La seriedad que no se repite - Semanario Brecha

La seriedad que no se repite

Se cuentan con los dedos de una mano los artistas uruguayos que podrían identificarse con el Pop Art. Menos aun con la vertiente warholiana. Jorge Casterán es uno de ellos. Falleció el mes pasado, legando una obra consistente y el recuerdo de unos modales corteses y cálidos que lo distinguieron en Montevideo, en el atelier puntaesteño, y en San Pablo, donde también residió.

Comenzó aprendiendo dibujo con el arquitecto Rodolfo Mato en 1957, y a partir de 1961 estudió dibujo publicitario en la Utu, además de cursar los preparatorios de arquitectura. Perfeccionó su técnica serigráfica, tan importante en el desarrollo de su carrera, en el taller de Raúl Cattelani. Pero su formación no se dio sólo en el terreno de la práctica: frecuentó las clases de historia del arte de Florio Parpagnoli y amistó con María Freire, de quien fue alumno (en cursos de historia y cultura artística) y cuya influencia se hizo notar en aspectos formales de su obra y en un enfoque desprejuiciado, a la vez que sistemático, del fenómeno estético. “De las clases y conversaciones con María Freire recoge su principal experiencia formativa”, escribió el propio artista en una reseña curricular.

Para quienes consideran el Pop Art como la última y la peor de las vanguardias artísticas –y en Uruguay son legión, con la academia a la cabeza–, la obra de Casterán no puede sino resultar incómoda e inclasificable. Algunas de sus series características, como la de los retratos, reúnen todas las condiciones: serialidad de la imagen fotográfica o serigráfica, colores subidos y contrastantes, fuerte presencia de los rostros en gran formato. Pues bien, en su caso todos estos elementos pop ceden al aliento formalista que los anima. Y las referencias a las personas no operan como una celebración del glamour, de los 15 minutos de fama que mentaba Warhol, sino que representan una cercanía afectiva o una señal admirativa. A diferencia de otros artistas que “atravesaron” el pop en los años sesenta y setenta –más que de influencias sería necesario hablar de transferencias, al decir de Manuel Neves–, como Ruisdael Suárez, Ernesto Cristiani o Haroldo González, no se destacó por un enfoque conceptual ni ideológicamente crítico respecto de las formas de consumo. Casterán se centra en las figuras –humanas o geométricas– y en la repetición como elemento de una gramática visual en fuga, fuerte y concisa. No en vano investigó los artistas de la Bauhaus y ahondó en las teorías de Joaquín Torres García. De este último parece interesado en replantear ciertas estructuras para deconstruirlas, con un enfoque plástico que encuentra puntos de contacto con las últimas búsquedas de Miguel Ángel Battegazzore, las del geometrismo caótico y estridente.

La producción pictórica de Casterán se destaca siempre por la resolución técnica depurada, de limpias líneas, colores intensos, ajedrezados o en punteado degradé… técnica que no llega a ser “fría” –véase la serie denominada “Combos”– debido a la alternancia con otros valores que acompañan o se dan en composición dual: difuminados, manchados, bordes irregulares, texturas, en suma lo que Casterán llamaba “cromatismo sensible”. Pocos recuerdan que suyo es el diseño de tapa y contratapa del libro Zafarrancho solo, de Cristina Carneiro, premio de poesía de la VII Feria Nacional de Libros y Grabados. Ya entonces, en 1967, podía sorprender con escasos recursos –apenas dos tintas–, generando una pieza gráfica de fluida atracción y renovada estética.

Supo trasladar esta atracción a las grandes dimensiones –como en los murales del Polideportivo de Rocha–, trabajando las escalas con gran sentido de la proporción. Cuando las generaciones venideras estudien el arte uruguayo deberán incluir a Jorge Casterán y asignarle el lugar que bien se ganó siendo original y riguroso allí donde otros sólo repiten y se repiten.

 

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