Las mutaciones de la memoria - Semanario Brecha

Las mutaciones de la memoria

Las dificultades de los habitantes del este para procesar la reunificación alemana toman visibilidad con cada nuevo aniversario quinquenal de la caída del muro de Berlín. Una ecuación que busca despejar la contradicción entre los derechos políticos ganados y los derechos sociales perdidos.

Soldados tiran muro en Berlín.

Las dificultades de los habitantes del este para procesar la reunificación alemana toman visibilidad con cada nuevo aniversario quinquenal de la caída del muro de Berlín. Una ecuación que busca despejar la contradicción entre los derechos políticos ganados y los derechos sociales perdidos. Un dilema vital que ha dado lugar a un nuevo término, “ostalgia”, tan frecuentemente trivializado que incluso ha experimentado su propia mutación.

Al borde del río Spree, a pocos pasos de la estatua dedicada a Marx y Engels que está siempre rodeada de turistas fotografiándose con los padres del Manifiesto comunista, en el corazón del antiguo Berlín este, puede entrarse en una cápsula del tiempo. Es el Museo de la Rda. La República Democrática Alemana. Sus salas están dedicadas a la vida cotidiana más que a los aspectos de la “gran Historia”. Una historia de las mentalidades, a la francesa, o de la sensibilidad, dijera José Pedro Barrán, que permite asomarse a un mundo casi utópico de campistas y jóvenes felices que tiene como contracara las imágenes –y objetos– que revelan un Estado policial. Un cruce, cinematográficamente hablando, entre La vida de los otros y Good bye Lenin.

En esa doble cara, entre la denuncia y la idealización, parece situarse la memoria de los alemanes del este cuando miran al corto medio siglo que duró su país. El símbolo de ese tiempo, naturalmente, fue el muro de Berlín, de cuya “caída” se cumplieron 25 años el sábado 9.

Tan dual es el vínculo con ese pasado que ha debido acuñarse una nueva palabra para definir una de sus expresiones: “ostalgia”. A primera vista podría traducirse como “nostalgia por el este”. La fotógrafa rumana Simona Rota sugiere una traducción que vaya más atrás en las raíces del término y que llegue a una de las acepciones de algos, en griego: dolor. La ostalgia sería entonces “dolor por el este”. Como dice Rota –que cuando el fin del muro tenía apenas 10 años–, “una aleación lingüística tan imposible como el mismo deseo de reconstruir algo que podría no haber estado nunca allí”. Pero estuvo.

El remanente –ese dolor por el este– puede explicar la aparente contradicción que reflejan, de manera consistente, los sondeos de opinión pública que se hacen en cada aniversario quíntuple de la caída del muro de Berlín. Sondeos que luego generan titulares que eligen poner el foco en el factor de esa contradicción que les resulta más conveniente: en la satisfacción de los alemanes del este por los resultados globales de la reunificación, o en su disconformidad por la pérdida de derechos sociales.

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“Antes vivía en la dictadura del proletariado y ahora –aunque suene raro– vivo en la dictadura del capital.” La frase es de Sascha Lange, doctor en historia, escritor y carpintero teatral. No es un nostálgico del sistema político de la Rda. Su padre, actor de teatro, era uno de los Seis de Leipzig, un grupo similar a aquel de la Carta del 77 que en la misma época de la caída del muro de Berlín estaba desempeñando un papel central en la Revolución de Terciopelo, en la entonces Checoslovaquia.

Entrevistado a propósito de los 25 años de la caída del muro por un servicio público de información del Ministerio de Relaciones Exteriores alemán (deutschland.de), Lange, que tenía 17 años en 1989, considera que lo más importante para la democratización de su país no fue lo que ocurrió aquel 9 de noviembre, sino lo sucedido un mes antes.

Los Seis de Leipzig junto con algunas figuras de la iglesia protestante –principalmente Christian Führer, fallecido el 30 de junio de este año– organizaban cada semana jornadas de resistencia pacífica que se conocían como “las manifestaciones de los lunes”. La del lunes 9 de octubre de 1989 fue particularmente masiva. Los rumores que habían ganado la ciudad alemana susurraban que las autoridades habían dado de alta de los hospitales a los enfermos sin riesgo de vida para liberar camas ante una inminente represión. También se habrían reforzado los bancos de sangre. El miedo no fue obstáculo para que 70 mil personas se sumaran ese lunes al reclamo de cambios políticos. La represión quedó en un rumor y las protestas siguieron socavando el muro que caería un mes después.
¿Qué hizo el pastor protestante tras la reunificación alemana? Quince años después, en 2004, comenzó a organizar nuevas “manifestaciones de los lunes” frente a la misma iglesia de aquel 9 de octubre. Ahora “contra el desmantelamiento del Estado de bienestar”.

Todos los aniversarios múltiplos de cinco multiplican no sólo las encuestas, sino también los especiales periodísticos sobre la evaluación de los alemanes acerca de su proceso de reunificación. A propósito del aniversario número 20, la bbc había registrado múltiples opiniones que aseguraban que “en tiempos del socialismo se comía mejor y se vivía con menos angustias económicas”. En ese mismo tiempo, la revista Der Spiegel había escandalizado con lo obvio: “Si en aquel tiempo la gente no podía viajar por restricciones del sistema, hoy no lo puede hacer por estar en la pobreza”. Lo decía el personaje anónimo que habían elegido para estructurar su reportaje sobre esas dos décadas de construcción de un país nuevamente unificado. Apuntaba contra el lugar común de que la caída del muro terminaba con el aislamiento de los alemanes del este.

No son opiniones aisladas. El País de Madrid cita una encuesta de la revista Focus de este año, según la cual el 78 por ciento de los consultados en la antigua Rda creen que la educación era mejor antes. El diario español agrega: “El sistema sanitario y la igualdad entre hombre y mujer son otros de los puntos fuertes del antiguo régimen. Los jubilados orientales ven además con frustración cómo sus pagas son aún hoy sensiblemente inferiores a las que reciben en el oeste ciudadanos que han trabajado el mismo número de años que ellos en puestos similares”.

Y sin embargo el 75 por ciento de los que viven en la ex Rda está satisfecho con las transformaciones. “Hay nuevos problemas, sí. No obstante: quizás mi verdadera felicidad consista en que ese sistema ya es historia”, dice Sophie Hellriegel, recién graduada en letras. Es otra de las habitantes de Leipzig entrevistadas para el dossier de deutschland.de. También ella estuvo en aquella manifestación del lunes 9 de octubre. Tenía sólo 2 años pero recuerda la sensación de sentir, más que ver, cómo su padre recibía un bastonazo en el estómago por parte de un policía de particular, y ella sentada en sus hombros. “Hoy, 25 años después, no me planteo la pregunta de si soy del este o del oeste de Alemania. En mi familia, sin embargo, es diferente. Sobre todo mi padre, que tiene 78 años, vive aún en el pasado. Lo peor fue y continúa siendo para él que durante una gran parte de su vida no pudo viajar, ni siquiera a Rusia. La razón fue sólo porque tenía familiares en Occidente. Para mi padre fue una limitación existencial, que lo afectó mucho. Yo sé que puedo viajar a todos lados y que nadie me encierra”, sostiene.

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El director académico del Museo de la Rda tiene el aspecto de un profesor de Humanidades. Su rostro es una mezcla del filósofo Sandino Núñez y el fundador de Wikileaks, Julian Assange. Al menos así se lo ve en la foto que apareció la semana pasada en el diario El Comercio, de Lima. Stefan Wolle estuvo en Perú brindando una conferencia sobre el aniversario de la caída del muro, invitado por el Instituto Goethe. No puede ser señalado como nostálgico de un régimen que lo expulsó de la universidad por manifestar sus posiciones políticas, y sin embargo es una autoridad sobre cómo los alemanes del este han procesado el duelo por la desaparición de su país.

“El anhelo por el mundo ideal del socialismo va mucho más allá de los ex funcionarios del gobierno” y llega también a los jóvenes que en los años de la Rda ni siquiera habían nacido, asegura. Va más allá entonces de la trivialización que a veces se ha hecho en Occidente de ese sentimiento, limitándolo a una especie de “noche de la nostalgia” permanente, donde no se añorarían los oldies sino una marca de cigarrillos u otra de pepinos en conserva. Lo que pasa en realidad, opina Wolle, es que lo que “está en juego” para los alemanes orientales con este sentimiento, con este “dolor del este” como le llama la rumana Rota, “es el valor de su propia historia”.
No todo es un culto pop a teléfonos de una sola pieza, relojes redondeados, lámparas de amplia pantalla, a ese color naranja que suponía modernidad en los años setenta. En el Berlín de hoy esos objetos no se limitan al museo que dirige Wolle. Están en todas partes: desde tiendas especializadas hasta ferias dominicales. Volverlos a tener en funcionamiento, sobre todo para los jóvenes, es algo mucho más profundo que una estética dentro de la decoración de interiores.

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¿Cuánto de esto ve un visitante que llega a Berlín por unos días? Poco. Del célebre muro apenas ha quedado una línea de cemento convertida en desparejo muestrario de arte mural al borde del río Spree. O una garita del alguna vez conocido como check point Charlie, que hoy se ha trivializado en reclamo turístico.

Es domingo en la avenida Karl Marx y la ausencia de autos y peatones aumenta la sensación de irrealidad en la que fuera la avenida principal de Berlín este. Enormes bloques de concreto simétricos cubren los dos lados de esa anchísima alfombra asfaltada por la que pasaban los desfiles de los Primero de Mayo en la extinguida Rda. Algunos tienen fachadas trabajadas con molduras, otros, despojados y cúbicos como los llamados “cajas de huevos”, acentúan el carácter político del plan de viviendas gubernamental: que la avenida central de la capital de la Alemania comunista estuviera dedicada a proporcionar viviendas de calidad a bajo precio para el proletariado.

En verdad el resultado fue policlasista, y a medida que la arteria iba surgiendo de los escombros de la Segunda Guerra Mundial, siempre se consideró un privilegio obtener la gracia para ocupar alguno de esos nuevos apartamentos. A mitad de camino en esos casi dos quilómetros y medio que van de la puerta de Fráncfort a la legendaria Alexanderplatz está la biblioteca Karl Marx, que aloja exposiciones temporarias, como una de diseño de la Rda.

Unos pasos más allá, siempre en dirección a la Alexanderplatz, cuando ya se ha pasado esa biblioteca, el cruce con la calle Comuna de París, varios complejos de vivienda, y algunos mosaicos con hoces y martillos, se llega al café Sybille. Además de la habitual carta de cafés y capuchinos, ofrece vodka ruso y leches malteadas. Sus mesas y sillas tienen un inconfundible aire años setenta. Pero no es eso lo que lo convierte en una de las estaciones de la ruta informal de la ostalgia. Ni siquiera la escultura de cemento de una madre socialista con su hijo en brazos, sin duda rescatada de algún edificio al que le aggiornaron la fachada.

Lo que lo vuelve especial es la muestra permanente sobre la historia de la avenida. Ahí es posible enterarse que recién lleva su nombre actual desde 1961, ya que fue construida como Stalinalle: la avenida Stalin. En un discreto segundo plano, sin molestar la vida del café, pero formando parte indisoluble de ésta, los paneles informativos se van alternando con ladrillos, teléfonos, y hasta con una reproducción de la oreja de la estatua de Stalin que estuvo otrora en esta avenida. La metonimia es relevante, ya que uno de los misterios del lugar es cómo vino a ocurrir que la referida escultura amaneciera un día sin una de sus orejas, acto de protesta y de humor urbano a la vez.

Cuando la exposición pasa por detrás de la barra es como si entrara de improviso en una de las viviendas de los edificios de la avenida. Una televisión de fines de los cincuenta de pantalla redondeada y encastrada en un mueble de madera clara con delgadas patas y diseño en ese estilo en el que la segunda posguerra se imaginaba la era del espacio. También una cocina junto a una aspiradora con aspecto de escoba de barrer. Nada de eso, sin embargo, impide que una araña de cristal en el centro y los ventanales que dan a la calle hagan del Sybille un verdadero “café de avenida”. Lo único que ocurre es que mira hacia dos avenidas. Hacia la que tiene al otro lado de las vitrinas y hacia la que tiene al otro lado de la memoria.

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Berlín era una fiesta

Eran las 19 horas del jueves 9 de noviembre cuando la inverosímil noticia se dio a conocer inesperadamente en una conferencia de prensa en Berlín oriental, capital de la República Democrática Alemana. Guenther Schabowski, miembro del Buró Político, había abordado aburridamente diversos aspectos que hacen a los cambios políticos y económicos que finalmente están en marcha en la rda. Preguntado por un periodista sobre cuáles serán las formalidades a seguir por los ciudadanos de la Rda que en el futuro deseen trasladarse a Europa occidental, Schabowski buscó un papel que tenía arrugado en su bolsillo, y para asombro y desconcierto del mundo entero dijo que se pueden realizar, sin requisito ni condición alguna, todos los viajes a Occidente que se deseen. […]
Se calcula que, el viernes 10, 300 mil personas vinieron del este a Berlín occidental. En el fin de semana, 11 y 12, hubo más de 3 millones yendo y viniendo por la ciudad, mirando, comprando, brindando con cerveza y espumante, agotando su capacidad de asombro antes de regresar a casa. Los berlineses de ambos lados del muro se abrazaron y lloraron de alegría.
Nadie escapa al asombro. Nadie sabe tampoco cómo será el futuro, qué pasará de aquí en adelante en la ciudad sectorizada desde la Segunda Guerra Mundial, ni entre los dos estados alemanes, pero la gente quiso vivir el momento de la apertura de la frontera y se trepó, irreverente, al odiado muro, y bailó sobre él, y en alguna parte del muro otros vinieron con martillos a tratar de romperlo y desguazarlo cuanto se pudiera. Los agentes de policía de ambos lados de la ciudad trabajaron juntos por primera vez, intentando encauzar la masa humana que gritaba, se tomaba de las manos, lloraba de alegría. El tránsito de vehículos y personas alcanzó en muchos momentos el estado de perfecto caos. Embotellamientos de carreteras, caminos y calles urbanas.
Pocos tuvieron tiempo de dormir y nadie tuvo tiempo de pensar cómo había pasado este milagro alemán.

Raquel García
Desde Berlín
(Publicado en Brecha el 17-XI-89.)

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Mientras tanto, en Praga

La caída del muro de Berlín no tuvo sólo efectos en Alemania. En todo el este europeo se sintió el impacto y de manera más o menos pacífica los regímenes de partido único fueron cayendo como castillos de arena. No de naipes. No se derrumbaban soplados por una fuerza exterior. Implosionaban. Se deshacían por la propia característica del material con el que estaban hechos. Endurecida y moldeada al final de la Segunda Guerra Mundial, la arena había ido secándose con el correr de las décadas.
Más allá de que los gobiernos de ese bloque habitualmente conocido como Occidente se asignen méritos en la debacle, lo cierto parece ser que ni siquiera lo tenían en sus previsiones.
Un periodista checo con el que recorro “el barrio de las embajadas” en Praga, todavía se ríe cuando pasa frente a la mansión que servía de residencia al embajador estadounidense. No importa lo que opinen sobre el comunismo, los praguenses cuentan la historia del fiasco de los espías con sincero regocijo. Estamos en El Buey Negro, una taberna situada prácticamente enfrente del edificio del Ministerio de Relaciones Exteriores. En una mesa cercana, tres obreros de vialidad hacen la pausa del mediodía con indiferencia hacia el mundo exterior. Se protegen del frío con sopa caliente y cerveza negra.
Mi colega no les presta atención y sigue contando la historia del fiasco de los estadounidenses. Como era de esperar, toda la tecnología del bloque socialista estaba puesta al servicio de escuchar lo que sucedía dentro de las oficinas y alcobas del embajador de la potencia enemiga. En contrapartida, toda la tecnología occidental intentaba evitar que sus funcionarios fueran escuchados. En determinado momento se descubrió que había un problema de filtración en el techo de la residencia. “Y no se trataba precisamente de una mancha de humedad”, dice con un brillo en la mirada, que me hace pensar en alguno de los personajes de la larga tradición de la picaresca checa, nacida, precisamente, en mesas como las de esta cantina. Pero su historia no es literatura. En un mes estuvo listo un nuevo techo, elaborado con materiales de última generación, capaces de mantener a salvo el más incómodo de los secretos. Las cifras de lo que costó el trabajo nunca se conocerán a ciencia cierta, pero “no creo que haya sido poco”, estima con precisión periodística. Luego hace una pausa y sorbe de su jarra de cerveza para garantizar el efecto del remate de la historia: quince días después de terminada la costosa obra de ingeniería, el comunismo checo se vino abajo.
Lo caro no había sido el techo, sino los sueldos que mes a mes se pagaban a los sovietólogos que no fueron capaces de darse cuenta de que el régimen del que se estaban “defendiendo” pendía de un hilo. Mientras tramitaban las autorizaciones de “fondos reservados” no sabían que lo importante no era que los estuvieran escuchando, sino que pronto no quedaría nadie del otro lado del micrófono. Las protestas estudiantiles y de intelectuales que trajo el otoño de 1989 desembocaron en la más consensual entre las transiciones del comunismo a la democracia que se sucedieron en el este europeo. Mientras los aislantes del techo inviolable todavía estaban frescos, las manifestaciones que confluían sobre la plaza Wenceslao lo volvían inútil. Había ocurrido a unas pocas cuadras de la taberna de El Buey Negro. Era la famosa manifestación aquella de fines de 1989 en la que Vaclav Havel, el líder de la Carta de los 77, había arengado a la multitud haciendo tintinear sus llaves, “sugiriendo” a los gobernantes que era tiempo de volver a casa. Y así ocurrió (negativa mediante de Mijail Gorbachov a usar tropas y tanques en una remake de 1968 con la que habían fantaseado algunos dirigentes checos). La Revolución de Terciopelo, suave como ese material de tapicería, había resultado imposible de pronosticar para los expertos occidentales.

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Trivia

Conocido como muro de Berlín, el muro de protección antifascista fue inaugurado el 13 de agosto de 1961 y su fin comenzó el 9 de noviembre de 1989. Llegó a tener 300 torretas de vigilancia y 155 quilómetros de perímetro. Más de 250 personas murieron intentando cruzarlo.

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