Horrenda tierra mía - Semanario Brecha

Horrenda tierra mía

Argentina, que tiene a Maradona y a Messi, varios campeonatos del mundo, un papa, una reina y algunos de los mayores escritores en lengua castellana, no tiene un Nobel de literatura. Gastón Duprat y Mariano Cohn subsanan esta histórica falencia de la Academia sueca creando uno para esta película “El ciudadano ilustre”.

Ya se sabe que es una herida profunda. Argentina, que tiene a Maradona y a Me-ssi, varios campeonatos del mundo, un papa, una reina y algunos de los mayores escritores en lengua castellana, no tiene un Nobel de literatura. Gastón Duprat y Mariano Cohn, talentosos realizadores con unas cuantas películas en su haber, de las cuales esta cronista sólo vio El hombre de al lado (2008), subsanan esta histórica falencia de la Academia sueca creando uno para esta película. Daniel Mantovani (Oscar Martínez) es ese premio Nobel, y es un escritor neurótico, solitario y pagado de sí mismo, en el que cuesta entender si sus posturas son fruto de una intransigencia moral o de una total incapacidad de asimilar matices a la hora de enfrentarse al resto del mundo. El comienzo de la película lo muestra en Barcelona, en una casa que es una especie de búnker-biblioteca, una suerte de automonumento del intelectual egocéntrico a su propia soledad. El asunto es que el pueblo original del escritor, Salas, lo invita a visitarlo para recibir la distinción de ciudadano ilustre, y después de una breve vacilación, el hombre acepta ese viaje a un pasado que dejó atrás hace más de cuarenta años. Como dato adicional, cabe consignar que en una astuta estrategia promocional se editó un libro que se vende en librerías, con el mismo título de la película, con una biografía del “autor”, el primer premio Nobel argentino de literatura, con la foto de Oscar Martínez, un listado de sus obras y premios y hasta un texto de la Academia sueca.

El viaje del Nobel a su pueblo natal anuncia el tono de lo que vendrá desde la misma llegada, desde que el gordo chofer del viejo auto que lo transporta no tiene más remedio que usar páginas del último libro del visitante para limpiarse el trasero. Empiezan los contrastes entre la mirada cosmopolita y un universo provinciano, y en verdad, ni una ni otro salen bien parados. El pueblito es cualquier cosa menos idílico: un intendente que trata de sacar rédito político de la visita, un padre que intenta una donación para su hijo paralítico, embobados pero poco cultivados asistentes a charlas literarias, un amigo de la infancia (Dady Brieva), que se casó con la que fuera novia del escritor (Andrea Frigerio) y cultiva todos los clichés
–es cargoso, sentimental, exhibicionista de su tosquedad– del macanudo pueblerino, un notable metido a artista que poco tiene que envidiarle a un auténtico SS. Sólo dos personajes muy jóvenes, el empleado del hotel –de quien se sugiere seguirá los pasos de Mantovani–, y la linda e insolente hija de sus amigos, parecen discordar con la satisfacción chovinista de todo el pueblo. Como el Nobel en cuestión es cualquier cosa menos tímido o inseguro, no facilitará las cosas para que la farsa del reencuentro se desarrolle en paz. Los trazos son gruesos, decididos, a veces desopilantes y otras pasados de rosca (basta ver la selección de cuadros locales que debe juzgar el visitante, o la bandeja con cabezas de res con que lo recibe el amigo), con toques de farsa negra al pintar los ritos con los que una pequeña comunidad se arregla para estar orgullosa de sí misma. La agilidad del relato y la autoridad actoral de Oscar Martínez logran, sin embargo, mantener un fluido ritmo narrativo de algo que de la comedia se va deslizando a la pesadilla. En medio de esos pasos queda flotando el camino interno de un creador que para serlo tuvo que huir de ese microcosmos, aunque sus personajes –lo dice textualmente en un parlamento– nunca lograron salir de allí.

Oscar Martínez obtuvo el premio a mejor actor en el Festival de Venecia por esta película, seleccionada para representar a Argentina en los premios Oscar. Y el éxito que el filme obtuvo en su país implica reconocer que, a diferencia de los habitantes del ficticio pueblito de Salas, los argentinos no tienen reparos en aplaudir retratos amargos y ridículos de una parte de su realidad. Eso sí merece un Nobel.

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