El arte de nombrar - Semanario Brecha

El arte de nombrar

Zygmunt Bauman nació en Polonia en 1925 en el seno de una familia judía. Después de la invasión de los nazis huyó a la Unión Soviética. A su regreso a Polonia se afilió al Partido Comunista y comenzó su carrera académica en la Universidad de Varsovia. Deambuló por Israel, Estados Unidos y Canadá, hasta afincarse en Inglaterra en 1971 como profesor en la Universidad de Leeds. En esa ciudad murió el pasado 9 de enero.

Foto: Afp, Michal Cizek

Fue recién en la segunda mitad de la década del 80 que la obra de Bauman comenzó a tener especial repercusión. En Legisladores e intérpretes (1987) reflexionó sobre el nuevo rol de los intelectuales: las definiciones de autoridad que arbitraban diferencias (legisladores) devinieron en interpretaciones que se limitaban a traducir significados de una comunidad a otra (intérpretes). En Modernidad y Holocausto (1989) –tal vez su obra más significativa– razonó en la línea de Hannah Arendt y Theodor Adorno: el Holocausto no fue un mero accidente dentro de la trayectoria ascendente de la modernidad sino una consecuencia directa nacida de profundas “afinidades electivas”. En Modernidad y ambivalencia (1991) colocó el peso de su pensamiento en el lado oscuro de la luna, es decir, en el desarraigo, la alienación, la marginación y el exterminio.

Este primer salto a la fama, al menos en el mundo anglo-alemán, lo protagonizó con más de 60 años, luego de una vida que conoció de primera mano las penurias de ese “corto siglo XX”. Nació en Polonia en 1925 en el seno de una familia de origen judío. Después de la invasión de los nazis huyó a la Unión Soviética, y con menos de 20 años trabajó para los servicios secretos en tareas “burocráticas e irrelevantes”, según recordará pasadas varias décadas. A su regreso a Polonia se afilió al Partido Comunista y comenzó su larga carrera académica en la Universidad de Varsovia. Cuando el régimen comunista viró hacia posiciones antisemitas abandonó definitivamente su país, en 1968. Deambuló por Israel, Estados Unidos y Canadá, hasta afincarse en Inglaterra en 1971 como profesor en la Universidad de Leeds. En esa ciudad murió el pasado 9 de enero.

Con la caída del muro de Berlín, el avance sociopolítico del neoliberalismo y la reestructuración global del capitalismo, el trabajo intelectual de Bauman se hizo más abarcador. Hay una secuencia de libros que encuadra la ambición de su proyecto reflexivo, desde el estudio de las psicopatologías cotidianas y el imaginario social de la posmodernidad hasta los nuevos rasgos estructurales de la propia modernidad: La posmodernidad y sus desencantos (1997), La globalización: consecuencias humanas (1998), En busca de la política (1999) y Modernidad líquida (2000).

La nueva realidad social, económica y cultural marcaba sus condiciones, y ese mundo necesitaba ser desentrañado en sus claves más profundas. En esa tarea, Bauman no estuvo solo y las líneas convergentes y complementarias de asuntos y enfoques se reforzaron además con autores como Urlich Beck (sociedad del riesgo), Robert Castel (precariado e individuación), Richard Sennett (corrosión del carácter), Luc Boltanski (el nuevo espíritu del capitalismo), François Dubet (la crisis de las instituciones) y Axel Honneth (la sociedad del desprecio).

Pero ninguno fue tan persuasivo y seductor como Bauman a la hora de expandir su pensamiento. La metáfora de la “modernidad líquida” le sirvió para cartografiar toda una época. Es cierto que la misma idea ya estaba configurada en aquella expresión de Marx de “todo lo sólido se desvanece en el aire”. No es menos cierto que una de las llaves maestras de su éxito consistió en retomar la línea de referentes ineludibles de la sociología. En todo caso, eso no va en desmedro de su aporte ya que no hay posibilidad de sociología sin una revisión permanente de sus clásicos, sin un ir y venir interpretativo que nos ayude a descifrar el presente. Más que un ejercicio de precisión explicativa, los libros de Bauman fueron “agujas de navegar diversidades”, como diría nuestro Carlos Real de Azúa.

En el contexto del nuevo capitalismo globalizado, se acelera la tendencia de una economía emancipada de ataduras éticas, políticas y culturales. Las fuerzas productivas pierden definitivamente su inocencia. Esto desata un proceso de “desvinculación”, afincado en la velocidad, la flexibilidad, la reducción del empleo y la conformación de una élite extraterritorial que ya no quiere ser regulada. La lógica del capital impone una dominación que ya no se basa ni en la vinculación ni en el compromiso. Pero también se desata un proceso paralelo de “relocalización”: millones de “vidas desperdiciadas” quedan atadas a sus lugares de siempre, confinados en su pobreza, condenados a la vigilancia permanente.

De la mano de la sociedad de consumo, la época entroniza el “exceso” al punto de sustituirlo por la regulación normativa. Las cosas adquieren su valor no ya por el trabajo necesario para obtenerlas, sino por el deseo sordo que sólo busca su satisfacción perpetua. La plusvalía se consigue manipulando el deseo excedentario.

En este punto, el arte de nombrar de Bauman lo lleva a distinguir entre el “consumismo” (proceso neutro que se transforma en la principal fuerza propulsora de la sociedad), la “sociedad de consumidores” (condiciones existenciales en donde la mayoría abraza la cultura consumista y obedece preceptos con máxima dedicación), y la “cultura consumista” (la conducta humana se libera de prescripciones y adhiere a la velocidad, al exceso y al desperdicio; en esta cultura es tan importante aprender como olvidar).

En la modernidad líquida las rupturas sociales se traducen en procesos de individuación. En esta “sociedad de individuos”, como la llamó Norbet Elías, los sujetos pasan a ser la unidad básica de la reproducción social, y por eso mismo la sociedad se descolectiviza, se desregula y se privatiza. El individuo se libera y escala los estadios más altos de libertad. Pero al mismo tiempo se fragiliza, se desarraiga y queda a merced de la incertidumbre. Encerrado en su propia subjetividad o sin soportes para ejercer la independencia social, los individuos están cargados de responsabilidades y sometidos a la única dependencia del mercado.

Al hilo de la mejor tradición sociológica, Bauman asumió un enfoque del individuo decididamente antiutilitarista y antirracionalista. Desde la lógica de la “experiencia”, no hubo dimensión de la vida que quedara sin explorar: el arte, el amor, el trabajo, la educación, la libertad, la comunidad, los miedos, la identidad. Sus ensayos de los últimos años fueron variaciones sobre un mismo tema, y sus repeticiones resultaron tan sintomáticas como esa asombrosa capacidad para pensar y escribir hasta el último momento.

Así como toda su obra asume la resonancia de aquella célebre frase de Walter Benjamin (“el progreso es una necesidad frenética de huir de los cadáveres esparcidos en el pasado”), una parte decisiva de su pensamiento estuvo dedicada a desmenuzar las implicancias de la noción de “seguridad”. En En busca de la política de nuevo su arte de nombrar distinguió entre seguridad, certeza y protección. Mientras la primera consiste en saber que todo aquello que se ha logrado conservará su valor como fuente de orgullo y respeto, la certeza implica conocer la “diferencia entre lo razonable y lo insensato, lo confiable y lo engañoso, lo útil y lo inútil, lo correcto y lo incorrecto, lo provechoso y lo dañino, y todas las otras distinciones que nos guían en nuestras elecciones diarias y nos ayudan a tomar decisiones de las que esperamos no arrepentirnos”. A su vez, la protección supone mantener bien lejos los peligros extremos que amenazan nuestro cuerpo y sus extensiones, es decir, nuestras propiedades, nuestro hogar y lo que nos rodea.

Pues bien, en sociedades desreguladas, privatizadas y con esferas públicas sin poder, la inseguridad se expande como un rumor. En sociedades que pregonan la transparencia y la flexibilidad, sólo unos pocos obtienen certezas. La gran mayoría tiene que lidiar solo con las incertidumbres, mientras caen las defensas, se desmigajan las instituciones y se de­sacreditan las nuevas ideas que llaman a las acciones colectivas. En su intento por mostrar firmeza y autoridad, el Estado le ofrece a los sectores excluidos y segregados la “certeza” de la violencia institucional, la persecución penal y el encierro. En sociedades del miedo sólo prosperan las promesas de “protección” –inevitablemente frustradas– sin atacar las raíces socioculturales de la inseguridad y la incertidumbre.

El arte de nombrar de Bauman es un auténtico programa de sociología reflexiva. Las huellas de Marx, Gramsci y la Escuela de Fráncfort son claramente identificables, y bajo su rastro se adentró en este mundo globalizado, en este espacio público maltrecho y en esta dictadura de las necesidades. ¿Totalizó el campo del escepticismo? ¿Escapó a las trampas del eurocentrismo? ¿La crítica se agota en sus metáforas? Es muy posible que Bauman deba ser rescatado de sus propias opiniones, de sus referencias generales y sus juicios exagerados. Mientras tanto, no es mala idea frecuentar su método de pensamiento, su talento irrepetible para pasar de la experiencia a la estructura, su obstinada batalla contra un pensar estandarizado y servil.

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