Esas manifestaciones que dividieron Brasil - Semanario Brecha

Esas manifestaciones que dividieron Brasil

Tanto la izquierda como la derecha mostraron su indignación en sendas manifestaciones. El gobierno de Dilma Rousseff todavía tiene apoyos, pero sus detractores hicieron mucho más ruido. El pacto social que mantuvo a Lula en el poder parece resquebrajarse y la necesidad de buscar otra salida se presenta urgente.

Foto: AFP, Nelson Almeida

La semilla se sembró en junio de 2013. En aquel momento las manifestaciones comenzaron como una reivindicación de la izquierda por un mejor transporte público. Con el paso de los días esas mismas marchas se llenaron de personas que hablaban de golpe, de privatización de los servicios públicos y alardeaban de un profundo odio hacia el Partido de los Trabajadores (PT). Algunos episodios de violencia contra manifestantes petistas hicieron que la izquierda abandonara la bandera del “junio indignado” para pasársela a una derecha sin propuestas y encolerizada.

El pasado fin de semana todos salieron a manifestar. El viernes 13 fue el turno de los movimientos sociales y sindicales para mostrar su apoyo a los trabajadores de Petrobras, defender que la petrolera se mantenga pública y reivindicar una reforma política. Los sindicatos habían advertido que no defenderían explícitamente a Dilma para subrayar su enfado ante las medidas de ajuste fiscal del nuevo equipo económico. Sin embargo, cuando salieron a la calle ese viernes lluvioso, sindicalistas de la Central Única de Trabajadores (Cut), militantes del Movimiento Sin Tierra (Mst) y cientos de estudiantes auparon a la presidenta sin condiciones.

La manifestación estaba convocada en 23 estados. En San Pablo la sede de Petrobras era el punto de encuentro. La Avenida Paulista estaba teñida por el rojo de las banderas del PT y de los sindicatos. “Quien no salte es golpista” o “Puede llover, podemos mojarnos, pero nadie detiene a la resistencia popular” fueron algunos de los cánticos más sonados. La posibilidad de un impeachment era la mayor preocupación de los manifestantes: “No podemos permitir que haya otro golpe, quieren sacar a la presidenta ilegalmente”, decía María Silveira, estudiante de Biología de 21 años. Desde la plataforma sindical clamaban: “El petróleo es nuestro, lucharemos contra los lacayos del capitalismo”.

La marea roja que llegó a las 15 horas siguió su camino hacia la Plaza de la República, en el centro de la ciudad. No hubo incidentes. Los asistentes se dejaron la garganta defendiendo una democracia que otros han dejado de valorar. Tres horas después, la concentración comenzaba a disiparse. Los medios asistían a la guerra de números creada entre la Policía Militar y los sindicatos. Los primeros aseguraban que no había más de 10.000 personas, los segundos añadían un cero a la derecha. Pensando en un término medio, la manifestación del 13 de marzo sacó a la calle a más gente de lo esperado, especialmente en un momento en que la izquierda está decepcionada con el giro conservador que ha tomado el gobierno de Rousseff. Dos días después, la misma avenida cambió de color y los gritos y la rabia se escucharon mucho más alto.

ANTOLOGÍA DEL DISPARATE. El domingo 15 también fue un día lluvioso. El 74 por ciento de los manifestantes participaban por primera vez de una protesta de este tipo. Hace más de dos meses que tenían marcado en su agenda este evento. La fecha no era casual, pero no dejaba de ser irónica ya que 30 años después de la redemocratización del país, el pueblo brasileño salía a la calle para pedir un impeachment.

En San Pablo la cita era a las tres de la tarde, pero a las nueve de la mañana iba llegando gente a la concentración. Desde muy temprano la televisión O Globo animaba a los brasileños a salir de sus casas: “Es una marcha de la familia”, repetían desde la emisora. Era inevitable recordar la Marcha de la Familia de 1964, que dio pie al golpe de Estado contra João Goulart.

No sólo O Globo incitaba a la protesta. Geraldo Alckmin, gobernador socialdemócrata de San Pablo, dejó abiertos los metros y dio pase gratuito en los ómnibus. Un par de abuelas presumían que era la primera vez que usaban el metro con el entusiasmo del que embarca en una gran aventura. A la hora que estaba marcada la manifestación, la Avenida Paulista estaba abarrotada de camisetas verde amarelas de la selección de fútbol, nuevo símbolo del conservadurismo en Brasil.

Camiones de sonido representaban a los cuatro grupos principales que habían convocado el acto. Revoltados online, el que tiene mayor éxito en las redes sociales, usa toda una variedad de sinónimos de “puta” para denominar a la presidenta. Amenazan con “exterminar el ejército rojo del PT” que sería para ellos el Mst y hasta hace poco pedían la intervención militar. En su área se vendían camisetas con la imagen de una mano con cuatro dedos (para señalar la deficiencia física que tiene el ex presidente Lula da Silva, que perdió un dedo trabajando como metalúrgico) y abajo escrito un “Basta” en mayúsculas.

El área del Movimiento Brasil Libre, un grupo formado por jóvenes neocon de entre 18 y 31 años, era donde más se leían pancartas en inglés. “We say no to communist”, “We won’t be another Venezuela”. Este grupo no quiere intervención militar pero defiende con fervor el impeachment. “Dilma es una dictadora y el PT es un partido totalitario, están acabando con nuestro país”, repetía Kim Kataguiri, que a sus 19 años se ha convertido en la imagen de este movimiento ultraliberal. Desde el camión del grupo Vem para Rua, el único que no defiende el impeachment, colgaba una gran pancarta que decía “Brasil no es del PT, es de los brasileros. Fuera Cuba. Fuera Venezuela”. En esta zona se levantaban banderas de Estados Unidos y pancartas con una frase que ya ha pasado a la historia: “Prefiero limpiar ­inodoros en Miami que vivir en la ­mierda de Brasil”.

Frente al Museo de Arte Mo­derno de San Pablo se ubicaba el grupo más extremista: SOS Fuerzas Armadas. No quieren impeachment, piden una “intervención militar ya”. Desde su camión un tipo vestido de marine gritaba: “Vamos a aplastar a esos gusanos, vamos a expulsar a esos vagabundos, vamos a recuperar nuestro país”. El público enloquecía y levantaba sus pancartas con “Dilma vete al infierno”, “SOS Militares”. Este grupo trajo a un ex torturador del Dops, la policía política de la dictadura, el agente Carlos Alberto Augusto, para dar discursos en los que contó cómo había torturado a “esos comunistas”. “No maté a nadie porque no tuve oportunidad”, dijo. Personas de todas las edades se fotografiaban con él, le pedían autógrafos. Algún perdido se indignaba con el ambiente marcial: “Estos son una banda de locos, yo quiero que se vaya Dilma pero que no nos gobierne ningún militar”, decía una mujer que había caído en terreno non grato.

A pesar de las diferencias entre unos grupos y otros, había consignas que vociferaban al unísono: “El que no salta es comunista” fue una de las más vitoreadas. El himno nacional fue otro de los hits junto con un Padre Nuestro masivo que se rezó en diversas áreas de la avenida. Fue una manifestación llena de selfies, de personas tomando cerveza con las vuvuzelas en la mano. Los manifestantes hacían fila para fotografiarse con los policías que cuidaban del acto, les felicitaban por su trabajo y pregonaban su admiración por las fuerzas del orden.

COMO PERROS. Los grandes medios insistieron en “lo pacífica” que fue la concentración tanto en San Pablo como en el resto del país. Se olvidaron de nombrar el grupo de neonazis que entró en la Avenida Paulista cargado de bombas caseras. No hablaron sobre el caso del joven de Rio de Janeiro que caminaba con una camiseta roja del Movimiento Sin Techo y que fue acorralado y golpeado para arrancarle el símbolo de la discordia y dejarle con el torso desnudo. Tampoco citaron el absurdo caso que sucedió en Brasilia, donde unos manifestantes patearon a un perro por llevar atado al cuello un pañuelo rojo, supuestamente del PT. La dueña del cachorro denunció lo sucedido a través de las redes sociales.

El clima de tensión es innegable. Como también lo es que el casi millón de brasileños que salieron a lo largo de todo el país, no es tan sólo una elite blanca. Cla­maban contra la corrupción del PT como si fuera un mal exclusivo de este partido. Manifestaban su enfado ante los derechos sociales de los más necesitados, su preocupación por la economía, la subida de los precios y de la energía, pero sobre todo demostraban un odio hacia el proyecto social que representa el PT.

No es casual que la primera marcha fuera convocada por los sindicatos, y la segunda por grupos nacidos en las redes sociales, claramente conservadores, que levantan la bandera del apartidismo y de la antipolítica. Estos segundos han sabido atraer a una masa indignada que va más allá de la dicotomía clásica entre ricos y pobres. El pacto social que Lula creó entre las elites y las clases más bajas ha comenzado a desmoronarse y el PT tendrá que analizar por qué buena parte de la “clase C” que sacó de la pobreza se ha convertido en uno de sus mayores enemigos.

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