Cuando ya no importa - Semanario Brecha

Cuando ya no importa

“Escuadrón suicida” es el ejemplo más reciente de una tendencia que viene creciendo: actores que con sus excentricidades y transformaciones, más exhibicionistas que técnicas, desvían la atención de películas generalmente vacías.

Escuadron suicida / Foto: Difusión

El maquinista (2004) es un thriller a todas luces mediocre, pero recordado popularmente como “la película en la que Christian Bale está esquelético”. Mejor dicho: no se recuerda la película, ni siquiera la actuación de Bale, sino más bien su proeza física de rebajar 28 quilos para el rodaje. Lo meramente anecdótico pasa a ocupar un lugar central porque ahí donde debería haber una película –una historia, al menos un entretenimiento– no hay prácticamente nada. El mérito de Bale –si cabe– se mide más en términos de quilogramos que en términos actorales; corresponde a un certamen de adelgazamiento televisivo antes que a una película. En el último tiempo la esfera mediática del cine, especialmente de Hollywood, ha desarrollado una particular predilección por este tipo de “hazañas” que en lo que hace al cine no dejan de ser simples recursos. Como cada vez hay menos de técnica y de directores y guiones que sepan explorar la actuación ante cámara, y como en consecuencia –¿o a causa de?– el público pide menos, estos recursos efectistas se tornan cada vez más efectivos.

El anecdotario de los actores excéntricos y camaleónicos empezó a escribirse hace mucho: Marlon Brando se apareció en el set de Apocalypsis Now (1979) rapado y con 40 quilos de más, y Robert de Niro también subió varios quilos para interpretar su papel en Toro salvaje (1980), entre otros. Pero si aquellos no pasaban de ser meros recursos (De Niro) o notas al margen (Brando) que abonaban la mitología de, ante todo, grandes películas, los de hoy son tomados como proezas y funcionan en muchos casos como caballos de Troya de toda una producción. Escuadrón suicida, de reciente estreno en Uruguay, es el ejemplo perfecto de una película cinematográficamente nula, de la que se habla casi exclusivamente en función del desempeño y las excentricidades de uno de sus actores secundarios. La insistente campaña de marketing viral de Escuadrón suicida empezó hace casi dos años con la difusión de la imagen del Guasón de Jared Leto y la discusión sobre si el personaje debía tener o no tatuajes, si debía tener o no dientes de metal, si se parecía o no a Marilyn Manson. Un par de meses antes del estreno mundial, la campaña siguió dando a conocer las “locuras” de Leto, que le envió a sus compañeros de reparto regalos tales como preservativos usados, una rata viva o videos de él con un cerdo muerto. En paralelo, el director David Ayer contaba a los medios que Leto vivía las 24 horas del día metido en el personaje. La campaña tuvo su etapa final en el momento del estreno mundial: el actor y el director “discutieron” públicamente porque el primero reclamaba minutos de metraje descartados y el segundo argumentaba que una película es una dictadura del ritmo de montaje.

Más allá de valoraciones –Leto carga con la tarea de suceder a Heath Ledger en un personaje de larga data– es evidente que nada de esto sirvió para maquillar la pobreza de Escuadrón suicida, que por lo demás será recordada como el primer largometraje-teaser de la historia que anuncia la próxima película de un Guasón que aparece menos de diez minutos en total –y en escenas descolgadas–, pero que absurdamente encabeza la campaña de difusión. El itinerario de Leto no es nuevo: el propio actor ya ha subido y bajado de peso con anterioridad (lo primero para interpretar al asesino de John Lennon y lo segundo para encarnar a un adicto a la heroína), y de hecho se llevó el Oscar hace dos años por encarnar a un transexual enfermo de sida en Dallas Buyers Club (2013), siguiendo una receta similar. En aquella oportunidad también fue descrito por director y compañeros como alguien que vivía metido en el personaje todo el tiempo, lo que nos lleva a pensar en una performance más transformista que actoral, si concebimos la actuación como un juego de técnicas en el que la calidad del intérprete consiste no sólo en meterse en el personaje, sino también en poder salir y volver a entrar cuantas veces quiera.

La Academia de Hollywood y la prensa especializada siguen el juego, porque una es cada vez menos erudita y la otra menos especializada. Por eso es noticia que Shia LaBeouf, en pro de su trabajo, haya querido rodar escenas de sexo real en Nymphomaniac (2013) y se haya sacado un diente para Corazones de hierro (2014), así como el hecho de que Kerry Washington haya pedido ser azotada de verdad en Django sin cadenas (2012), según contó su compañero de reparto Jamie Foxx en el programa de Jimmy Kimmel. Esto es cualquier cosa –falta de sexo, masoquismo o simple estupidez– menos actuación. Quizás el ejemplo más flagrante de dicha tendencia sea el de Leonardo DiCaprio y su reciente Oscar como mejor actor por Revenant. El renacido. Actor correcto que ha crecido sobre todo gracias a sus trabajos con Martin Scorsese, DiCaprio acaba “consagrado” por uno de sus roles más flojos de los últimos tiempos, víctima de una película tan mala y pedante que precisarlo excedería el motivo de este artículo. Entre los “méritos” que ponderó la prensa estaban el hecho de que DiCaprio había comido carne cruda y había pasado mucho frío. ¿Dónde está el mérito actoral de comer carne cruda? Se supone que la actuación consistiría, en tal caso, en actuar que se come carne cruda cuando ésta no lo está, de la misma forma que para experimentar con la mente de un asesino el actor no necesariamente precisa matar a alguien. Las costumbres ancestrales de DiCaprio son, en tal caso, un tema privado. El virus del chimento en El renacido alcanza a la película entera y por eso también se habla de que el equipo de filmación rodó bajo condiciones de frío extremo, como si esto fuera un punto a favor y no una torpeza de producción. Incapaces de, parafraseando a Vittorio Gassman, ofrecer tan real la mentira que todos participen de ella, ofrecen lo contrario, una seudoverdad en la que nadie cree.

Stanislavski y su memoria emotiva, así como Strasberg y su reformulación del método, nada tienen que ver con estas manifestaciones entre exhibicionistas y ególatras que van a contrapelo de lo que proponían aquellos autores. Si el proceso era desde dentro hacia afuera, hoy parece ser desde lo superficial hacia… ningún lado. “La verdad escénica es aquella en la que podemos creer con sinceridad”, aseguraba Stanislavski. Ese “creer con sinceridad” no implica alucinar ni creerse el personaje, sino más bien aceptar como real la verdad escénica y reaccionar ante ella como si fuese real. Este “como si” es la clave. Stanislavski sabía que los actores trabajaban rodeados de escenografía y su tarea radicaba, precisamente, en apropiarse de ese entorno que simulaba ser real, y reaccionar ante él como si fuese real y no cartón. No es otra cosa la actuación. Hoy en día el actor más popular no es el que logra convencer con su actuación, sino el que directamente no actúa. El que se come el pescado crudo.

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