La siesta del Claustro - Semanario Brecha

La siesta del Claustro

La problemática de nuestro sistema educativo suele focalizarse en la educación secundaria. Los extremos parecen siempre más fáciles de ser definidos y menos problemáticos: la escuela y la universidad, con sus dilemas propios, escapan a menudo al ojo crítico de los ciudadanos, de los políticos y de los medios.

Siempre el nudo del problema parece ser la enseñanza media. Pero ese nudo se relaciona con su gestación, con la maternidad de una Universidad de la República que parece no querer asumir hasta hoy –como si de una hija bastarda se tratara.

Según los datos presentados por el Monitor Educativo, de 100 alumnos que ingresan a primaria, 70 terminan el ciclo básico (CB) y, de estos 70, terminan el bachillerato 28. En términos absolutos, 30 se pierden en el CB y otros 40 en bachillerato.1

La discusión en torno a las causas del fracaso escolar implica considerar diversos aspectos –especialmente el perfil socioeconómico del alumno–, como lo muestran los resultados Pisa.2 En esta oportunidad la intención es focalizar el problema desde otra perspectiva.

La educación secundaria fue, hasta 1935, un apéndice de la Universidad de la República. Su concepción fue exclusivamente propedéutica desde sus orígenes, concebida para que unos pocos alumnos, “los mejores”, egresaran prontos para abrirse al mundo universitario. Estos aristos provenían de los estratos más altos, cuya valoración familiar de la educación, además de su cualidad intrínseca de constituirse en clase dirigente, era, como lo sigue siendo en la actualidad, muy alta.

Hoy poco ha cambiado en sustancia. En muchos casos, los contenidos y ajustes programáticos en bachillerato son realizados en función de una probable incursión terciaria: el alumno debe llegar a las puertas de la Universidad con una preparación académica que certifique los contenidos esperados y le sean abiertas entonces las alas de su puerta magna. En algunos casos, hasta se arroga el derecho de exigirle determinados aprendizajes a educación secundaria por considerar deficitarios los impartidos por ésta. Suelen espantarse y gritar a los cuatro vientos –ingeniería es un ejemplo– que los alumnos que ingresan suelen no alcanzar un nivel suficiente en matemática –en estos días se divulgó que sólo 11 alumnos de 506 aprobaron cálculo I; en 2013 la queja fue más amplia: una prueba diagnóstico exhibía que sólo 42 alumnos de 1.172 lograban la suficiencia–. Los datos escandalizan y los ojos, por inercia ya, sólo miran condenatorios al ciclo medio sin pensar el asunto desde otro punto de vista.

En la reforma parcial de bachillerato, denominada Reformulación 2006, se introdujeron cambios significativos en su formato, pero atados al viejo carácter propedéutico. Dos de ellos, tal vez los más trascendentes, fueron la creación del Bachillerato de Arte y Expresión y la determinación de un grupo de asignaturas como “tronco común”, lo que permitió y permite cierto nivel de navegabilidad para el alumno indeciso. Respecto a la vieja concepción que ha recorrido la historia del segundo ciclo de educación secundaria, poco hay de novedad.

Las ofertas educativas que se le presentan a un alumno en 2017 son numerosísimas. A la edad de 15-16 años el alumno debe elegir una de las cuatro diversificaciones que ofrece el sistema –en 5º año: diversificación humanística, biológica, arte y expresión o científica; en 6º año: opción social-humanística, físico-matemática, matemática-diseño, arte y expresión, ciencias agrarias o ciencias biológicas–. Es un momento crítico. La calidad de dicha elección es pobre: salvo excepciones o determinismos por mandatos familiares explícitos o implícitos, el adolescente no sabe qué elegir y acaba en elecciones facilistas o carentes de otro fundamento que su autopercepción –soy mejor para los números, soy mejor para las letras–,  o la percepción que el mundo adulto tiene de él. Están obligados a elegir sin saber qué elegir, lo que complicará a muchos de ellos su trayectoria, rezagándola o, incluso, desertando del sistema.

Nuestra educación fue siempre elitista –incluso en la década de 1950, cuando nuestro país festejaba aún ser la Suiza de América, sólo cuatro de cada diez alumnos terminaban la escuela, según ha señalado el especialista Antonio Romano basándose en estudios que Germán Rama realizara hacia 1958–. Lo es en menor medida en el presente, pero aún lo sigue siendo –las desigualdades sociales no se dirimirán jamás en un aula–. Educación secundaria no ha resuelto satisfactoriamente la universalidad que rige desde la década del 70 para el CB ni la que debería regir para bachillerato de acuerdo a la ley general de educación vigente.3 Cree que la universalidad se funda en la dimensión de su puerta de entrada, y no asume que esa apertura sólo será nominal sin mejorar, significativamente, la formación docente, entender que el salario docente tiene una dimensión pedagógica clave, revisar contenidos tal vez “disipables”, su infraestructura, su mantenimiento… Las autoridades deberían ser francas: si hoy asistieran todos los alumnos que deberían concurrir a bachillerato, por ejemplo, no tendrían dónde alojarlos. En esa arquitectura virtual que postulan las autoridades, la puerta de entrada es ancha al comenzar el primer ciclo, mientras que la puerta de salida es bien estrecha en el segundo.

El espíritu que rija las políticas educativas, sin duda, deberá preocuparse de que la mayoría de los alumnos finalice bachillerato, no tres o cuatro de cada diez. No como un imperativo sólo sustentado políticamente o, incluso, pedagógicamente, sino como un mandato jurídico, como un derecho, de acuerdo a lo dispuesto por la mencionada ley. Sin embargo, los alumnos son filtrados perversamente antes de alcanzar el umbral terciario de acuerdo a la concepción tradicional de carácter propedéutico. Todo un organismo institucional, todo un esfuerzo familiar y personal, toda una expectativa, toda una inversión –si se prefiere pensarlo desde el punto de vista más economicista– acaban siendo derrochados.

La segmentación forzosa entre alumnos que hipotéticamente quieren seguir los derroteros de las ciencias, las humanidades, las artes o la medicina, es, desde hace años ya, discutida y endeble. Parte de concepciones pedagógicas anticuadas, coopera con la desafiliación, la frustración no sólo personal, también del entorno familiar y social que rodea al alumno. La opción de una orientación dada está diseñada para la Universidad. Los contenidos académicos están diseñados para la Universidad. El alumno debe ser “diseñado” para la Universidad. El segundo año de bachillerato se lo dejará más que claro –en este nivel se suele desencadenar la crisis– y tendrá que buscar otros caminos, creyendo que esa muralla que es bachillerato es insondable e imposible de sortear. No está dado para él. Para él, porque pertenece, además, a sectores de menores recursos; lo que sí le está dado es el mundo del trabajo, pero del trabajo mal remunerado. Los alumnos que tengan un sostén familiar afectivo y económico, ellos sí sortearán el obstáculo y estarán entre los “privilegiados” que alcanzarán la estrecha puerta de salida.

La Universidad ha sido negligente en sus obligaciones. Reclama a los otros –hasta de forma quejosa– lo que debería otorgar como fundamentos básicos en sus cursos iniciales. Pretende que legiones de alumnos del ciclo final de enseñanza media lleguen a sus aulas con saberes que ella misma podría y debería impartir. ¿Qué sentido tiene replicar, de generación en generación de regimientos de alumnos, saberes académicos de especificidad excesiva, para que un grupo pequeño de sobrevivientes colme sus salones y sus expectativas? Es una inversión absurda, un derroche y una injusticia. Y, en el peor de los casos, es una frustración que se multiplica y que desesperanza a aquellos grupos sociales que quisieron creer, pero quedaron al costado del camino.

El bachillerato debería permitir al alumno prolongarse hacia cualquier rincón que desee con herramientas que favorezcan su autorrealización. La Universidad, como una de sus opciones, deberá repensarse y contar con docentes preparados para una tarea de esta envergadura. Hasta puede apelar a aquellos docentes de bachillerato que le han estado, hasta hoy, haciendo el trabajo “sucio”. De otra forma, sin estos cambios en roles educativos tan fuertemente institucionalizados, con una formación docente conservadora, estaremos hablando hacia mitad de este siglo de los mismos temas. Y, probablemente, la Universidad seguirá mirando con desdén hacia abajo sin pensar que su mandato es obsoleto y perverso. Y esto ha sido entendido así y denunciado desde hace ya demasiado tiempo.4

 

Gabriel Fraga es profesor de enseñanza secundaria.

  1. Anep-Ces (junio de 2016). Monitor Educativo liceal. Principales resultados 2015. Recuperado de: http://www.anep.edu.uy/anep/phocadownload/Noticias_Doc/2016/principales%20resultadosces%20monitor%202015.pdf
  2. Un 82,1 por ciento de adolescentes entre 15 y 17 años asistió a bachillerato en 2016. Del quintil 5, la asistencia es de 97,2 por ciento, prácticamente universal; del quintil 1, un 62,3 por ciento (hay que anotar que en 2006 el porcentaje era de 47,6 por ciento, lo que implica un incremento de 14,7 por ciento, sin duda estimable).
  3. Véase el artículo 7º del capítulo II de la ley 18.437, promulgada el 12 de diciembre de 2008.
  4. Castro, Julio (1949). Coordinación entre Primaria y Secundaria. Montevideo. Imprenta Nacional.

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