“La cárcel es un muy mal remedio” - Semanario Brecha

“La cárcel es un muy mal remedio”

Con una trayectoria larga tanto en la defensa de los derechos humanos como en el trabajo con personas privadas de libertad, Juan Miguel Petit asumió la semana pasada el cargo de comisionado parlamentario para el sistema penitenciario. Asume hoy el desafío sabiendo que “no hay soluciones perfectas, pero hay que sembrar porque lo bueno también se contagia”.

Juan Miguel Petit - Foto ALEJANDRO ARIGON

—Usted acaba de asumir, pero ya hace diez años que se declaró la emergencia humanitaria en las cárceles y se ha avanzado bastante en algunos temas y se han echado a andar algunas experiencias nuevas. ¿Qué información tiene sobre la realidad actual del sistema penitenciario?

—No tengo el panorama al día con mis propios ojos. El estado de situación lo tengo de informaciones que he ido recabando desde antes de presentarme al llamado. En los próximos dos meses voy a visitar los 29 centros para poder informar al Parlamento sobre cuál es el estado actual del sistema. Voy a visitar especialmente los centros del área metropolitana para contactarme con los equipos técnicos, los directores. Todavía estamos armando el equipo e incorporando gente que vendrá en pases a comisión (podemos incorporar hasta diez). En resumen, lo que percibo es que estamos a mitad de camino. Después de la declaración de emergencia humanitaria, desde esas primeras señales de 2010 y el informe de Nowak1 se ha mejorado mucho. Fue muy importante cómo se tuvieron en cuenta las recomendaciones del informe de Nowak por parte del Estado…

—Lo que resultó muy curioso, porque los informes del ex comisionado Álvaro Garcé eran muy similares, pero hasta que no lo dijo alguien de afuera…

—Sí, eso pasa hasta en las mejores familias, hasta que no viene alguien de afuera y nos dice lo que todos sabemos… Pero fue un catalizador muy importante. Decía que estamos a medio camino, se mejoró mucho, pero todavía falta mucho. Hay buenas pistas en cosas que se están haciendo, pero aún faltan cosas por hacer. Tenemos que trabajar en común muchos actores. Uno de los objetivos que nos planteamos es aumentar la masa crítica de actores que están involucrados en lo penitenciario: empresas, sociedad civil, la academia, grupos comunitarios, organismos del Estado. En este tema todos somos correligionarios. El mandato que me dio el Parlamento lo tomo de esa manera. Es un tema para el cual no debe haber sectores ni partidos. Y es un tema en que Uruguay podría volver a ser un referente en el mundo. Ya lo fue. Venían técnicos de Europa a ver qué estábamos haciendo en la materia. Las cárceles en la órbita del Ministerio de Educación, como las tuvo Uruguay, hasta hoy llaman la atención. Somos un país donde se pueden aplicar medidas de vanguardia, porque si bien no somos chicos, somos muy poca gente. Acá se pueden experimentar e intentar ayudar a resolver uno de los mayores enigmas del ser humano. Un ser humano daña a otro, ¿qué se hace con ese que daña y cómo hacemos para que pueda volver a estar con los demás? El fenómeno de la cárcel es un enigma. Es la única especie que guarda en un lugar apartado a algunos de sus congéneres. Ir hacia algo que supere esa lógica es un desafío que tenemos presente.

—¿Y cuál será el criterio para armar el equipo de trabajo?

—Los funcionarios van a hacer oficiales de derechos humanos. La idea es que tengan una mirada global sobre derechos humanos. Tienen que conocer las normas, pero también el funcionamiento, la convivencia, cómo detectar los problemas.

—Uruguay tiene uno de los más altos índices de prisionalización: ¿qué dice ese dato de nuestra sociedad? ¿Cuándo se construyó ese paradigma de que el castigo por excelencia tenía que ser la cárcel?

—La cárcel es un muy mal remedio. Hay otras alternativas mucho mejores y esto empieza a hacer carne en todo el mundo. Ayer el presidente Obama (Estados Unidos es el país que tiene el índice de prisionalización más alto del mundo y uno de los régimenes más severos) se planteó el fracaso del sistema penitenciario tradicional y la necesidad de búsqueda de alternativas. El modelo está en crisis en el mundo. ¿Qué pasó en Uruguay? Uruguay tiene una estabilidad demográfica muy marcada, pero en las cárceles tuvo una explosión demográfica. Creció exponencialmente la cantidad de internos, pero no crecieron al mismo ritmo los servicios ni la infraestructura. En Uruguay el Estado es muy activo, y cuando se aprobaron algunas leyes de seguridad se ampliaron algunas medidas delictivas, cuando empezó a aparecer la crisis socioeconómica y algunos fenómenos sociales nuevos, como el miedo, la respuesta institucional fue la más fácil y la más usada. Y ahí se da el boom demográfico. Nosotros nos planteamos buscar alternativas que vayan por el lado de mejorar el tejido social, que haya redes de protección, prevenir, rebobinar la película y conocer lo que hubo antes de esta persona que cometió un delito, cuáles fueron las alarmas que no escuchamos, cuáles fueron los abandonos, las pérdidas, las carencias que no se pudieron resolver en el territorio, en su crianza. Y también preguntarnos cuáles son las alternativas a la prisión, el poder tener medidas potentes. Porque quienes dictan las sentencias se preguntan si las medidas serán útiles, y cuando dudan van por el camino más conocido.

—Pero entre esos actores siempre hay tensiones. Los guardacárceles defienden siempre cierto statu quo porque tienen sus negocios allí, se ha dicho que la corrupción es intrínseca a los sistemas de privación de libertad.

—Hay que perforar esos sistemas para airearlos. Que entren y salgan otros actores. Una medida muy buena fue la incorporación de Asse al programa de atención a las personas privadas de libertad. Eso fue una pequeña revolución. Antes el médico dependía de la verticalidad policial. Ahora es autónomo y no sólo opina sobre lo orgánico, también puede opinar sobre la comida, la violencia, etcétera. La entrada de actividades externas, Ong, compañías de teatro, unidades deportivas. Todo eso hay que multiplicarlo por mil.

—Ha puesto en varias entrevistas a la cárcel de Punta de Rieles como modelo, porque funciona como si fuera un barrio. ¿Qué quiere decir cuando habla de concebir la cárcel como un barrio más?

—Punta de Rieles ha desarrollado una experiencia importante. Buscando buenas prácticas a nivel internacional, las experiencias más exitosas en materia de reinserción, encontré que se hace referencia a algunos centros en el mundo que lograron recrear el clima de una ciudad. Y me di cuenta de que es el modelo de Punta de Rieles. Está la biblioteca, el gimnasio, el aula, dos quioscos, un lugar de comidas, las canchas, la parte industrial… Su director, Luis Parodi, que es amigo, me dijo que lo que buscó fue que el adentro se pareciera lo más posible a la vida común y corriente. Es una experiencia a cuidar. La idea de la cárcel como un lugar aislado, donde se va en un ómnibus que recorre muchos quilómetros de camino polvoriento y que funciona como un mundo aparte, un satélite de la tierra, no existe más. La simbiosis que tiene lo carcelario con el resto de la sociedad es una realidad. Se ve en las palabras que se usan, las letras de algunas canciones, el lenguaje, la moda, los tatuajes, los cortes de pelo. Todo parte de un mismo barrio. Y ahí hay que entender que las necesidades y las realidades son muy parecidas a las del resto. Ser preso no es una condición o una característica que esté en el Adn, es una circunstancia.

—Pero por lo que parece, cuando una persona es tocada de alguna manera por el proceso penal y va a parar a una cárcel, no tiene marcha atrás. Es difícil que la sociedad lo vuelva a aceptar. Cargan con un estigma y un rechazo muy fuertes.

—La privación de libertad es una experiencia muy fuerte, y para quien no la vivió es una experiencia desconocida y por tanto genera miedo y muchos prejuicios que suelen ser equivocados. Hay que trabajar sobre eso y ayudar a la reinserción social. Ese será uno de los ejes del trabajo: apoyar el egreso. Es muy bueno ese cambio que se ha dado, de que el Patronato ya no es de encarcelados, sino de liberados. Ahí se juega el partido. Tenemos que intentar que se asuma socialmente que la cárcel es una circunstancia y que convivimos con las personas que estuvieron privadas de libertad. Pero tampoco tenemos que estigmatizar a los que estigmatizan. Hay que trabajar sobre eso, cuestionarlo, razonar.

—Pero esa calle tiene doble mano. Hay 10 mil personas encerradas, que conviven con determinados códigos o lógicas, donde hay jerarquías, hay “perros”, están los que mandan y los que obedecen, y eso sale de la reja hacia afuera… Hay una identidad formada ahí, un sentido de pertenencia. ¿Ese “aporte” cultural también juega en la sociedad?

—Cuanto más cerrado sea ese mundo, peor. Puede ser muy destructivo para la persona o puede ser la referencia vital que tome. Y ahí la cárcel se transforma en una máquina de producir extremos: o te destruye o te da identidad. Cuanto más parecido sea ese lugar a la vida común, más rápido te vas a poder reinsertar en la sociedad. Se llama la normalización de la cárcel. Cuanto más anormal es el clima de la cárcel, más violencia va a tener y más violencia va a irradiar hacia afuera. Es mucho más fácil decirlo que hacerlo. Porque requiere un trabajo cotidiano en ese mundo artificial, donde exista educación, salud, cultura… Tenemos que armar ámbitos educativos, sanos, que excluyan la violencia y sean protectores de la vida. De la vida propia y la ajena.

—¿Y cómo se trabaja ese concepto con tipos de menos de 30 años que no creen en el futuro?

—El rol del comisionado es observar el sistema y proponer caminos. Queremos ayudar a la protección de los derechos. Y esa protección de derechos les permitirá a las personas encontrar una vida. El objetivo es que cada uno tenga un proyecto de vida. Es lo mismo que buscamos todos, en cualquier barrio. El desafío es crear instituciones que tengan un clima donde eso sea posible.

—¿Y cómo convencer a los carceleros de que el paradigma es otro? Teniendo en cuenta además que el personal que termina en las cárceles llega ahí como castigo, o porque fueron sumariados, o porque no sirven en otro lado.

—Creo que eso está en vías de cambiarse. Ahora hay un centro de formación del funcionario penitenciario y en la formación se juega el partido fundamental. Hay que trasmitir que es una tarea muy importante y que debería ser muy prestigiosa, como lo es en España, los países nórdicos, en Canadá… Porque si sos funcionario penitenciario es porque estudiaste, porque sos un defensor de los derechos humanos, porque sabés mediar en los conflictos, que sabés de psicología, de políticas sociales, de leyes… Y además está bien pago. Si queremos ver cómo será el futuro del sistema, hay que ir a ver cómo funciona la formación de los funcionarios. De ahí salen los operadores que van a convivir con funcionarios de otras épocas y que son muy sensibles a los pedidos de mano dura. No hay soluciones perfectas, pero hay que sembrar: lo bueno también se contagia. Con el equipo queremos que el comisionado esté presente en todos los centros penitenciarios y pensamos desarrollar talleres sobre derechos humanos. Los vamos a hacer con los internos y con los funcionarios en conjunto. Van a ser talleres sobre tolerancia, discriminación, violencia. Otra cosa que vamos a instrumentar –calculo que cerca de fin de año– es un espacio de innovación penitenciaria. Allí se pondrán en común las buenas prácticas que ya se están implementando o alguna idea para desarrollar. Queremos generar un clima de que es posible revertir las cosas que están mal y lograr buenos resultados… no se podrán ganar todos los partidos, pero podremos ganar muchos de los que se pierden. Además del informe anual situacional, nos proponemos hacer informes temáticos por año, como por ejemplo medidas alternativas, planes de tratamiento, mujeres privadas de libertad.

—Dentro del sistema penitenciario hay muchas realidades, no es lo mismo Campanero que el Comcar o Libertad que la cárcel de Paysandú. ¿Dónde es más urgente atacar? ¿Y cuáles son las experiencias más efectivas?

—Hay un polo muy grande en la zona metropolitana: Comcar, Libertad, el centro de mujeres en Colón y la cárcel de Canelones. Ahí está el 60 por ciento de la población carcelaria. Con respecto a lo que funciona: siempre son las experiencias chicas, acotadas, diversas, con metodologías distintas. Los centros grandes son muy complicados. Pasa en una empresa que crece y se vuelve fría, anónima, imaginate lo que pasa en un lugar donde la gente está contra su voluntad. La misma persona que en un lugar genera situaciones que salen en las noticias, en otro contexto está dirigiendo una obra de teatro, jugando un campeonato de fútbol o escribiendo poesía. Y eso no es sólo una cuestión de fe, que hay que tener, pero no sólo. La declaración de derechos humanos después de la Segunda Guerra dice: “reafirmando su fe en los derechos fundamentales del hombre”. Pese a los desastres que puede hacer el ser humano, se reafirma la fe en el ser humano. La persona con apoyo puede lograr cosas increíbles, se mueven de lugar. Eso lo vi.

—¿Las llamadas buenas prácticas funcionan con todos los presos? A veces los modelos son criticados porque sólo funcionan con una selección. ¿Qué importancia le otorga a la famosa y nunca concretada clasificación de los internos?

—Se está intentando hacer cierto reordenamiento. No digo que no sea útil tener elementos para afinar las propuestas que se le harán a cada uno, pero hay que tomar con pinzas esto de la clasificación. Es relativo. En todos los órdenes de la vida pasa. Hay jugadores que con algunos técnicos son unos fenómenos y que con otro no funcionan, hay alumnos que en algunas materias no se lucen y en otras son brillantes… esto no es muy distinto. El problema que tiene la política pública es que por definición es rígida y le cuesta adaptarse al caso a caso. Hay que entender que una persona es también su circunstancia.

—Una vez Óscar Ravecca en una entrevista me decía que el momento de intervenir era la escuela, que una vez que intervenía el Patronato, ya está perdido el partido. Suena lapidario…

—Me pongo de pie para hablar de Ravecca, me acuerdo todos los días de él. Pero sí, cuanto antes se trabaje mejor. Hay que ver la previa de la cárcel y los caminos pueden ser muy distintos. Cuando alguien no puede ser lo que quiere ser, cuando alguien no puede alcanzar lo que quiere, eso le genera violencia. Y el partido se juega en la educación, en la motivación temprana, saber ponerse en el lugar del otro… pero las neurociencias son clarísimas, el partido empieza antes de nacer. Pero eso, aunque no está mal tenerlo presente, está un poquito fuera de mi mandato.
El desafío no es que haya buenas cárceles, el desafío es que haya algo mejor que las cárceles. Esa es la utopía con la que vamos a trabajar, y mientras tanto mejorar lo que hay.

1.     Manfred Nowak, ex relator especial sobre torturas de las Naciones Unidas, visitó las cárceles uruguayas en 2009 y elaboró un informe lapidario sobre las condiciones de reclusión de Uruguay.

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Cárcel de mujeres

Un mundo masculinizado

—Cuando salga esta nota ya la habré visitado. Va a ser el primer lugar que vamos a visitar. Para mí es una de las prioridades. El mundo de la cárcel es muy masculino y las mujeres sufren ese impacto de la concepción masculinizada. Es importante trabajar sobre ese tema, no solamente por lo cuantitativo, sino por lo cualitativo que implica mostrar sensibilidad con ese tema. Las mujeres son doblemente castigadas cuando comenten un delito. Además de la cárcel sufren el abandono, tienen menos visitas, son más estigmatizadas, se considera socialmente más grave que un delito sea cometido por una mujer, si tiene hijos, peor. El castigo es mayor y la reinserción es más difícil. Tenemos que pensar una política penitenciaria específica con perspectiva de género.

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Cárceles público-privadas

“El Estado no puede lavarse las manos”

—¿Las cárceles privatizadas generan mejores resultados, o terminan siendo un negocio para que algunos se enriquezcan y todo siga como está? ¿Es bueno que el Estado tercerice esas áreas de gestión?
—El Estado no tiene que lavarse las manos nunca. Es la representación jurídica de todos y su objetivo central es garantizar los derechos humanos de todas las personas. Los mecanismos pueden ser variados, y cuando pensamos la participación de otros actores, podemos pensar en muchas cosas. La experiencia internacional indica éxitos, fracasos y cosas a mitad de camino. Hay que estudiar el tema. Yo lo veo como una oportunidad, de pedir y de exigir. Si hay una ecuación que a un privado le sirve, el Estado le tiene que exigir. Si es en construcción, que la calidad sea excelente, si es en gestión, pedirle resultados. En Brasil hay un sistema de pequeñas unidades de 100 o 200 personas que son conveniadas y a las que se les paga por persona atendida. Un grupo de técnicos o una Ong preparan un proyecto para presos jóvenes, para adultos, para presos de máxima seguridad, para infractores de delitos sexuales, para mujeres, para mujeres jóvenes con hijos. Se hace un acuerdo con indicadores de gestión y los resultados y productos esperados, se establecen mecanismos de monitoreo y seguimiento, y se aplica. Eso también es público-privado. Lo que no es bueno es hacer una licitación y sacarse el problema de encima. Pienso al revés, debería ser más trabajo, más oportunidades, más exigencia.

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Ficha

Juan Miguel Petit es abogado y periodista, y hasta antes de ser nombrado por el Parlamento como comisionado para el sistema penitenciario se desempeñaba como asesor de la Onu en materia de derechos humanos.

Si bien no ha ejercido la abogacía, mantuvo una actividad intensa en el periodismo (Jaque, Punto y Aparte, Tres, radio El Espectador). Se destaca especialmente una investigación suya realizada en 1984 junto a Alejandro Bluth, que contribuyó a esclarecer el asesinato del médico Vladimir Roslik, la última víctima de la dictadura. Identificado con el Partido Colorado, fue director del Consejo del Niño entre 1985 y 1990, y entre 2001 y 2005 fue gerente técnico del Centro Nacional de Rehabilitación.

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