El teatro más repulsivo - Semanario Brecha

El teatro más repulsivo

Una nueva ejecución de un periodista se produjo en Irak. Cortar, serruchar o cortar en pedazos la cabeza de alguien es demasiado sangriento. Doloroso. Grotesco. La muerte por un instrumento cortante es la vergüenza, el sufrimiento en un matadero de animales. Es el teatro más repulsivo, entendido por los romanos, los Tudor, los revolucionarios franceses, los guardianes del wahabismo. De color rojo brillante.

Captura de pantalla del video presentado por los yihadistas, anunciando la ejecución de Steven Stoloff.

Por: Robert Fisk

Ser colgado, arrastrado y descuartizado tiene que ver con inspirar miedo, terror –una palabra usada abiertamente en París después de 1789– y la obediencia. Todavía lo es. La descripción más acertada, precisa y horrible que leí sobre este tipo de ejecuciones –los que sufran de los nervios no necesitan leer más– provino de un irlandés expatriado que se topó con la decapitación “judicial” de tres sauditas en Jeddah en 1997.

“De pie a la izquierda del primer prisionero, y un poco detrás de él, el verdugo se centró en su víctima. Vi cómo la espada fue levantada hacia atrás con la mano derecha. Me imaginé un movimiento hacia arriba con un palo de golf. Empieza el movimiento hacia abajo. ¿Cómo lo puede hacer desde ese ángulo? La hoja llegó al cuello y lo cortó como una cuchilla cortando un melón, un chasquido húmedo. La cabeza cayó y rodó un poco. El torso cayó limpiamente. Ahora entiendo por qué le ataron las muñecas a los pies. El cerebro no tuvo tiempo de decirle al corazón que parara, y el último latido bombeó un chorro de sangre que salió del torso sin cabeza sobre el zócalo.”

Curiosamente, en aquel entonces –en los días en que la decapitación era considerada un desagradable ritual mundano en la sociedad saudita wahabí– esta descripción, en The Irish Times, no provocó la más mínima respuesta. Nadie se preocupaba por los pecados de los tres desgraciados, ni el “juicio” al que fueron sometidos, ni el dolor que deben haber sufrido. Todo era parte de una tradición atemporal.

Ahora que la costumbre se ha extendido a través de los desiertos de Irak y Siria, todos estamos hablando de genocidio, apocalipsis y el fin del mundo. El Estado Islámico, la última plaga de Oriente Medio que tenemos que temer y detestar, ha vuelto a utilizar el cuchillo del carnicero como un instrumento de la política. El debate, la discusión, las objeciones no tienen cabida en el sistema de gobierno de este grupo salafista. Es el gobierno por el miedo, estilo Gengis-Khan, Tamerlán el victorioso –¿no es ser valiente mostrarse triunfante a través de Mosul?–, en el que el poder (y la venganza) se imponen a través del cuchillo. ¿Soldados iraquíes chiitas? Que el batallón les dispare en la nuca. ¿Los cristianos? Que se conviertan o mueran. ¿Reclutas sirios? Corten sus gargantas. Y filmen en video todo el horripilante asunto. Desde que la Wehrmacht tomó fotos turísticas de sus masacres de judíos en la Unión Soviética no hemos tenido culpables documentando sus propios crímenes de guerra en una escala tal. De hecho, el video del teléfono móvil, el blog e Internet se han convertido en los nuevos proveedores de terror terrenal.

No tiene sentido buscar la oscura inspiración detrás de la decapitación. Casi todos los textos antiguos pueden usarse para justificar el asesinato judicial, la limpieza étnica y el genocidio. La Biblia está llena de estas cosas. Pero el elemento singular del Estado Islámico –fiel a la filosofía sombría del siglo xviii del propio Muhammad Ibn Abdul Wahab, tan dura e intolerante que el pueblo de Basora lo echó de su ciudad después de su breve visita a lo que hoy es Irak– es la idea de un retorno a los orígenes del islam, a la pureza. Es decir a antes de la gran división chiita. Y la pureza alude a los absolutos, al derecho absoluto y el mal absoluto, por lo que la bandera del Estado Islámico es blanca y negra, como lo es la bandera de Al Qaeda.

Por supuesto, el Al Qaeda original favorecía a los hombres que crearían este monstruo. Cuando Abu Musab al Zarqawi, el hombre de la red terrorista en Irak, murió en un ataque aéreo de Estados Unidos en 2006, Osama bin Laden lo describió como “un león de la yihad”. Pero a través de su sucesor Abu Abdullah al Rashid al Baghdadi y ahora Abu Bakr al Baghdadi, este particular clon de Al Qaeda se salió de control. Lejos de pretender representar a todos los musulmanes, los afiliados locales de Al Qaeda abrazaron las aspiraciones sunnitas, incluso tribales. Así, en una carta el propio Bin Laden, menos de un año antes de su asesinato por los estadounidenses, se quejaba de que algunos de sus “hermanos” usaban a otros musulmanes como escudos humanos. Si sólo se hubiera capturado a este hombre y juzgado por los crímenes de Al Qaeda contra la humanidad –en lugar de asesinarlo– quizás el debido proceso hubiera permitido oír más el argumento de Bin Laden. Pero, por supuesto, lo liquidamos. Y ahora los jefes militares estadounidenses hablan histéricamente sobre el apocalipsis y su presidente admite que “todavía no tiene una estrategia”.

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