El moro gana el Cervantes - Semanario Brecha

El moro gana el Cervantes

¿Por qué no le dieron el premio cuando todos lo leíamos? En los años ochenta y noventa, cuando circulaban sus novelas experimentales y sus ensayos disidentes, cuando el nombre de Juan Goytisolo era una contraseña de inconformidad y un antídoto al lastre provinciano de lo ibérico.

Se sabe que, para la literatura, los Goytisolo fueron tres, y hermanos. Juan fue, entre nosotros, el más leído, pero el más ausente. José Agustín, el poeta, muerto en 1999, nos conquistó con un solo poema “Palabras para Julia”, que cantaba Paco Ibáñez y aprendimos de memoria; Luis, el menor, también novelista, visitó dos veces Uruguay, pero es probable que nadie lo recuerde. Nos faltó el segundón que, en la dura tradición española es, por destino, el aventurero.

Juan Goytisolo (1931) creció y se hizo escritor en medio del “erial franquista” y en uno de esos hogares burgueses de la más cosmopolita Barcelona, de donde salieron los Barral, los Gil de Biedma y otros niños bien, iconoclastas y sofisticados, que abrieron el horizonte cultural del franquismo. Ellos, con la inclusión de algún talento plebeyo como Juan Marsé, poblaron la generación del 50. De todos, Juan Goytisolo fue el menos previsible, el apátrida, el que escribió en todos los géneros –novela, relato de viaje, poesía, memorias, crónica de guerra, ensayo– y dejó de escribirlos cuando sintió que no tenía nada que decir. Hace unos años que declara que se jubiló de novelista y no le duele.

En 1956 se tomó un tren a Francia y ya no volvió nunca a residir en España. Aunque fue a dar a un barrio de inmigrantes y pasó frío como debe ser, supo ya en el tren que era un exiliado de lujo porque su destierro era político y cultural. Miraba, en cambio, a los españoles que iban a trabajar a Suiza y a quienes desinfectaban en la frontera, infligiéndoles la humillación que hoy España dedica a los que llegan de África o del sur de América.

Con orgullo, y hasta con esa inmodestia flagrante de los españoles, Goytisolo resume su destino nómade y outsider: “castellano en Cataluña, afrancesado en España, español en Francia, latino en Norteamérica, nesrani en Marruecos y moro en todas partes, no tardaría en volverme en ese raro espécimen de escritor no reivindicado por nadie, ajeno y reacio a agrupaciones y categorías”. De esa jactancia le dio razón el franquismo, que tuvo sus libros prohibidos y censurados. Hubo una producción primera y precoz de novelas realistas que no hemos leído; luego abrió la cabeza a las vanguardias, conoció a Genet, frecuentó grupos de comunistas exiliados y, como resultado, publicó Señas de identidad (1966), que inaugura la trilogía de su álter ego Álvaro Mendiola, un exiliado español en Francia, que va a seguir viviendo en Reivindicación del del conde don Julián (1970) y Juan sin tierra (1975).

En París Goytisolo descubrió la modernidad que le permitió escribir esas novelas abiertas a la intertextualidad, la mezcla de géneros y la revolución formal, pero también descubrió a España desde una perspectiva heterodoxa, posible cuando se mira “desde la periferia”, como le gusta hacerlo a él. También se descubrió a sí mismo, se casó con una francesa, Monique Lange, que fue quien le presentó a Genet, y asumió públicamente su homosexualidad (ambas cosas: no sin conflicto). Escribió sus tierras de la memoria en Coto cerrado (1985) y En los reinos de Taifa (1986), reunidas luego en un volumen que tituló Memorias. Fue un consciente precursor en el género intimista en lengua castellana cuando descubrió la gran tradición autobiográfica inglesa y francesa. Quiso evitar “el problema de los escritores españoles que suelen hablar con gran libertad de los demás y con poca de sí mismos”. Ahora que la escritura intimista se puso de moda y le han pedido que vuelva a escribir sobre otros períodos de su vida, responde con calma que su vida dejó de ser interesante para los demás, que lo más emocionante que le sucede es lo que lee.

Goytisolo fue un pertinaz opositor al nacionalcatolicismo que encarnó Franco, pero que él vio y ve como una lucha que ni empezó contra el franquismo ni acaba con él. Quiso atacarlo desde sus raíces, desde el grito castrador de “Santiago y cierra España” de la reconquista y su continuidad en la Inquisición de la contrarreforma. Su reivindicación de José María Blanco White, un liberal pre-romántico, a quien tradujo, editó y alcanzó a poner de moda, así como su interés por la España conversa, en la que insiste se incluya a Cervantes, son parte de esa vocación por la heterodoxia que es lo más interesante de su trayectoria intelectual.

Paradójicamente, esa pasión lo ha llevado a conocer a fondo la tradición literaria española, sobre la que dio cursos en universidades de Estados Unidos y que aparece siempre más o menos oculta en sus ficciones. Reivindicación del conde don Julián se identifica con Góngora, Las virtudes del pájaro solitario con San Juan de la Cruz, en Makbara está el arcipreste de Hita, Cervantes disperso en varios libros y, en Telón de boca (2003), La Celestina. “Siempre me he preocupado por tener buenos antepasados literarios y no me importa si tengo discípulos o no”, ha dicho.

Sólo que Goytisolo ama esa tradición, pero quiere leerla a contrapelo de la tradición. En contra de Menéndez Pelayo y de Unamuno, se opone a tanto a su nacionalismo como a su pretensión de que falta erotismo en la tradición ibérica. Advierte que Cervantes fue un cristiano nuevo y que fueron los judíos reformados los que, alentados por una cerril intolerancia, llegaron a descubrir y promover el pensamiento racional contra el oscurantismo.

Su aporte más radical en ese sentido ha sido su reivindicación de la herencia árabe. Por eso se carteó con el arabista Américo Castro y admiró a Richard Burton. Goytisolo se vindica como el único escritor español en siglos que conoce el árabe, y acusa: “si existió el arte mudéjar que hoy todos aprecian y reconocen porque está a la vista, es porque hubo una sociedad en la que ese arte era posible y una literatura mestiza que han querido borrar”.

EL CAMINO A MARRAKECH. Esa inclinación por la cultura árabe ha marcado su vida y su desempeño intelectual. Empezó a visitar Marruecos desde principios de los años ochenta, en la huella de tantos escritores apátridas u homosexuales, como William Burroughs o Paul Bowles, y se instaló definitivamente, en 1996, cuando murió su esposa. Si hubo razones personales para su traslado, su conocimiento y pasión por el mundo árabe han sido también una militancia intelectual y política. Goytisolo ha recorrido el mundo árabe y le ha dedicado varios libros –Crónicas sarracinas (1981) y Estambul otomano (1989), entre las crónicas, y una novela, Makbara–, también una serie para la televisión sobre la cultura del mundo islámico.

Vale la pena escuchar el diálogo (disponible en Youtube) que sostuvo con Ignacio Ramonet, director de Le Monde Diplomatique, sobre la situación después de la llamada “primavera árabe”, para apreciar el conocimiento profundo que tiene de los distintos países árabes y de sus diferencias profundas. También es notable su percepción crítica y atenta del universo islámico a través de síntomas lingüísticos, como el desuso del árabe culto, o a partir del dinero que se gasta en mezquitas pero no en escuelas. Es pesimista con respecto a los peligros que acechan a una cultura que lleva dentro la nostalgia de la unidad perdida y cuyos intelectuales disidentes están solos. Cree que a Occidente le cabe responsabilidad desde que, a diferencia de lo que hizo con los países del este de Europa, nunca apoyó a los disidentes del mundo árabe y prefirió aliarse siempre con los tiranos.

El jurado que le otorgó el Cervantes, “por mayoría y tras siete arduas votaciones”, es decir, adecuadamente peleado, justificó su decisión en dos argumentos: “su capacidad indagatoria del lenguaje” y “su apuesta permanente por el diálogo intercultural”. Creo que, sin despreciar su talento literario, que no es poco, su estilo de prosista tampoco es tanto; pero lo que hace en sí la diferencia es su inteligencia y su pasión por las ideas. Tiene un perfil de intelectual, algo semejante a un Malraux. Uno que odiase las ideologías puras y las culturas puras, y reivindicase que “todos somos bastardos y que esto es lo mejor de la especie humana”.

Habrá tardado, pero hace tiempo que el Cervantes no me parecía tan oportuno.

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