta de pasión cae por el joven atlético al que idealiza. Ella no cae por el gigoló, no logra caer perdidamente en una adoración destructora; no es capaz de perderse y encontrarse en el otro.

Soledad nunca ha formado pareja. Todas las relaciones a lo largo de su vida han sido con hombres casados. Pese a que reitera una y otra vez que ella necesita alguien a quien amar muchísimo y que la ame, busca una y otra vez amantes que tengan ataduras; las relaciones que comienza presentan un límite desde el inicio y no ofrecen cimientos para una construcción sentimental. Ella misma no se permite volcar todo su sentir sobre otro, ese bloqueo, quizás para protegerse o porque teme destruir y alejar al otro, es su fuente de angustia. Este es su núcleo de tensión interior, y el de la novela.

Soledad está caracterizada por una leve misantropía y algo de paranoia ante los desconocidos, particularmente las mujeres. A partir de estos sentimientos se excluye a sí misma de espacios sociales, lo que le hace perder cualquier tipo de influencia –y vuelve su paranoia una profecía autocumplida–. Pese a esto, no deja de presentarse como una mujer fuerte, que se ha construido a sí misma. Hay una considerable distancia entre cómo se la percibe en su medio laboral y cómo se percibe ella misma. La fortaleza es expuesta en la novela mediante un pasado prestigioso y un sembradío de referencias culturales –musicales y literarias– asociadas a Soledad, que tiene un profundo dominio de la historia del arte. Estas referencias a su vez la exponen como una persona muy culta, lo que deriva en un esnobismo y un trato condescendiente de los demás –incluyendo sus amantes y una periodista llamada Rosa Montero.

Incapaz de mantener la relación puramente comercial con Adam, Soledad acosa y espía al gigoló a partir de sus temores y fantasías de posible romance con el ruso inmigrante. Mientras, en su rutina laboral, intenta capitanear una gran exposición sobre escritores malditos, atributo que define como “desear ser como los demás pero no poder. Y querer que te quieran pero solo producir miedo o quizás risa. Ser maldito es no soportar la vida y sobre todo no soportarte a ti mismo”. Y ella se siente así: sola, quizás ridícula, ciertamente anormal. Este evento da la oportunidad de yuxtaponer la historia de Soledad a las de Burroughs, Philip K Dick, María Lejárraga y Luisa Bombal (entre otros), dando un aire de tragedia inminente a la relación entre la galerista y el gigoló. Esa atmósfera es reforzada por las necesidades económicas del ruso y sus brillos de violencia.

La protagonista se siente una maldita más aunque sus pasiones no estallen como las de los escritores que reúne para la muestra; dentro de su angustia por no poder entregar y recibir amor late la carne.

No es la carne hiperrealista, es título de la novela pero no la protagoniza. La relación con Adam tiene en su núcleo el comercio carnal, sí, pero no se visita más que un par de veces lo concreto del cuerpo y el sufrimiento que sus “ondas, hoyos, arrugas, desfallecimientos” generan, y tampoco se es explícito con respecto al placer que deviene de ésta. Las irrupciones del pensamiento de Soledad con respecto a lo que la carne obliga (por el deseo) y lo que la carne prohíbe (por su decadencia) toman al cuerpo en tanto símbolo. La mirada sobre la carne casi no atiende a lo material, sino a ésta en tanto habilitante del deseo y el placer. El centro no es la carne sino aquello a lo que sirve de vehículo: el centro es el deseo de entregarse en Soledad.

El libro ofrece las líneas destacables ya mencionadas, así como otras que quedan para el lector: el miedo a la locura y la herencia familiar. Aunque se excede en juegos de palabras y su trama no logra afilar las instancias de riesgo, La carne es una novela bien escrita, con interesantes notas sobre las vidas de escritores malditos y, lo mejor, es una puerta a la reflexión sobre qué cosas buscamos en los demás.

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