Joven, flaco, poeta - Semanario Brecha

Joven, flaco, poeta

Cincuenta años atrás, a principios de los sesenta, Alfredo Zitarrosa pasó por Lima, donde liberó en canto el vozarrón. Dos amigos peruanos de entonces, testigos de esa etapa, lo recuerdan tan nítidamente que escuchándolos podemos pensar que creíamos bien, que era eterno. Que es eterno.

Foto: SENGO PEREZ

Alfredo tendría hoy 78 años. Reynaldo Naranjo los tiene, a Carmen Navarra de Kun no le pregunté pero debe andar por ahí; el poeta César Calvo, que murió en el año 2000, hubiera tenido 74. Fueron, en Lima, los más cercanos a Zitarrosa, entonces un joven periodista/poeta/locutor en cuyos planes no estaba convertirse en cantor. Por azar, fue en Lima, en 1962, donde empezó a dejar huella a punta de canciones. Camino a Cuba, recientemente graduada de revolucionaria, la guita no alcanzó, y la ciudad destinada a ser escala fue destino.

I. CARMEN. “Si vas a Lima buscá a Carmen y Gyuri”, le dijo a Alfredo César de Ferrari, amigo de Carmen desde los 15 años, cuando ella vivió en Montevideo con su padre, un exiliado aprista de cuando el Apra era revolucionaria y no esta mazamorra liberal alanista.

Lima seguro estaba gris, como casi siempre; las nubes nacen desde la humedad del Pacífico y la cubren como una caparazón de nostalgia. Una ciudad gris y de poetas, como hecha para él.

Instalado en una pensión del Jirón Carabaya, a un par de cuadras de la Plaza de Armas –hoy rebautizada Plaza Mayor para sacarle el tufillo a conquistador–, habrá caminado varias cuadras de la avenida Arequipa hasta llegar a la casa de los Kun. Carmen recuerda el momento, hasta con precisión horaria.

“Sentí que llamaban a la puerta y abrí, aún no eran las doce, y veo en la acera a un chico menudito, con corbata negra y camisa blanca, medio fúnebre, la verdad, cargaba al hombro una guitarra y una máquina de escribir en la otra mano.”

El bar Juanito, en Barranco, es el ideal para esta conversación sazonada con pisco, entre mesas antiguas, pago en efectivo y nada de wifi. Una guitarra criolla preñada de valses suena a la distancia. Y Carmen que se abre a la charla como si abriera la puerta de su casa, aquel mediodía.

“¿Carmen? Vengo de parte de César de Ferrari”, dijo Alfredo, recuerda. “Pasa”, respondió ella, y el recién llegado entró a su casa por un tiempo y a su vida para siempre.

“Traía dos cartas, una para mí, de César, y otra de Marcha, una recomendación, creo. Nos hicimos amigos inseparables. No dormía en casa, pero estaba todo el tiempo, vente a comer acá, esta es tu casa, le dijimos, y él venía todos los días. Empezó a trabajar en periodismo en la revista Oiga. Él, Gyuri mi esposo y yo íbamos a cafés del centro, al Viena, al Versalles, pero también estábamos mucho en la casa, con amigos a veces, pero el mayor tiempo solos. Alfredo cantaba todos los días. Jorge, mi hijo de 2 años, no dormía si Alfredo no le cantaba.”

Jorge también está en la mesa, callado, respetuoso de los recuerdos maternos, hasta que entró en la historia: “No era que su voz me arrullara, con ese tremendo vozarrón me dormía porque era como si me atropellara un camión… Pero no sé si es un recuerdo propio, Alfredo ha estado siempre presente en mi casa, y no sé si recuerdo o si escuché el recuerdo”.
Así se sucedían las noches. “Cantaba todo, y todo me gustaba pero aquella de la niña (“Milonga para una niña”) era una de mis preferidas.”

Zitarrosa aún no había cantado en público, pero los Kun pensaron que su casa quedaba chica para tanto talento, tanta voz, tanto sentimiento. Pero si algo abunda en el mundo son los uruguayos, no por muchos sino por repartidos en tantos lados. Los Gamarra, Yamandú y Guazú, cantantes orientales muy conocidos, tenían un local exitoso en Miraflores. “Un día Gyuri le dijo a Alfredo: vas a cantar, ya hablé con Yamandú. Mi esposo le había prometido gastar el sueldo del mes en su local si lo dejaba cantar, creo que fue esto lo que le gustó, no ayudar a un compatriota.”

Y allá fueron, una noche de viernes; “Alfredo fue renegando, siempre renegaba”. Pero la noche pasaba, las canciones por los Gamarra se sucedían, cenaron los tres, y nadie invitaba a Alfredo al escenario. Hasta que se escuchó su nombre, y “bajo, flaquito, guitarra en mano, se arrimó al micrófono, cantó, y fue formidable, el público sorprendido aplaudía encantado”. Lástima que, al parecer, ese éxito no gustó a los dueños del local, que no lo dejaron seguir, interrumpiendo su actuación, uno de cada lado del escenario guitarra en mano, como en una emboscada de celos.
“Alfredo se amargó y bajó enojado. Para qué me traen acá, nos dijo, y renegó todo el camino de regreso, Sentí sin embargo que estaba contento, porque había cantado y con éxito.”

No fue el único debut de Zitarrosa. También actuó en televisión gracias a Luis Macci y César Durand, publicistas que usaron sus influencias para hacerlo cantar en un programa de Canal 13, donde cobró 50 dólares y cantó “Guitarrero”, del argentino Carlos di Fulvio, y su “Milonga para una niña”.
Pero no mucho después dejó Lima; sólo pensaba en volver a Uruguay. “Lo despedimos en la estación de Morales Moralito que iba directo a Buenos Aires, mi papá estaba invitado al viaje inaugural y se lo regaló a Alfredo.” El periodista, el poeta, el locutor, regresaba cantando.

En Montevideo siguió cantando, cada vez mejor y para más gente. “Por César de Ferrari nos enterábamos que iba teniendo éxito como cantor, pero sin mayores detalles. En el 66 fuimos a Uruguay. Gyuri era coordinador de la Escuela Nacional de Arte Dramático, y se había decidido a crear una compañía permanente con los egresados, queríamos que Atahualpa del Cioppo viniera a formar directores y fuimos a contratarlo. Estábamos en Buenos Aires, y por una actriz amiga de Alfredo que allí encontramos se enteró de que llegábamos. Le pedimos que no se lo contara, que era una sorpresa. Pero se lo contó y la sorpresa fue nuestra, llegamos en ómnibus, después de cruzar a Colonia en el aliscafo, y allí estaba Alfredo, esperándonos abrazado a su primer disco.”

El reencuentro duró toda la noche, toda la madrugada. Y otra despedida. Hubo otro reencuentro, siete años más tarde, en el Teatro Municipal de Lima, en un aciago año de penas grandes. Eloy Jaúregui, periodista, poeta, escritor, cultor de salsa dura, la de Lavoé, y de milongas sangrantes, las de Alfredo, lo recuerda: “Era setiembre de 1973. Estaba con mis camaradas poetas. Aparecen en el escenario los guitarristas: Nahuel, Labrín, Amaya y Del Prado, todos de negro, sentados. Hay silencio. El chorro de luz busca en la oscuridad del fondo, y de pronto aparece, también de negro, Zitarrosa. Y su voz polifónica se alza y dice: ‘Señoras y señores. Les pido un minuto de silencio. Acaban de confirmarme que el presidente de la hermana República de Chile, el compañero Salvador Allende, ha muerto asesinado por unos milicos de mierda’. Era la noche del 11 de setiembre de 1973. Todos teníamos los ojos enrojecidos y los puños apretados”.

Fue por Eloy que supe de Reynaldo Naranjo.

II. REYNALDO. “¡Huy!… ¿De Alfredo?”, dijo Reynaldo Naranjo a través del celular, tras varios segundos para asimilar la propuesta de conversar sobre Zitarrosa, es decir, de regresar cincuenta años atrás. “Claro que quiero, pero… hablar de Alfredo es muy fuerte, no me esperaba esta sorpresa.”

Reynaldo es poeta. Perú exhala poetas desde siempre, desde Parra del Riego hasta Vallejo, y siguen. Naranjo es de los buenos, “pero para poder vivir, para poder comer, era periodista”, dice como pidiendo disculpas. El ambiente en que se movió Zitarrosa en Lima era el de la poesía, el periodismo; su voz todavía estaba reservada para los amigos, y los amigos de los amigos.

“Conocí a Zitarrosa una de esas noches eternas de Lima, ni sé dónde, me lo presentó Calvo. Yo trabajaba en la revista Caretas, era crítico de arte. Con Arturo Corcuera, Tomás Escajadillo y otros habíamos fundado La Casa de la Poesía. La casa… bah, un par de piezas que se caían a pedazos, en la bajada de Baños, bajo el Puente de los Suspiros en Barranco. Un lugar de refugio para poetas, cantores, artistas; recuerdo muchas charlas ahí con Alfredo, entre poesías, canciones, vinos. Víctor Jara también pasó por ahí, ¡qué nenes!”

¿Cómo era aquel Alfredo joven? “Querible. Apenas lo veías, tenías que quererlo, tenías que rendirte, por su forma de hablar, su serenidad, sus ganas de reflexionar antes de responder cualquier cosa, con mucho ingenio, no hablaba huevadas. No me olvido de sus cejas; cuando se ponía serio algo hacía con las cejas o algo le pasaba, porque en ese momento, ¡a la mierda!, no estaba con nadie… estaba solo con él, y algo te iba a decir, algo importante, ¡o quería empezar a cantar!”

César, Alfredo y Reynaldo eran jóvenes, vivían la noche, la bebían.
“Íbamos a las peñas del Rimac, de La Victoria,1 ahí le gustaba la Felipe Pinglo. Pero, ¡ojo!, peña, no jarana, en la peña no se baila, se escucha y se canta. Le gustaba mucho el vals, cantarlo para nosotros. Íbamos a los Barrios Altos, por el cementerio, por ahí vivía la hija de Victoria Angulo, ‘la flor de la canela’, Juanita Loyola. Él todavía no conocía a Chabuca Granda. Tomaba vino y whisky, pero a lo cowboy, sin hielo y de una, le llamaba escopetazo… Hablaba de Peñarol, era hincha, y acá se hizo de Alianza Lima.”

Y un día se fue.

“Extrañaba mucho, estaba repleto de nostalgia, creo que Lima con su clima feo, gris, esa llovizna invernal que nunca se decide a ser lluvia, pero jode, no lo ayudó, exacerbó esa tristeza. Por eso cantaba, para regresar, o tal vez lo ayudó, fue esa nostalgia que lo hizo cantor. Yo no lo recuerdo cantando una canción de felicidad, volvió a Uruguay y acá nos íbamos enterando de sus éxitos, eso nos hacía felices, nuestro hermanito poeta se nos había vuelto cantor.”

Muchas veces regresó Zitarrosa a Lima, y nunca olvidó a sus amigos.
“Alfredo era un señor. Cuando estaba de gira no dejaba de venir a la casa de Chabuca y allí nos reuníamos. Nos encontramos una vez en Madrid, él no podía regresar a Uruguay, estaba triste. Conversamos, nos despedimos con un abrazo, y nunca más lo vi. Abrazar a Alfredo era algo extraño, como abrazar el aire, el viento, era abrazar su voz, sus canciones, su vida… su país. ¡Eso! ¡Abrazar a Zitarrosa era abrazar a Uruguay! Sí, carajo, eso era.”
La puerta de Jirón Carabaya 413 siempre está cerrada a candado, como guardando un recuerdo. El local de los Gamarra es una sandwichería con sazón peruana, símbolo de estos tiempos de gastronomía a tope. Pero algo no ha cambiado, Lima y Perú siguen pariendo poetas y alimentando nostalgias con su clima. Y me consta.

1. Rímac, La Victoria y Barrios Altos son antiguos barrios populares.

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