Invectiva contra el barroco pedagógico - Semanario Brecha

Invectiva contra el barroco pedagógico

Se legitima en una jerga bizantina de siglas, eufemismos y tecnicismos de la sociología o el marketing. Actualiza a su personal (docente y administrativo) mediante miles de horas de cursillos y teleconferencias que corren detrás del vértigo de la obsolescencia didáctica programada. Distribuye manuales amigables y tablets. El modo de ser de la educación es barroco.

LA EDUCACIÓN COMO SÍNDROME. Al parecer, la educación pública uruguaya en su situación actual, sólo puede ser referida mediante la elegía o la invectiva. Esto es: mediante discursos disfóricos donde sólo hay lugar para la catarsis, para el desborde expresivo de la nostalgia o de la ira. Ni siquiera la jerga de los burócratas que gestionan la demolición incesante logra bosquejar, sustentada en indicadores, guarismos y demagogia, un entusiasmo verosímil.

Desde hace años, el devenir de la enseñanza pública, su aparición en el mundo, en el espacio público y privado (permeados ambos por la crispación bullanguera de los medios) es el de un síndrome. Propongo una enumeración incompleta y discrecional de esta sintomatología estrafalaria:

  • En primaria, hoy los niños demoran un día más la tarea de alfabetizarse para salir disfrazados de riñón, y así “performar” su adhesión institucional a la jornada universal de la lucha contra las enfermedades renales. Mañana se ataviarán de ballena franca o de aerosol según la efeméride que imponga el calendario provisto por el buenismo trasnacional.1
  • En secundaria, ciertos profesores de filosofía leen, y hacen que sus alumnos lean, a Gabriel Rolón y a Pilar Sordo.
  • En la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación se ofrece una Licenciatura en Turismo.
  • En marzo de 2014 comenzó a circular un documento titulado “Educacion prioridad de pais: aportes a la construcción de una educacion genuinamente inclusiva” (sic).2 Estaba firmado por el magíster Renato Opertti, el magíster Martín Pasturino –ex secretario técnico del Consejo Directivo Central (Codicen) de la Administración Nacional de Educación Pública (Anep) y ex consejero de Educación Secundaria– y el doctor Fernando Filgueira, efímero subsecretario de Educación y Cultura, encargado de capitanear la abortada maniobra de trasplante del ácido desoxirribonucleico de la educación nacional. El documento contenía el programa preliminar de aquella operación heroica. Contenía también, como lo adelanta la errática distribución de tildes en el título, tantos errores de ortografía y frangollos de sintaxis y edición como podría haber cometido uno de tantos liceales de los que los autores del documento pretendían incluir (que no alfabetizar).

Ante estas situaciones, y ante la tarea de identificar y describir un escenario o un diseño que preste sentido a su coexistencia, es comprensible que muchas de nuestras intervenciones no puedan trascender el quejido o imprecación. La posibilidad de transformar la melancolía o la furia en un desmontaje crítico, y –sobre todo– en una acción política relevante, parece obturada. Es verdad que se ha analizado y denunciado de modo abundante y preciso que el hundimiento de la educación uruguaya (cuya sima sólo es posible imaginar en términos de decoración posapocalíptica) es la realización local de una especie de distopía global que viene funcionando desde hace décadas según ciertas políticas formuladas –y retocadas cada tanto– por el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo o la European Round Table of Industrialists. Se ha dicho que el núcleo simplificado de este menú de políticas educativas, que se suele referir como “reformismo”, es la reconversión del campo educativo –sus lenguajes, sus prácticas, sus objetivos– en mercado educativo, o (cuando esa transformación no puede llevarse a cabo de un modo radical) en un aparato auxiliar que facilite el funcionamiento del mercado, que lubrique la lógica del capital. Sin embargo, a pesar de todo lo que se ha gritado y se ha escrito,3 el reformismo y sus mutaciones vienen siendo sostenidos por gobiernos neoliberales y posneoliberales: los instaló la prepotencia intratable de Germán Rama durante el segundo gobierno de Sanguinetti, prosiguieron durante la complicada serie de desastres que presidió Jorge Batlle, y han seguido traqueteando en los períodos frenteamplistas. Esta continuidad ha generado inercias, ha consolidado una especie de sentido común, ha instalado una retórica y ha reclutado gestores. Estos (cooptados, seducidos, sobornados o –cuesta creerlo– genuinamente comprometidos con el discurso pospolítico) se han mostrado refractarios a toda crítica de los fundamentos del proyecto. Por otro lado, los sujetos colectivos de los cuales podría esperarse una resistencia (un antagonismo sin consensos, como se anunció alguna vez) no han podido articularla o sostenerla. Los sindicatos docentes han sido desgastados por la necesidad de llevar adelante la representación de un gremio material y simbólicamente miserabilizado. La urgencia de las reivindicaciones laborales (salario, condiciones de trabajo), la declinación de la formación profesional, y también la energía prodigada en la resolución de trabajosos antagonismos internos, han menoscabado, en un plano intelectual y político, la confrontación del régimen reformista por parte de los docentes sindicalizados. Haber accedido a una representación minoritaria, testimonial e inoperante (pero también legitimadora) en los consejos de la Anep puede leerse como un gesto de resignación al statu quo reformista, con la modesta esperanza de atenuarlo. Esta actitud reproduce la de los gobernantes de la izquierda progresista posneoliberal ante la fatalidad del capitalismo: la educación saqueada de su autonomía suele funcionar como continuidad y metonimia de la política que la diseña y la contiene.

  1. ESTE ES EL CULO. Entre tanto el aparato educativo continúa ramificándose como un organismo arborescente, obeso y estéril. Prolifera en decenas de programas focalizados, planes piloto, proyectos especiales. Se legitima en una jerga bizantina de siglas, eufemismos y tecnicismos de la sociología o el marketing. Actualiza a su personal (docente y administrativo) mediante miles de horas de cursillos y teleconferencias que corren detrás del vértigo de la obsolescencia didáctica programada. Distribuye manuales amigables y tablets. Se extiende en redes y plataformas. Ensaya, de modo siempre expresamente provisional, diseños curriculares paralelos adecuados a cada recorte territorial. Dispensa empleo a gerentes, coordinadores, animadores, tutores, referentes, inspectores, psicoanalistas, asistentes sociales, educadores sociales, coachs, y, por fin, a miles de maestros y profesores.

El modo de ser de la educación es barroco.

El término barroco, como se sabe, no sólo designa un período y una modalidad artística y literaria del siglo XVII, sino también califica a cualquier obra sobrecargada y antitética, sea cual fuere la época en que emerge. Tempranamente (como ocurrió luego con el adjetivo “romántico”) tuvo un uso peyorativo para describir el desequilibrio, la desmesura irracional, lo incomprensiblemente fatuo. Es este uso el que pretendo actualizar aquí.

Don Francisco de Quevedo, en un soneto destinado a ofender a su odiado colega don Luis de Góngora (uno y otro son los más grandes poetas de nuestra lengua), muestra y define este concepto de lo barroco. Este es el comienzo del poema:

“Este cíclope, no siciliano,

del microcosmo sí, orbe postrero;

esta antípoda faz, cuyo hemisferio

zona divide en término italiano;”4

Los ocho versos siguientes continúan entretejiendo un galimatías altisonante, que resultaba más hermético en aquellos tiempos, pues las palabras acumuladas son en su mayoría cultismos que tardarían en incorporarse con cierta naturalidad al castellano. La sorpresa llega, como suele ocurrir, en el remate de las dos líneas finales:

“este es el culo, en Góngora y en culto,

que un bujarrón le conociera apenas”.

Quevedo caricaturiza un procedimiento, típicamente barroco, de la escritura, que atribuye a su enemigo y que él también practicaba. Se trata de una hipertrofia del significante para representar un significado trivial; la poesía se rebusca y se tuerce, sólo para designar algo desproporcionadamente prosaico. Hay una inflación de la forma.

Lo que ocurre en la educación es esto mismo. La inclusión como objetivo principal y, por lo tanto, la desafiliación (palabra civil que ha venido a suplantar a la castrense deserción) como adversario vitando, determinan que la sobreabundancia sea, como se ha dicho, el rasgo que mejor resume y define la identidad de la enseñanza. Así, para extenderse se descentraliza y particulariza intentando adaptarse a cada microcontexto, y aun al lenguaje y al deseo de cada educando. Se sabe, sin embargo, que ese sistema sin centro, esa máquina proteica motorizada por la personalización, es inútil. Cualquier ciudadano, lo quiera o no, puede comprobar que cualquier alumno de cualquier subsistema aprende muchísimo menos de lo esperado. Y aun más allá de esas impresiones vulgarizadas, cuando llega la hora de las evaluaciones realizadas según los estándares del propio paradigma reformista, se cuantifica el desastre, y los resultados circulan espectacularizados con deleite por la prensa opositora. El hecho de que el aparato pedagógico uruguayo resulte ine-ficaz ante mediciones realizadas según criterios instituidos por su propio modelo, sugiere que ese modelo (por indeseable que sea) tampoco se aplica con idoneidad.

Lo barroco (sobrecarga y pompa formal, deficiencia de contenidos) también se verifica en otro aspecto esencial: un objetivo pedagógico –y su aplicación– que puede sintetizarse en “aprender a aprender”. Este axioma sostiene una manera intransitiva de enseñar. Lo que se propone, entonces, es la abolición del objeto del aprender. Esta concepción ya ha sido deplorada en España por los críticos de la ley orgánica de ordenación general del sistema educativo (Logse), que desde 1990 se ha convertido en buque insignia del reformismo global: “Una de las ideas más falaces que se plantean los pedagogos es la de si, a la hora de educar, son más importantes los contenidos que la formación. Es tan falaz como preguntarse si para fabricar un cañón se ha de comenzar por el agujero o mejor por el hierro que rodea el agujero. Forma y contenido, como la cara o cruz de una moneda, son cosas conceptualmente distintas, pero no pueden hacerse realidad por separado, igual que no puede ordenarse una habitación completamente vacía. (…) Siempre que se razona de ese modo, sale alguien diciendo, como quien dice algo muy original, que entonces no se ha de enseñar filosofía, sino enseñar a filosofar. Craso error. No se puede filosofar si no se conoce lo que se ha filosofado antes. Ni se puede ni se debe”.5

Esta construcción ideológica, el aprender a aprender, que termina trivializándose como moda, es auspiciada por espónsores trasnacionales que durante los años 1990 devolvieron fugazmente a España su jerarquía de metrópolis cultural: ciertos docentes no se refieren a tal o cual vademécum o breviario didáctico por su título o por el nombre de su autor, sino por la grifa editorial (Vicens Vives, Santillana).

Ese vaciamiento barroco de los contenidos –que se expresa en lo formal como horror vacui– suele fundamentarse en el siguiente argumento: el carácter inestable del mundo, el vértigo del progreso científico tecnológico, las veleidades del mercado, convierten rápida y fatalmente a todo contenido curricular rígido en algo obsoleto. La educación, entonces, debe pensarse como continuidad maleable de la inestabilidad del mundo.

III. SUSPENSIÓN DE LA CONTINUIDAD. Las formas institucionalizadas de la cultura –la educación, principalmente– suelen funcionar como negación (o al menos como pausa, como suspensión) de las formas no institucionalizadas de la cultura. La enseñanza formal debe proponer una detención, un hiato de desautomatización respecto de las rutinas de la existencia, permitir que el educando comience a distanciarse de ellas, las complejice, se apropie de ellas y, como sujeto, sea capaz de transformarlas.

En otros tiempos, en las emergencias históricas, en las instancias fundantes, la educación ha funcionado como instrumento político de interrupción de las hegemonías naturalizadas (y la situación actual reclama un gesto fundacional, como pareció anunciarse, sin que nadie lo creyese, mediante la metáfora del Adn). Ha ocurrido, a veces, que los grupos dominantes necesitan arrasar con lo dado, subvertir radicalmente una cultura para desarrollar instituciones o formas de producción que les permitan ejercer su dominio o aumentar su beneficio. Sostienen Marrero y Siola: “En este cuadro (el desarrollo del capitalismo) la alfabetización formal se transformó en una necesidad social para el nuevo modo de producción, la escolarización primaria en un requisito económico, mediante el cual era posible aumentar la productividad del trabajo asalariado y la ganancia del propio capital”.6 Sin embargo, es sabido que estos aparatos reproductivos del poder pueden ser transformados, mediante conflictivos procesos emancipatorios o autonomistas, en instrumentos de crítica y de resistencia del poder. Es el caso de nuestra reforma primordial (la vareliana, de la segunda mitad del siglo XIX).

En un artículo de 1865, José Pedro Varela manifestaba claramente la radicalidad de su proyecto contra uno de los dioses de su tiempo, el determinismo geográfico, y contra el gaucho, ídolo instituido por una nacionalidad vacilante y en ciernes: “Indudablemente la espléndida naturaleza de la América, sus gigantescas montañas, sus dilatadas campiñas, sus ríos y sus bosques influyen poderosamente en el ánimo de sus habitantes.

Las ideas de libertad y de poder nacen fácilmente en el hombre al contemplar esas inmensas soledades en las que es dueño y señor su voluntad, y donde nada hay que ponga una traba a su albedrío (…).

Pero, si por medio de escuelas esparcidas profusamente en nuestra campaña, se diera alguna ilustración a nuestros gauchos, sus necesidades acrecerían y con ellas la necesidad de trabajar; y si por medio de premios otorgados a la laboriosidad y a la honradez, se dignificara el trabajo, las absurdas ideas que hoy abrigan desaparecerían de su mente, y con ellas quizá su funesta ociosidad.

No necesitamos poblaciones excesivas; lo que necesitamos es poblaciones ilustradas.

El día en que nuestros gauchos supieran leer y escribir, supieran pensar, nuestras convulsiones políticas desaparecerían quizá”.7

La reforma educativa se proponía entonces como una operación de tábula rasa, cuyo objetivo era promover de un modo insólito –la modalidad reclamada por Rancière para la irrupción de lo político– al ciudadano ilustrado como sujeto.

Aquella intervención reformadora (diferente de las intervenciones reformistas de hoy) nos recuerda que hubo un tiempo en que se podía anunciar sin que nadie se escandalizara que el propósito de la educación –al menos el de la educación primaria y secundaria– es trasmitir un repertorio de verdades. Y ese propósito no admite –para decirlo en términos de Badiou– “el consentimiento indolente a las propuestas del mundo”.8 Hoy, en cambio, los mentores y aplicadores del reformismo embanderados con la consigna de educar para la vida no conciben la educación como una ruptura, sino como una prolongación blanda de su propio afuera. La vida parece ser concebida como un a priori inmutable, una especie de emanación metafísica de la mente de Dios. Pero la vida, según se sabe, es hoy la demanda mutante del mercado, la diversión, la oralidad electrónica de la era virtual, el hiperconsumo. Cada uno de estos componentes del tardocapitalismo global –y la interacción entre ellos– constituye y determina la existencia, que parece arreglárselas para ocurrir ciegamente, sin sentido ni historia, “por medio de una baratura general de conectividad y entretenimiento”,9 sin requerir la interrupción crítica de la educación. Si la educación sigue siendo concebida como una extensión complaciente de este escenario, si se resigna al flujo de la opinión o el deseo y renuncia a la fijeza de la verdad, si sólo pretende ser adiestramiento soft para lo que hay, entonces hay que concluir que los responsables políticos de la educación son incapaces de querer otra cosa que gestionar un mundo de zombis competentes.

*    Profesor de literatura en la ciudad de Treinta y Tres, escritor, poeta y músico.

  1. “(…) la guía (“Vestidos en el aula. Guía educativa sobre diversidad afectivo sexual”) plantea otro juego para el aula, en el cual durante un día de clase los varones hagan de niñas y las niñas de varones (…) también invita a los alumnos a escuchar y leer la letra de la canción ‘A quién le importa’…”, en Búsqueda, Jueves 30-VI-16, pág 17
  2. http://www.espectador.com/documentos/Educacion.pdf
  3. Para una caracterización y crítica de estos modelos educativos véase: Prohibido pensar. Revista de ensayos, número 7, Montevideo, octubre de 2015. También las Asambleas Técnico Docentes del Consejo de Educación Secundaria tienen abundante producción sobre el tema, aunque su circulación es restringida. Véase http://blogs.montevideo.com.uy/blognoticia_51482_1.html
  4. “Contra don Luis de Góngora y su poesía”, en http://www.uruguayeduca.edu.uy/Userfiles/P0001%5CFile%5CContra%20Don%20Luis%20de%20G%C3%B3ngora..pdf
  5. Ricardo Moreno Castillo: “Panfleto antipedagógico”, http://www.ugr.es/~fjperez/textos/Panfleto_Antipedagogico_RMoreno.pdf
  6. Nicolás Marrero y Lucía Siola, “La crisis del capitalismo en la educación: un análisis crítico”, en Prohibido pensar. Revista de ensayos.
  7. José Pedro Varela: “Los gauchos”. www.geocities.ws/rtizzi/doc/varela_gauchos.doc
  8. Alain Badiou, Segundo manifiesto por la filosofía. Buenos Aires, Manantial, 2010.
  9. Aldo Mazzucchelli (editor), Humanidades Milenio. Montevideo, H Editores, 2016

 

(Publicado en Hemisferio izquierdo. Brecha reproduce por convenio.)

 

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