La lección de Roland - Semanario Brecha

La lección de Roland

Lingüista, semiólogo, crítico, ensayista, docente universitario y profesor en el Colegio de Francia, Roland Barthes –nacido en Normandía, en 1915 y muerto en París en 1980– es uno de los intelectuales franceses que dieron forma al pensamiento y la crítica de la segunda mitad del siglo XX. A cien años de su nacimiento, repasamos parte de su legado.

Paris 1979 Foto: Marion Kalter

En el momento de decidir cuál será el título de una novela a publicar parece que algunos editores aconsejan a sus autores elegir uno corto y simple –impactante por su misma brevedad–, del tipo El idiota, Ulises, El proceso, La náusea, o bien uno largo –facilitador o servicial en su explicitación–, del tipo El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, Las desventuras del joven Törless (y en este segundo grupo de títulos aconsejables por su extensión me tienta citar Una paloma posada en una rama reflexionando sobre la existencia, de un filme sueco hasta hace muy poco en las carteleras montevideanas). Toda esta disquisición titular viene al caso pensando en el apenas bisilábico, brevísimo y simple título de Lección elegido por Roland Barthes –el centenario de cuyo nacimiento recordamos aquí– para la publicación de su conferencia pronunciada en 1977 en el Colegio de Francia al inaugurar la cátedra de semiótica literaria de la que fue titular hasta su muerte por accidente apenas tres años después.

Cuando se publica Lección,1 una extensa obra de su autoría que fusiona eficazmente crítica y ensayística ha sido ya ampliamente difundida, comentada e interpretada en y fuera de Francia: El grado cero de la escritura, Michelet por él mismo, Mitologías, Sobre Racine, Sistema de la moda, S/Z, El placer del texto, Roland Barthes por Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso, entre otros libros. Póstumamente, La cámara lúcida, una espléndida reflexión sobre la fotografía, El murmullo de la lengua y La aventura semiológica, con sus bellos títulos programáticos, vendrán a prolongar esa obra que sigue completándose especialmente con los volúmenes correspondientes a sus cursos en el mencionado Colegio de Francia durante sus últimos años de vida. En 1968 su ensayo “La muerte del autor”, menos rupturista de lo que su título y su recepción parecieron afirmar en su momento, mostraba bien el estilo Barthes, amable y de calmo fluir pero eficazmente innovador y capaz de rever y resignificar en breves párrafos conceptos aparentemente tan inamovibles como los de texto, autor y lector: “un texto está hecho de escrituras múltiples, surgidas de varias culturas y que entran unas con otras en diálogo, en parodia, en cuestionamiento; pero hay un lugar donde esta multiplicidad se reúne, y ese lugar no es el autor, como se ha dicho hasta ahora, sino el lector”.2 Nuevos caminos en la teoría y la práctica de escritura y lectura se abrieron a partir de esta meditación barthesiana sobre las intercambiables nociones de autor y lector.

TRAMPEAR LA LENGUA, SERVIR A LA CIENCIA. Retomando en su conferencia de 1977 la línea general del pensamiento que recorre su obra, Lección subraya el interés en desafiar el código autoritario y poderoso que toda lengua impone promoviendo, en dichos y escritos, un lenguaje que atienda lo incierto y cambiante de las cosas. De ese modo, dice Barthes, el lenguaje le hace trampa a la lengua al volverse discurso o enunciación de singularidades que escapan a las órdenes de esa autoridad que es la lengua –fascista según Barthes en Lección–. Y de esta saludable práctica lingüística que lleva por nombre, indiferentemente, escritura, texto, literatura, la frase final de Lección enumera los ingredientes: “ningún poder, un poco de saber, un poco de sabiduría y el mayor sabor posible”.

También podríamos encontrar en Lección argumentos para la polémica que sigue enfrentando las ciencias a las letras cuando Barthes observa que, si bien el estudio de los signos literarios no es una grilla para aprehender directamente lo real, como dicen serlo las ciencias, sí ayuda a todas las otras disciplinas a conocer ese real ya que mantiene relaciones ancilares con todas ellas, y agrega: “si, por un exceso de socialismo o de barbarie tuvieran que desterrarse todas las disciplinas de la enseñanza salvo una, es la literaria la que habría que salvar ya que todas las ciencias están presentes en el monumento literario”.

PATAGONIA PARISINA Y DESEO DE NOVELA. La madre de Barthes, presencia protectora desde siempre en la vida del escritor, muere en 1978 y la angustia de su duelo lo lleva a explicitar directa o indirectamente algo deseado desde tiempo atrás: construirse un retiro donde poder aislarse de las imposiciones y exigencias, de “las arrogancias” –era su término– del mundo social, institucional, mediático para, de ese modo, consagrarse a la escritura. Los dos últimos cursos en el Colegio de Francia llevaron por título La preparación de la novela (1978-80), y el deseo-de-novela como proyecto personal se hace allí presente cuando las formas de secesión y soledad practicadas por algunos autores, especialmente novelistas –Balzac, Flaubert, Kafka–, se vuelven objeto de estudio y reflexión de sus cursos.

Es así que la lacaniana Catherine Millot, en un reciente ensayo que gira en torno a la construcción de un estado de soledad feliz, se va a interesar en este último Barthes y arriesga un sorpresivo y sugerente paralelo entre el profesor del Colegio de Francia y un escritor que biográfica y literariamente parecía situarse en sus antípodas geoculturales: William Henry Hudson, el autor de La tierra purpúrea, esa novela considerada por muchos como pionera de ficciones enmarcadas en territorio uruguayo. Millot pone en diálogo pasajes de los mencionados últimos cursos de Barthes con el pasaje del texto autobiográfico de Hudson Allá lejos y hace tiempo en el que el naturalista anglo-argentino relata sus días de silencio y soledad totales en el desierto patagónico, forzados por las circunstancias pero en los que experimenta, dice Millot, “aquello a lo que Barthes tanto aspiraba: el silencio interior que nace al poner en reposo la máquina del lenguaje”. Y señala a continuación lo aparentemente paradójico del caso: “A esa angustia (el duelo por la madre) vino a responder el proyecto de la Vita Nova que desarrolló a lo largo de los dos años dedicados a La preparación de la novela. El 15 de abril de 1978, en momentos en que era presa de un duelo sin fondo, tuvo su satori, su conversión: su segunda vida, la que la muerte de su madre inaugura, estará dedicada sin concesiones a la escritura. ¡Extraña iluminación para alguien que ya entonces no hacía otra cosa que escribir! Pero se trata, esta vez, de entrar en literatura, de acceder a una escritura nueva, liberada de la teoría, cuya estética sería la de una simplicidad que no retrocedería ante la banalidad, en las antípodas de la sofisticación intelectual, de la ironía y de todos los discursos en segundo grado, dándole la espalda a la moda para volverse a las obras del pasado que tanto amaba”.3

Un gesto igualmente revelador de este deseo de novela podría quizá reconocerse también en su actuación en el papel de novelista en una muy breve escena del filme de su amigo André Téchiné Las hermanas Brontë (escena visionable en Youtube). Se trata de encarnar a Thackeray, el prolífico, exitoso y reconocido novelista victoriano, apoyo editor de las Brontë para sus producciones venidas de las soledades del desértico Yorkshire inglés. Y algo de lo dicho por Barthes bajo la máscara Thackeray (“¡La vida es tan insolente!”) suena conmovedor después de su muerte en un banal accidente de tránsito.

PROUST Y LAS FOTOGRAFÍAS NO MOSTRADAS. Imposible esbozar la figura de Barthes sin mencionar su lado proustiano. La intimidad con Proust, persona histórica o narrador de A la búsqueda del tiempo perdido, acompañó a Barthes toda su vida; innumerables textos de su autoría dan fe de lo profundo de esa intimidad y de la lucidez de análisis que asoma a cada paso cuando de Proust se trata.

Se sabe que Proust coleccionó fotografías con fervor durante toda su vida y que en A la búsqueda… el lugar de lo fotográfico es eminente. El sábado 23 de febrero de 1980 Barthes dicta la que será su última clase, sin nadie saberlo, ya que había anunciado para cierre del curso 79-80 un seminario “distractivo” de dos mañanas –1 y 8 de marzo– titulado precisamente “Proust y la fotografía”, y que no pudo tener lugar porque sufrió un accidente y, poco tiempo después, murió. Pero tuvo tiempo de anticipar, ante una siempre desbordante audiencia, las características bien especiales que revestiría ese seminario: poca o ninguna intervención de su parte, remitiendo aquí a Wittgenstein, de quien citó la definición de imagen como “aquello de lo que no se puede decir”; previsto “como un diálogo de cada uno con el material del archivo fotográfico poco conocido de Paul Nadar relacionado con personajes de A la búsqueda… (…) destinado a provocar una fascinación (…) y una intoxicación visuales” semejantes a las de Proust por los originales.4 Fueron sus últimas palabras como docente. El accidente que causó su muerte impidiendo la realización del seminario tan amorosamente preparado ocurrió al cruzar la Rue des Écoles, a pocos metros de su salón de clase en el prestigioso colegio. Dice la leyenda que Roland Barthes hacia allí se encaminaba para completar la preparación de su sesión de fin de curso, proustiana, fotográfica, silenciosa.

1. Leçon. París, Seuil, 1978, 46 págs. El placer del texto seguido de Lección inaugural. México, Siglo Veintiuno, 1982.
2. “La mort de l’auteur” (1968), en Le bruissement de la langue. París, Seuil, 1984, pág 62. Hay traducción en español.
3. O Solitude, de Catherine Millot. París, Gallimard, 2011. ¡Oh, soledad! Barcelona, Ned Ediciones, 2014, pág 76. Distribuidora Océano en Uruguay.
4. La préparation du roman I et II. París, Seuil-Imec, 2003, págs 390-391.

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