Infancias arrebatadas - Semanario Brecha

Infancias arrebatadas

El crimen de Maldonado

Un niño y un adolescente mataron a un chico de 11 años. La mayor parte de la sociedad uruguaya, estupefacta, se divide entre catalogarlos de animales a los que hay que lapidar, o –con más indulgencia– de enfermos psiquiátricos a los que hay que encerrar. Pocos se permitem pensar la posibilidad de que los chicos no sean ni lo uno ni lo otro. Y menos son los que se preguntan cuáles son los procesos por los que se llega a esto.

 

Jonathan murió desangrado: primero le pegaron en la cabeza con una piedra una y otra vez, y ya en el piso le dieron una cuchillada. Entre dos lo levantaron y lo arrastraron hacia una pared para seguir pegándole y, ahora con un machete, volvieron a golpear su cabeza. Antes de terminar la operación se limpiaron las manos de sangre en la remera del amigo inerte, con ella lo vistieron nuevamente y luego lo arrojaron a un aljibe. Jonathan murió de “anemia aguda por exsanguinación por heridas vasculares de cuello y cráneo. Factores contribuyentes: golpe en la cabeza con fracturas de huesos del cráneo y hematoma intracraneano. Hallazgos incidentales: múltiples hematomas de piernas por caída al aljibe”. Así dice su autopsia. Tenía 11 años. Y 12 y 14 años tienen quienes lo mataron: dos amigos, vecinos del barrio con los que había salido a cazar pájaros en las cercanías de su casa en Maldonado.
Con el correr de las horas se supo más: que el adolescente de 14 años había premeditado esa muerte, que se procuraron una coartada llevando a la hermanastra de uno de ellos, de 5 años, para que declarara, en caso de ser descubiertos, que Jonathan había querido abusar de ella y que los otros debieron saltar en su defensa. La realidad fue muy otra. “Problemas previos”, figura en el parte policial, como se dice cuando se trata de una disputa de adultos: unos celos por habilidades deportivas, por el éxito con las niñas, o porque era bastante peleador pero siempre culpaban al adolescente de los entuertos causados por el más chico, son algunos de los motivos que circularon en la prensa durante estos días.
La conmoción recorrió Uruguay y la región. Rápidamente la prensa los bautizó en grandes títulos como los “niños asesinos” de Maldonado y las opiniones una vez más se polarizaron entre quienes reclamaron cárcel, rebajas en la edad de imputabilidad y lapidaciones públicas de los dos chicos y sus familias (no es por nada que los vecinos incendiaron la casa donde vivía la familia de uno de los homicidas), y quienes se volcaron a la hipótesis de la patología psiquiátrica como explicación de los hechos. Todos eligen situar lo “anormal” lejos de sí mismo, en un otro que está enfermo de la cabeza o mal parido y descuidado, una idea reforzada –aun tácitamente– por la situación de vulnerabilidad socioeconómica de los implicados: eran pobres, vivían en un asentamiento, algunos tenían familiares presos. Hay que ser loco o vulnerable socialmente para que te pasen cosas así.

EL PORQUÉ DE UNA COSA ASÍ. Sin embargo, no hay respuestas claras todavía al porqué de los hechos. El adolescente de 14 años se encuentra alojado en un hogar del Sirpa y será sometido a un proceso por una infracción gravísima tal como lo dispone el Código de la Niñez, mientras que el niño de 12 permanece en el inau, aunque por su edad es inimputable. Ambos están siendo sometidos a profundas pericias que permitan comprender cabalmente lo sucedido, sirvan como elemento decisor para la justicia y, sobre todo, orienten en torno a cuáles serán las mejores estrategias para el largo trabajo que se deberá emprender con ellos, si es que se quiere intentar algo más que el castigo duro.
Por ahora, lo que sí tienen claro en el inau es que este caso difiere de los que comúnmente llegan a la institución: menores que cometen homicidios en un contexto de delito (un asalto, por ejemplo), según le contó a Brecha Mónica Silva, directora del Departamento de Psiquiatría de la institución.
Ante esta experiencia casi inédita en el país, el inau comenzó por investigar las realidades en otros países. La propia directora, basándose en los estudios internacionales, contó que los homicidios que se cometen entre los 9 y los 13 años se caracterizan por su crueldad, por incluir la tortura y la planificación, y existe “como con una disociación en el niño entre lo que sucede y el sí mismo, como que no hubieran sido ellos, no se pueden identificar a sí mismos en esa situación”, pero al mismo tiempo, “en un mecanismo muy particular que tiene la mente humana, saben que fueron ellos, pero el contacto emocional con la situación no existe”, dijo. Pero estas situaciones –continuó explicando– no alcanzan para argumentar la existencia de una patología psiquiátrica. Puede suceder que en determinado momento el aparato psíquico de una persona “no funcione organizadamente como para que se adapte a la vida normal”, que es diferente a decir que tiene “una enfermedad mental, porque eso habla de una continuidad en los síntomas diferente. Un sujeto sometido a un intenso estrés en determinado momento puede cometer un homicidio y, aunque lo planifique, no tener una patología”.
En las primeras pericias psicológicas, los profesionales que trabajaron en este caso dejaron asentado que el adolescente tendría “dificultad para exteriorizar sus sentimientos” y tendería a asociar “el llanto y la tristeza con la debilidad, característica que en su ambiente familiar es concebida como un defecto”, además se mostró angustiado por la probable internación en el inau, pero no por el fallecimiento, y manifestó alegría “por la repercusión familiar en cuanto a la atención recibida por parte de sus padres; respecto a los progenitores, existiría la vivencia de desprotección y falta de atención; reconoce que lo habría planificado”. “Me encarnicé y lo maté”, dijo el adolescente a los peritos. Y aunque esas palabras fueron para algunos argumento suficiente para proclamar la existencia de una patología, la jerarca del inau relativiza diciendo que es habitual que luego de una experiencia como la atravesada, las personas estén shoqueadas y que en el primer contacto con los peritos aparezcan “como anestesiados. Y uno los mira y dice ‘bueno, a este chiquilín, ¿no le importa nada?’”, hasta que, con el paso de los días, la angustia escondida comienza a aflorar. De ahí la importancia de no quedarse con lo dicho en un primer contacto y continuar con pericias en profundidad, en las que se van observando los cambios a medida que pasa el tiempo. “El niño no tiene todo su aparato psíquico armado y por eso mismo, momento a momento, lo que uno ve puede cambiar mucho. El impacto emocional de determinadas cosas es mucho más fuerte también. Si uno mira las situaciones, por ejemplo en Estados Unidos, donde las víctimas de bullying ametrallan a 37 dentro de un colegio, parece disparatado, pero tiene que ver con cómo vive ese niño el acoso, y con el valor que le da, y cómo adentro suyo comienza a incrementarse ese sentimiento de odio y de autoconvencerse de que está habilitado a cometer un homicidio, en un momento de la vida en que entre realidad y fantasía hay un límite muy chiquito.”
Ahora bien, si las patologías psiquiátricas no son condición necesaria o suficiente para que niños alcancen este nivel de violencia, ¿qué otros factores pueden estar explicando el fenómeno? La doctora Irene García, docente de psiquiatría en la Udelar y psiquiatra pediatra forense, conversó con Brecha y también habló sobre los riesgos de “patologizar” siempre estos hechos. Encasillar, diagnosticar, clasificar, de formas médicas, sociales, jurídicas, muchas veces no permite asumir algo de las responsabilidades individuales. “La única forma posible de un tratamiento es que cada uno acepte su responsabilidad individual”, dijo esta doctora. García habló de la asociación entre la “tendencia antisocial” y la “destructividad”, y explicó que esta “tendencia” se vincula a la noción de deprivación afectiva. Para que un sujeto pueda limitar su propia destructividad y “pueda experimentar culpa en relación a las otras personas, poder ponerse en el lugar del otro, de reparar” es necesario que haya existido una experiencia de un vínculo con otro, fundamentalmente en los primeros tiempos de vida. “Alguien que en el vínculo con el bebe permite una experiencia en continuidad con otro, le permite que pueda desplegar su amor pero también su agresión, y que pueda de alguna manera contener su agresión.” Ante la ausencia o la falla de una experiencia de este tipo aparece la tendencia antisocial. Para García es claro que las conductas propiciadas por esta tendencia, incluso las más destructivas, tuvieron como motivación inicial “un sentido de esperanza, buscar algo de una respuesta ambiental frente a sus propias vivencias depresivas. Cuando el ambiente falla (inicialmente la madre), va a buscar ese suministro más allá, y ahí está la respuesta de la sociedad, de la escuela, el medio social en que se encuentra”. Cuando la sociedad falla, entonces “no hay posibilidad de ser optimista porque no va a haber otro que vaya a responder adecuadamente”. Claro que en ese camino aparece un amplio abanico de situaciones que hace que no todos tengan el mismo fin. Hay quienes logran desarrollar algunos instrumentos “como la posibilidad de simbolizar, de jugar, que le permiten de alguna forma una salida a la destructividad. A veces los niños encuentran o algo se establece con otro donde puede desarrollarse cierto espacio de creatividad que le permite tolerar algo de sus propios sentimientos, sus propias vivencias, y eso permite una salida”. Algunas veces, sin embargo, sólo la presencia de la ley logra poner ese límite. Situaciones así “siempre pasaron”, dice la médica, “lo que sí es verdad es que si la sociedad no responde adecuadamente la tendencia antisocial aumenta” y por consiguiente también la destructividad.
Para saber si hubo elementos que pudieran haber advertido de esta situación y que no fueron apreciados a tiempo hay que estudiar los casos. Para la jerarca del inau, “algo tiene que haber”. Puede ser el caso “del sujeto que es retraído, replegado, tiene pocos amigos, que tiende a sentirse perseguido por todos, ese niño habitualmente va a evolucionar a ser un niño problemático”, o “el otro que suele tener problemas también es el niño que es impulsivo, distraído, hiperquinético”. De hecho, en más de 1.300 casos revisados en la literatura internacional sobre el tema, se describe que “en general son chicos que tienen algún elemento de tipo psicótico en la estructura de su personalidad, no es que sean psicóticos, no están delirando, pero hay elementos, y es lógico en el momento ese que irrumpe esa cuestión tan primitiva de matar, es como que se rompió el proceso de pensar”.

Y QUÉ SE HACE. Cómo hacer para que el castigo tenga una función de restauración y reintegración. “¿Cómo hacemos para hacerte sentir que hiciste algo terrible pero seguís siendo parte de nosotros?” Eso se pregunta Nicolás Trajtenberg, criminólogo uruguayo ahora radicado en Cambridge mientras cursa su doctorado. El homicidio de Jonathan puede tomarse como el fin de algo pero también como el principio, porque de las decisiones que las autoridades tomen dependerá que tenga lugar lo que es reparable de este hecho (la situación de los dos chicos que dieron muerte al niño).
La propia directora de psiquiatría del inau entiende que las posibilidades son escasas. En Estados Unidos –donde las penas llegan a cadena perpetua incluso para los menores de edad– la evolución muestra que en general son pocos los que tienden a retomar un funcionamiento social adaptado, algunos evolucionan a la psicosis, y alrededor del 15 por ciento retoma una vida “aparentemente normal” donde el hecho queda como un “evento, un corte en su vida”.
Para lograrlo el trabajo terapéutico se torna fundamental, porque “parte de la introducción a la cultura y del armado del aparato de pensar”, pasa por asumir lo sucedido y por encontrar “una forma de reparar adentro y afuera”. Desde el encierro, la situación se torna más complicada y se trabaja “como y cuanto se puede”. Silva tiene sus dudas en cuanto al éxito porque “el sistema es muy duro y hay poca flexibilidad para generar cambios en el afuera” .
Para Trajtenber las expectativas están mediadas por un “sistema opaco” donde los chiquilines que cometen delitos entran, rebotan por varios hogares y salen. El sistema no arroja información sobre “por qué hogares pasan, ni qué sucede después, ni la tasa de éxito, ni la de reincidencia. No sabemos nada. Y eso alimenta la duda sobre si el Estado ofrece o no alguna medida más que el encierro”. Entonces, dice el especialista, lo más grave no es que se hagan las cosas mal sino que “ni siquiera sabemos cómo estamos haciendo las cosas”.
Desde el inau de Maldonado se “vieron sorprendidos” por el episodio y cierran filas ante la certeza de que este es un “hecho aislado”. Así al menos lo definió el director departamental, Diego Barboza. Él informó a Brecha que a partir de este caso crearon un grupo de investigación que les permita construir un dispositivo de trabajo pensando en el afuera. Una de las ideas en las que se trabaja es en el acompañamiento terapéutico en el territorio. Se trata de gente especializada (en Argentina hay una carrera universitaria, y aquí la Universidad Católica abrió una tecnicatura) que acompaña en la comunidad a la persona y trabaja en torno al desarrollo de habilidades sociales (cómo me comunico, cómo resuelvo conflictos, cómo construyo un otro). Pero esta idea recién se está pensando. Y aun así, hay que considerar la posibilidad de que hay quienes verdaderamente no pueden vivir en sociedad. A veces una institución puede “contener la destructividad, garantizar ciertos límites y permitir paulatinamente un espacio de creatividad, que a través del ejercicio de una autoridad confiable y estable en el tiempo el sujeto pueda comenzar a experimentar cierta culpa, con mucha esperanza y optimismo de que se mantenga en el tiempo y pueda haber posibilidad de cierta socialización”, explicó García. Otras veces no queda más que aceptar que no hay posibilidades.

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