La leyenda continúa - Semanario Brecha

La leyenda continúa

Serrat, genio y figura. Serrat químicamente puro no sólo cantando sino también contando, seduciendo a un público ya seducido, supremo sacerdote de una ceremonia en la que se miraba en el espejo de su propia vida.

Foto: Federico Gutiérrez

Tras un puñado de canciones iniciales, las luces del escenario casi desaparecieron. Apenas un único seguidor mostraba a Serrat sentado junto a una elegante mesita, sirviéndose una copa de champagne. En ese clima intimista relató anécdotas de su primera vez en Uruguay, en 1969. “Me contaron de Juan Díaz de Solís y del descubrimiento del Río de la Plata. Así que estaba un charrúa de lo más contento con su río y al otro día apareció un gallego y los descubrió. ¿Cómo es posible descubrir algo que ya existía?” “Vi una y otra vez a los uruguayos con ese termo debajo del brazo. Grande fue mi desilusión cuando días después me enteré de que dentro de él llevaban… agua.”

Serrat, genio y figura. Serrat químicamente puro no sólo cantando sino también contando, seduciendo a un público ya seducido, supremo sacerdote de una ceremonia en la que se miraba en el espejo de su propia vida, a la que le puso banda sonora.

Allá por 2006 el periodista español Javier Menéndez Flores editó un imperdible libro con un extensísimo reportaje a Joaquín Sabina, llamado Sabina en carne viva. Allí Sabina cuenta de una cena en casa de Luis Eduardo Aute, donde en la sobremesa le pasaron la guitarra a Serrat y éste “cantó unos boleros nada memorables, pero con un arte que era para comérselo”. Ese arte de cantarle mano a mano a cada espectador reinó en la sala del Sodre, pese a la multitud y a que la guitarra fue sustituida por una banda con todas las de la ley, donde brillaron especialmente el entusiasta guitarrista David Palau y el compinche de medio siglo de Serrat, el gran pianista y arreglador Ricard Miralles.

Todo fue perfecto para que una vez más la presentación de Serrat fuera una auténtica fiesta, a pesar incluso de la intervención de un convidado de piedra al que ningún portero o personal de seguridad pudo impedir el ingreso: el paso del tiempo. Es cierto, su vibrato se ha hecho más inseguro, y algunos agudos ya no son tan prístinos y firmes, pero Serrat, en un 95 por ciento, sigue siendo el Serrat de siempre.

La gala de sus 50 años de carrera es una recorrida casi soñada para todos sus fanáticos por las canciones “de ayer, hoy y siempre”. Tras un arranque algo inesperado con la bellísima “El carrusel del Furo”, de su disco Para piel de manzana, estuvieron todos los temas esperables y todos los que desde temprano empezaron a pedirle desde la platea. Los obvios “Cantares”, “Aquellas pequeñas cosas”, “No hago otra cosa que pensar en ti”, “Lucía”, “Algo personal”, “Fiesta”,“Mediterráneo”, pero también gratas sorpresas, como “De cartón piedra” y “Mi niñez”, ambas de su disco Joan Manuel Serrat, de 1970, “Llegar a viejo”, del disco Bienaventurados, en emocionante interpretación, “Niño silvestre”, de Nadie es perfecto, y yendo hacia su primer disco en español, un delicado fragmento de “Poema de amor”.

También una impresionante versión, a escenario casi oscuro, de la bellísima “Romance del Curro el Palmo”, de su disco Canción infantil, que levantó una ovación atronadora.

No faltaron sus clásicos en catalán como “Ara que tinc vint anys”, “Paraules d’amor” y la delicadísima “Cancó de Bressol”, dedicada a su madre aragonesa.

Tampoco los invitados uruguayos. Fue así muy emocionante ver en escena cantando a dúo con la mayor leyenda viva del canto en nuestro idioma a Daniel Viglietti, Fernando Cabrera y Cristina Fernández. El experimento no fue todo lo exitoso que cabía esperarse. En algún caso los nervios eran evidentes, en algún otro la canción elegida no fue la mejor, y en otro la altura de la voz era excesiva para la modalidad habitual del artista. De todas formas la emoción estuvo presente, y se potenció cuando los tres uruguayos y el catalán cantaron juntos “Río de los pájaros”, del gran Aníbal Sampayo.

Una vez más Serrat estuvo aquí, con su inconfundible timbre vocal, sus textos maravilloso –que demuestran que hondura poética no se da de patadas con éxito popular–, sus melodías ya eternas, su entrega en escena y ese “arte que es como para comérselo”, inexplicable y propio de los elegidos, del que hablaba Sabina. Una vez más Serrat cantó para todos los presentes en general, y como sólo él sabe hacerlo, para cada uno en particular.

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