La podredumbre frente al espejo - Semanario Brecha

La podredumbre frente al espejo

Se vuelve imposible reseñar o analizar la película “El Club” sin adelantar varios de sus andamiajes argumentales, por eso se recomienda a los interesados leer este artículo después de haberla visto.

Sería preferible que el espectador viera esta película1 sin saber de qué va, sin que le adelanten siquiera la sinopsis. En parte porque es de esas en las que buena parte de su gracia está en ir descubriendo paulatinamente el qué, el cómo, el porqué. Pero como se vuelve imposible reseñarla o analizarla sin adelantar varios de sus andamiajes argumentales, se recomienda a los interesados leer este artículo después de haberla visto.

Cuatro hombres conviven en una pequeña casa situada en un balneario costero. Pronto se comprenderá que son ex sacerdotes, y de a poco se irán destapando las razones de su resguardo. En un principio a esa casa se la llamará eufemísticamente “de retiro espiritual”, luego “de penitencia”, y, finalmente y con más claridad, se habla directamente de “una cárcel”. Un presidio Vip en el que los cuatro son supervisados por una monja (léase: la carcelera) y donde no les faltan comodidades: paseos por la playa y por el balneario, bebidas alcohólicas, entretenimiento y hasta la posibilidad de apostar en las carreras de perros, todo con los gastos cubiertos por la sacrosanta Iglesia. Cada uno esconde un pasado oscuro, y es de suponer que varios son ex pederastas, descubiertos en algún momento, removidos de sus funciones y convenientemente apartados de sus labores en comunidad.

Pero la armonía hogareña no dura mucho. Luego de la llegada de un silencioso nuevo cura, otro visitante, ineluctable, se impone en el portal de la casa: un borracho gordo, barbudo y desarrapado que revela, a los gritos y muy gráficamente, lo que este “nuevo” cura le hizo cuando él era un niño. Aterrados, los sacerdotes le piden al nuevo miembro que se encargue del asunto, dándole un arma para asustar al invasor. Contra lo previsto, el cura sale al patio y se suicida frente a todos.
Pero esto es apenas el comienzo. Luego de este suceso aparecerá otro imponente nuevo personaje (notable Roberto Farías) que pasa a convivir con el grupo: un enviado de la Iglesia, encargado de investigar qué demonios sucedió allí, y que deberá resolver qué hacer con tan incómodo puñado de seres humanos. A todo esto, el acosador, el lumpen, ese “otro” con el que no se puede dialogar ni negociar, se cierne sobre la casa como una bomba de tiempo, una que podría destapar esa inaceptable caja de Pandora que es, en esencia, este “club”. Se generará una situación que a nadie conviene: si el pueblo se entera de que los curas son pederastas sus días pasarán a estar contados, y si eso ocurriera, la Iglesia en sí misma se vería también horrendamente afectada.
El club podría enmarcarse dentro del cine “de stalkers” o acosadores, un tópico sumamente repetido en el cine mainstream y sobre todo en los thrillers, en el cual un personaje desquiciado hostiga obsesivamente al o los protagonistas. Si el género es de larga data –la brillante Extraños en un tren (1951), de Hitchcock, ya era un hito en este sentido–, quizá la película más interesante, y la que resignifica en cierto sentido los tópicos del género es Caché (2005), de Michael Haneke. Allí la figura del stalker se volvía más interesante no sólo por tratarse de un ser incorpóreo, sino porque venía a hostigar a un personaje impune, colocándolo frente a su propio pasado y sus esqueletos en el armario.

El director Pablo Larraín, autor de la muy polémica y poderosa No (2012), va sobrecargando la atmósfera paso a paso. No solamente el conflicto de intereses es mayor, sino que además todos los personajes del cuadro son de algún modo u otro desagradables; se envuelve al espectador en una situación profundamente incómoda desde la cual no puede llegar a empatizar con ninguno de ellos. Esta película no sólo mete el dedo en la llaga planteando un tabú histórico, sino que además lo hace ubicando la trama y las cámaras en su epicentro, confrontando a los peores representantes de la podredumbre de una institución con la consecuencia hecha carne de sus pecados más abominables. Larraín transgrede y reclama, como tantos otros grandes exponentes del cine chileno (Sebastián Lelio, Alberto Fuguet, Che Sandoval, Sebastián Silva, Fernando Lavanderos, Ernesto Díaz Espinoza), una mirada sostenida sobre la copiosa y últimamente sobresaliente filmografía del país.

1. El club. Chile, 2015.

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