Condenados - Semanario Brecha

Condenados

Los adultos están sin trabajo y no dominan el idioma, los más jóvenes tienen dificultades para su inserción educativa. Víctimas de un país que improvisó una “política humanitaria” para recibirlos pero los ignoró apenas los focos se apagaron, las familias sirias viven con preocupación el inminente fin de la ayuda económica estatal.

Dibuio de Eduardo Cardozo

El muchacho no aguantó más y, pese a que se encontraba en un salón presidencial, rodeado por un contingente de intérpretes y frente al ministro de Relaciones Exteriores del país que lo recibió como refugiado, se puso a llorar. Las palabras que acababa de escuchar resultaron demasiado duras para este joven que a diario recordaba a sus parientes y amigos muertos en esa guerra de la que todo el mundo habla y pocos entienden: la guerra en Siria. “Ustedes no tienen futuro en Uruguay”, le había dicho a su familia el entonces encargado de la Secretaría de Derechos Humanos (Sdh) de la Presidencia, Javier Miranda. El mismo que medio año antes había encabezado la expedición oficial a Líbano, en busca de desplazados de la guerra para sellar la “jugada humanitaria” del Estado uruguayo acogiéndolos en el país, una movida que, en sus propias palabras, representaría “una trasmisión de valores al mundo”.1

Las lágrimas del sirio provocaron la emoción del entonces canciller Luis Almagro, que se acercó a abrazarlo. Pero resultó ser un consuelo pasajero, pues las palabras que pronunció ese día el responsable de la acogida de las cinco familias seleccionadas resuenan todavía en la mente de los sirios, y resultan en una amenaza cada día más palpable.

Más de dos años después de la implementación del Programa de Reasentamiento de Familias Sirias, que en octubre de 2014 trajo al país a 42 refugiados por iniciativa del ex presidente José Mujica y su canciller Luis Almagro, Brecha pudo constatar que la situación de los reasentados es mayoritariamente muy desalentadora.2 No obstante, el resultado no parece divergir de aquellas expectativas de Javier Miranda (ahora presidente del Frente Amplio), cabeza del programa que durante 24 meses trabajaría para “facilitar la inserción en la sociedad uruguaya”3 de los extranjeros.

“¿Van a ser pobres? Sí, seguramente sí”, declaró Miranda a Brecha en setiembre de 2015, mientras los sirios manifestaban en la plaza Independencia pidiendo que los enviaran de vuelta a Líbano, al constatar que no contaban con el apoyo para autosustentarse en Uruguay.

Las modestas pretensiones de quien fuera el responsable político del programa (“lo que no quiero es que sean indigentes”4) resultan poco comprensibles al tomar en cuenta que el plan contaba con un presupuesto de aproximadamente 2,3 millones de dólares, y equipos de asistentes sociales, profesores de español, intérpretes y psicólogos para cada familia.5

AUSENCIAS. “Yo siento vergüenza de ser uruguayo”, comenta a Brecha Álvaro, basándose en lo que observa del trabajo llevado adelante por el Estado. Oriundo de Río Branco, junto a su familia apoya por iniciativa propia a dos de las familias sirias. “Si te quiero ayudar te ayudo, pero si yo te traigo como un perro que me regalan, te voy a dar un plato de comida y te pongo en un rincón con un trapo para que te eches y nada más. Y mi visión del tema es que lamentablemente con esta gente hicieron eso.” Al igual que varios otros ciudadanos con los que habló el semanario, y que por su cuenta acompañaron a las familias en diferentes momentos, Álvaro cuestiona el propósito “humanitario” de la iniciativa: “¿Existe un interés humanitario o existe un interés político? Evidentemente no hubo una ayuda humanitaria acá, porque en ese caso uno tiene un proyecto, existe una infraestructura de por medio, y después pasás a la ejecución, si no terminás haciendo las cosas a la uruguaya, muy improvisadas”, resume.

La evaluación de Lucía, vecina de una de las familias, es contundente: “Vos decís: ‘Pero entonces, ¿éste es el famoso trabajo humanitario? Si es así, mejor no hagan nada’. ¡Gracias, dejalos que se arreglen solos!”. Lucía vio su vida transformada el día que venció su recelo y se animó a conocer a sus vecinos. A partir de entonces empezó a darles una mano y terminó involucrada de lleno al constatar los grandes vacíos en el apoyo que proporcionaba el programa: los acompaña al médico, a hacer trámites, o en cualquier gestión que necesiten.

¿CÓMO SOBREVIVIR? En octubre del año pasado, cuando el programa debía concluir, el gobierno decidió prolongarlo por un año, aunque reduciendo gradualmente el apoyo económico mensual, hasta que en el próximo noviembre dejarán de recibirlo por completo.

“¿Cómo vamos a vivir? Estamos preocupados por los niños, por nuestros hijos. Es la preocupación principal de toda la humanidad, los hijos”, dice Naser Alkassem, padre de 11.

Los Alkassem reciben a Brecha en su pequeño líving, donde se atiborran los 13 integrantes de la casa, que tienen entre 2 y 43 años de edad. Trece personas que duermen en dos dormitorios y un altillo de bloques que no resiste el frío invernal ni el calor estival. “Están hacinados”, resume Lucía, que suele albergar en su casa a varios de los hijos para que tengan un lugar tranquilo donde hacer los deberes.

En octubre de 2015, cuando el programa todavía les daba 70 mil pesos por mes, además del alquiler, la familia Alkassem ya vivía por debajo de la línea de pobreza. “Nuestra vida es difícil, pero cada día es más difícil, porque están cortando la ayuda y tenemos hijos chicos, y ¿ellos qué culpa tienen? El problema no es que me ataquen a mí, a los adultos, diciendo que no queremos trabajar, sino cuando atacan a los niños. Lo único que queremos es trabajar y que estudien nuestros hijos, como cualquier otra familia”, afirma el padre.

“Viven de donaciones. No tienen ropa. Te das cuenta cuando abrís los roperos. Siempre los ves vestidos con las mismas prendas”, constata Lucía. Los vecinos les regalaron algunos de los pocos muebles que tienen, como la mesa ratona en la que sirven el té a las visitas.

SIN IDIOMA. “El problema groso, groso que tienen es el idioma”, comenta Lucía. Los padres de la familia Alkassem casi no logran comunicarse en castellano (y así sucede también con otros varios adultos refugiados). Para conversar con ellos Brecha tuvo que acudir a un intérprete.

La Sdh no proporcionó información precisa sobre la duración de los cursos de idioma para los adultos, los datos que compartió muestran la falta de un plan sistematizado, con un objetivo definido, y decisiones erráticas que no abarcaban a todos por igual. Lo único seguro es que los adultos recibieron unas seis semanas intensivas de clases al llegar, y unos meses (no se explicitó con exactitud cuántos) de clases de unas tres a cuatro y media horas semanales, a inicios de 2015. Luego el programa “optó por hacer una pausa” en la enseñanza, alegando que era una manera de “permitir” una mejor “aclimatación”, y que aquellos que trabajaban “pudieran ir adquiriendo más idioma” a través del desarrollo de sus tareas.

A pesar de las imprecisiones en los datos, queda claro que la enseñanza de español que recibieron está muy por debajo de lo necesario para desenvolverse: “Para llegar a un nivel de (manejo de la) lengua que les permita insertarse en el mundo laboral, por ejemplo, necesitan por lo menos de dos a tres semestres de seis horas semanales de español. Y eso siempre que puedan asegurar una asistencia más o menos regular”, indicó a Brecha Laura Masello, directora del Centro de Lenguas Extranjeras (Celex), quien instauró el posgrado Español Lengua Extranjera en la Udelar, y quien el 14 de julio de 2014 presentó a la Sdh un proyecto detallado de enseñanza para las familias sirias, luego de reunirse con Miranda y la entonces directora general de la Secretaría, Graciela Jorge. Pero Masello nunca recibió una respuesta.

Además de constituir un obstáculo para conseguir trabajo, el no saber hablar, leer y escribir en español conlleva una multitud de problemas en la vida cotidiana. Allegados de varias de las familias cuentan las dificultades para comunicarse en las consultas médicas, y narran situaciones en las que un niño evidentemente no se siente bien en un centro educativo pero los padres no pueden resolver el tema cuando reciben una nota o tienen que hablar con los docentes. “Muchas veces son los adolescentes quienes tienen que ir a plantear temas de adultos, por ser los que dominan mejor el idioma”, comenta Lucía.

Un día la falta de conocimientos de español le costó 10 mil pesos a una de las familias: “El padre había ido a hacer las compras con su hijo de 14 años, y cuando salía del supermercado lo agarraron unas promotoras. El chico comprendió que se habían ganado un premio de Devoto de 10 mil pesos, y la mujer le hizo firmar al padre. Resultó que había firmado por una tarjeta de crédito. Se dieron cuenta cuando recibieron una cuenta y uno de los hermanos mayores me la mostró. Pero con los 10 mil pesos ya se habían comprado un reloj de pared, vajilla y cosas para la casa. No sabés la angustia que pasó ese gurí por haber traducido mal”, comentó Lucía. Fue ella quien acompañó a la familia al banco y logró cancelar la tarjeta y conseguir que al menos no les cobraran interés por el dinero que debían.

TRABAJO. Más allá de no enseñarles el suficiente español como para desenvolverse en la sociedad, el programa de reasentamiento no ha logrado ofrecerles trabajos con los que puedan sustentar a sus familias.

En el caso de una de ellas, al principio de su estadía les propusieron una formación que permitiría que tres de sus integrantes trabajaran como peones. Como se dieron cuenta de que con tres sueldos de peón no alcanzarían ni por lejos la línea de pobreza, postergaron la respuesta esperando conseguir un empleo mejor, pero la empresa retiró la oferta. “En ese momento no se imaginaron que todas las ofertas que iban a recibir posteriormente serían peores”, explicó Lucía.

A un joven que tiene problemas ortopédicos y no puede trabajar parado le ofrecieron un trabajo de barrendero por 10 mil pesos mensuales, y a su hermano le ofrecieron lavar platos cerca del aeropuerto, también por 10 mil pesos, de los que le quedarían 8 mil después de pagar el transporte diario. El muchacho renunció porque interfería con sus estudios en administración de empresas, una carrera que intenta terminar.

Varios de los refugiados sirios contaron entredichos que tuvieron con integrantes del programa al solicitar ayuda para encontrar empleo; que les “pidan a sus amigos que les consigan”, recibieron como respuesta alguna vez. A las mujeres se les advirtió que “por tener pañuelo es difícil conseguirles un trabajo”.

El actual secretario de Derechos Humanos de la Presidencia, Nelson Villarreal, lleva pocos meses en su cargo y declaró a Brecha que en un mes o dos el programa pasará a depender del Ministerio de Relaciones Exteriores y de la Comisión de Refugiados (Core), que es el órgano rector de una inexistente política de refugiados (véase edición del 3-II-17) y sobre la que Brecha aún no logró respuestas de la cancillería, a pesar de reiteradas solicitudes de entrevistas.

Villarreal entiende que “a grandes rasgos la evaluación es positiva, en razón de que en apenas 24 meses las familias están insertas” y que “las necesidades básicas se han ido apoyando”. Sostuvo que “todos los adultos pasaron por experiencias laborales”. Mencionó la experiencia “de alguien que está trabajando ya en la Asociación Española”, un jefe de familia que aceptó el primer trabajo que le ofreció el programa, con un sueldo de 11 mil pesos, y que en su momento Javier Miranda justificó a Brecha como una “primera experiencia laboral”. Lo cierto es que esa experiencia inicial continúa hasta hoy sin que le hayan llegado nuevas propuestas o posibilidades de adquirir herramientas para superarse. “En el trabajo le dicen, ‘pará un poquito’, porque él arranca a trabajar y las ocho horas las quiere pasar todas moviéndose. Lo ponen a doblar bolsas y el loco se dobla 5 mil en una hora. Le dicen ‘acá es a lo uruguayo, tranquilo, respirá’”, cuenta una familia uruguaya que se hizo amiga de la suya.

La Sdh afirma que de los 19 adultos refugiados cuatro son asalariados, pero se olvida de contar que dos de esos empleos los consiguió la vecina Lucía. Hoy esos muchachos trabajan de peones en una fábrica propiedad de un músico uruguayo. El hermano con problemas ortopédicos puede hacer la tarea sentado y el otro hermano, además de trabajar, pudo seguir estudiando.

Según las situaciones que constató Brecha, y de acuerdo a la información que proporcionó la Sdh, queda claro que el programa no está armado para que los hijos mayores de edad se independicen de sus padres y formen sus propias familias. “En una familia de 14 personas con siete adultos, si trabajan los siete pueden lograr un mínimo”, propuso Villarreal a Brecha. Pero la Sdh también informó sobre casos en que los hijos o hijas son los únicos que cuentan con un salario, y sus padres y hermanos menores dependen de ellos.

EDUCACIÓN. Álvaro y su familia se sorprenden de que el programa de reasentamiento no les haya facilitado a los sirios trámites indispensables e información básica sobre sus derechos. Una de las familias que ellos acompañan hasta el día de hoy no cobra asignaciones familiares por sus hijos, a pesar de que el padre trabaja. “Ojo, nunca les dijeron ni siquiera que tenían ese derecho”, se lamenta Álvaro. Su esposa, Mónica, explicó que acompañó a la familia a hacer el trámite y que allí le pidieron la libreta de matrimonio, que está en árabe y traducida a medias en la cancillería. “Le pidieron al programa que le consiguieran un traductor, pero eso todavía no se resolvió”, cuenta Santiago, hijo de los uruguayos, que recuerda que el más chico de los sirios –nacido en Uruguay– estuvo “casi un año sin cédula”. “Ellos podrían haberla sacado, pero no saben moverse, y el problema es que el programa o les hacía las cosas o no les hacía nada; la instancia de acompañar, de enseñar, nunca estuvo”, sentencia.

El programa de reasentamiento tampoco se aseguró de que todos los adolescentes fueran admitidos en el sistema de educación secundaria, y eso a pesar de que el contrato que firmaron los sirios al llegar a Uruguay indica que de no cumplir con los estudios secundarios se les quita 20 por ciento de los ingresos familiares. Según fuentes consultadas, en varios casos el contacto del programa con las instituciones educativas fue casi nulo, lo que resultó en que algunos adolescentes acudieron todo un año al liceo sólo en calidad de oyentes. Si no fuera por las iniciativas independientes de ciudadanos y el apoyo de funcionarios de secundaria no hubiesen podido cursar las materias.

El programa tampoco hizo los trámites necesarios para que todos los adolescentes fueran reinscriptos en el liceo para el año 2017.

En el caso de algunos de los jóvenes que no tenían estudios secundarios completos, acudieron durante unos meses a un programa que es el resultado de un convenio entre el Inau y Secundaria y que está destinado a “jóvenes de entre 15 y 21 años, desertores expulsados del sistema educativo, repitientes sistemáticos”, donde cursaron cinco materias, pero luego a varios de ellos nunca más se les ofreció completar sus estudios secundarios.

FUTURO INCIERTO. Nelson Villarreal reconoce que es “cierto que (las familias) están muy atadas al apoyo que se les está dando”. Aunque ya concluyó el programa original de 24 meses y los últimos seis meses de apoyo “mermado” serán ejecutados por la Core, desde el programa “se los está incentivando a tener microemprendimientos a aquellos que no han logrado la inserción laboral o que ésta es endeble” (la gran mayoría). Lo que en dos años de programa no se logró, la Sdh espera que 3 mil dólares de fondos para cada familia lo resuelva. “Uruguay tuvo la gran disposición solidaria de asumir a estos refugiados sin instrumentos preparados, sin una política estructurada”, admite Villarreal, quien prefiere ver al programa de reasentamiento como “una experiencia piloto” en el marco de una política a largo plazo. Detrás de esa “experiencia” están 43 niños, niñas y adultos a quienes nadie les permitió soñar con un futuro en Uruguay.

  1. Véase Brecha, 11-VII-14.
  2. Además de tomar contacto directo con refugiados del programa de reasentamiento, Brecha consultó a alrededor de una decena de personas ajenas al programa que conocieron la situación de las familias sirias, muchas de ellas no quisieron figurar con sus nombres por miedo a represalias, pero todas coincidieron en que hubo vacíos importantes en el acompañamiento.
  3. http://derechoshumanos.gub.uy/Planes-programas/programa-reasentamiento-siria/
  4. Véase Brecha, 10-IX-2015.
  5. Según datos proporcionados por la propia secretaría.

 

[notice]

Los campesinos que Mujica pidió

En el medio del campo, a unos 15 quilómetros de la ciudad de Salto, vive la familia Al Shebli, y lo único que delata su presencia es un cartel con una banderita siria y el dibujo de una oveja, que dice “Por corderos llamar al…”.

Al padre de esta familia de 13 hijos hay varias cosas que lo tienen preocupado, pero la principal es no saber cómo sobrevivirán cuando se acabe el apoyo del programa de reasentamiento. Sus 25 ovejas reconocen su autoridad y sólo obedecen al llamado inimitable de este pastor, que en su país manejaba rebaños de cientos de animales. Pero ahora llora mientras se agarra del pecho en un gesto de angustia: “¡No dormir nada! ¿Qué vamos a comer?”, pregunta mientras lo rodea su propio rebaño de hijos.

Cuando le preguntaron si las dificultades de los refugiados sirios para salir adelante se debían a la “improvisación” del programa, el ex presidente José Mujica respondió que el error estuvo en la selección de las familias: “Yo pedí que me trajeran campesinos, me trajeron clase media”. La familia Al Shebli es campesina.

Las cinco hermanas Al Shebli más pequeñas, de 4 a 8 años, se disputan la atención de cualquier visita: Maysaa muestra lo linda que quedó con su trenza y Amal su letra manuscrita con el mismo orgullo.

De noche en esta familia hay que compartir el lecho, porque las camas no alcanzan. Las cinco pequeñas comparten dos. Detrás de la casa, en el patio, huele a cloaca, y hay un pantano a pesar de que hace días no llueve. Es el pozo negro que desborda sobre el pasto porque no da abasto para las necesidades de 15 personas.

El terreno es abierto y agradable, y a pesar de eso da una sensación claustrofóbica: sólo pasa un ómnibus por día, con destino a Salto, a las 6.30 de la mañana. “Ayer lo esperamos hasta las 7 pero no pasó”, cuenta Nada, una de las hijas, “tuvimos que caminar por la ruta”. A esta muchacha de 19 años le gustaría estudiar “cualquier cosa”, “pero vivo muy lejos de la ciudad” y las dos motos de la familia siempre están siendo usadas para mandados. Nada nunca pudo completar sus estudios secundarios. También quisiera un trabajo en “cualquier cosa”, pero el único que consiguió fue uno en un hogar de ancianos donde en un mes, por 30 horas semanales, le pagaron 2.700 pesos.

Antes de obtener el terreno del Instituto Nacional de Colonización en Salto la familia vivió en Juan Lacaze. En Colonia tenían 1,5 hectáreas para trabajar, un terreno apto para un gran jardín, no una unidad de producción agraria, pero el entonces responsable, Javier Miranda, sostuvo que era “sustentable”.

Las 35 hectáreas que ahora tienen parecen tierra abandonada. Los árboles frutales que hay en una franja están todos apestados. La economía familiar apuesta a funcionar basada en su producción de verduras, además de algún cordero que puedan vender. La huerta, que es difícil de encontrar entre los yuyos, fue arada con el tractor que le alquilaron a un vecino. No tienen herramientas propias para trabajar la tierra. Arrancan los yuyos a mano. La huerta les da de comer y el resto lo venden en un puestito sobre la ruta: morrón 30 pesos el quilo, berenjena también a 30 pesos, la sandía a 12 pesos… Una vez por semana se trasladan con sus verduras a Salto en un flete que les cuesta 500 pesos, para venderlas en la feria, aunque no tienen ningún puesto asignado. Por día sacan una ganancia de 500 pesos y en la feria 1.500 pesos por semana. En total en un mes logran generar no más de unos 24 mil pesos, un monto muy por debajo de la línea de indigencia, que para una familia de 15 integrantes es 37.683 pesos. Cuando se les acabe la ayuda económica lo único seguro serán esos 24 mil pesos por mes.“Por favor, un doctor”, dice el padre que pidió cuando sus ovejas estaban enfermas. El veterinario tardó en llegar, cuando lo hizo ya habían muerto siete. Hace unos meses pasó lo mismo con sus cabras. “Mañana, mañana”, cuenta el padre que le decía el ingeniero agrónomo que designó el programa para ayudarlos. Murieron cuatro cabras, algunas preñadas. Hoy le quedan ocho.

“Trajeron ganado y lo soltaron, como una vaquería, los soltamos como vacas en el campo a ver si se crían solas”, comenta Álvaro, un uruguayo amigo que pasó con su familia casi dos semanas en casa de los Al Shebli. “No voy a decir de hacer como Alemania, que recibió a un millón de refugiados, porque no tenemos esa capacidad, pero ¿cómo nosotros con sólo cinco familias hacemos agua por todos lados?”.

[/notice]

Artículos relacionados