La vida y nada más - Semanario Brecha

La vida y nada más

Las dificultades de la diaria convivencia, por un lado, y el sentido de una existencia que al parecer nadie alcanza a poder explicar, por el otro, constituyen el punto de partida de dos títulos que se integraron a la cartelera en los últimos días.

La pipa de la paz (Teatro del Centro), de la argentina Alicia Muñoz, dirigida por Carmen Morán, es la que debería “fumar” una madre irascible (Cristina Morán) no sólo con sus hijas, con quienes ya casi ni se comunica por teléfono, sino también con el hermano de éstas (Hugo Giachino), que llega de Estados Unidos a visitarla y no tarda en toparse con las barreras que la dueña de casa le levanta a propósito de cualquier detalle. La autora maneja con humor temas tan dignos de consideración como la unidad familiar y las buenas relaciones que deberían sustentarla, un humor que induce a la platea a identificarse a través de la risa con lo que transcurre en el escenario. El texto, más allá de algunas facilidades que Muñoz se reserva en cuanto a ciertas decisiones que los protagonistas toman de buenas a primeras, le abre el camino a una puesta a lo largo de la cual la concurrencia se divierte, al tiempo que descubre que los personajes que tiene delante reflejan escasas virtudes y varios defectos que gran parte de los mortales comparten. La acertada definición de personajes que le brinda Muñoz permite a la directora mover a los dos únicos personajes en un hábil y, a la vez, ágil contrapunto de entradas, salidas, enfrentamientos y escasas derrotas. Cristina Morán echa mano a una voz de “madre sacrificada” que la ayuda a sacar a relucir un disfrutable arsenal de enojos, protestas y achaques que la actriz resuelve con afinado uso de los tiempos en los que no se descartan los apreciables silencios. A Giachino le corresponde una silueta que atraviesa una etapa de descubrimientos que lo conducen a llevar a cabo cambios de actitud que consigue trasmitir con expresividad y desenvoltura. Sin perder la gracia del caso y con la voz de Gardel en la banda sonora, uno y otra llevan adelante las distintas escenas de una comedia bastante cercana a cualquier espectador.

Fin de partida (Sodre, sala Hugo Balzo), del irlandés Samuel Beckett, con dirección de Jorge Denevi, presenta a un cuarteto de personajes que, en medio de un estilizado paisaje que combina plantas resecas, residuos e inconducentes vallas, brindan una imagen de una humanidad que el maestro del absurdo registra como llegando al fin de un camino que nunca nadie supo hacia dónde conducía.
Hamm (Pepe Vázquez), el hombre que ya no puede incorporarse, desde su silla montada sobre una plataforma con ruedas, reflexiona sobre algunas cosas que, quizás demasiado tarde, supo advertir. Clog (Rogelio Gracia), secuaz y asistente, lo ayuda con escaso entusiasmo, al tiempo que prosigue con una rutina personal que no sabe para qué le sirve. Desde el interior de un montículo, los abandonados progenitores Nagg (Héctor Spinelli) y Nell (Susana Anselmi), incapaces ahora hasta de tocarse, contemplan a los anteriores en las inconducentes idas y venidas que el autor de Esperando a Godot y La última cinta magnética utiliza para ilustrar distintos grados de la angustia existencial que surge de las eternas preguntas sin respuesta que el hombre se formula, preguntas que el cuarteto ilustra en escena y que cada espectador, en algún momento de su vida, también se ha planteado o se planteará. El espejo que se levanta delante de la platea, por supuesto, está deformado. A cada uno de los asistentes le corresponde recomponerlo. El trabajo de Denevi abre inmejorable camino para ello a partir de la muy apropiada solución escenográfica concebida por Nelson Mancebo. Con dicho marco, vale la pena apreciar la precisión y la entrega que Vázquez, Gracia, Spinelli y Anselmi insertan a sus criaturas tan dispersas y sin rumbo como el resto de los mortales en ciertas etapas del incierto sendero que tan bien describe el dramaturgo.

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