Luces y misterios - Semanario Brecha

Luces y misterios

La “juntada” de esos dos monumentos vivos de la canción brasileña (y mundial) era apta para poner en juego una serie de cuestiones históricas (colectivas y personales). Pero ellos optaron por dejar actuar a la música y que la historia quedara como un subtexto.

Foto: Difusión

El escenario era muy sencillo: de fondo, un gran telón partido en rectángulos de colores de tamaño y forma desiguales, entre Mondrian y Volpi, pero que luego, con los juegos de luces, revelaban unas versiones esquemáticas de banderas; adelante, dos sillas con una mesita en el medio reforzaban una idea de intimismo algo contradictoria con los miles de personas que llenaban el Velódromo.

Caetano Veloso y Gilberto Gil hicieron un espectáculo estrictamente guionado, en el que repasaron canciones compuestas por ellos en su productivo medio siglo de carrera musical, más algunas versiones de canciones en italiano y en castellano, un reggae de Marley y clásicos brasileños.

La “juntada” de esos dos monumentos vivos de la canción brasileña (y mundial) era apta para poner en juego una serie de cuestiones históricas (colectivas y personales). Pero ellos optaron por dejar actuar a la música y que la historia quedara como un subtexto. Fueron muy pocas las palabras habladas (en su mayoría por Caetano): un saludo discreto al público, el inevitable comentario sobre el frío polar, una única referencia a la antigüedad de “É de manhã”, que Caetano no recuerda si compuso en 1963 o 1964 y que es, entre las canciones propias, la más antigua del repertorio, expresamente yuxtapuesta con la más nueva, que es “As camélias do quilombo do Leblon”, que escribieron juntos ya en el correr de la gira e incorporaron al repertorio. Y luego de eso, nada más que instar a cantar estribillos de algunas canciones movidas. Antes de los bises, en los aplausos, un escueto intercambio de epítetos elogiosos: “Gilberto misterioso”, “Caetano das luzes”.

Hubo canciones hechas en forma individual por uno u otro, las hubo en que uno llevaba la posta y el otro apoyaba con voz y/o guitarra. En la mayoría de los casos cantaron juntos, casi siempre con un criterio João Gilberto (unísonos, o primero canta uno toda la canción, luego asume el otro y la canta entera de vuelta, como mucho agregando una segunda voz en el tramo final para rematar).

Fue una increíble oportunidad de escuchar versiones esqueléticas de temas que se conocen con una instrumentación frondosa, especialmente los más históricos (“Tropicália”, “Domingo no parque”). Pero mejor aun fueron los momentos en que uno descubría, condensado en sus guitarras y voces, un universo sonoro completo y suficiente. “É luxo só”, de Ary Barroso, fue trascendental: esos dos bahianos septuagenarios y eternamente jóvenes haciendo una versión tan vívida, tan vigente y tan presente, de un tema de un compositor mineiro de la vieja guardia que ellos conocieron como canción de bossa nova, era como la consagración de la nación brasileña en dosis concentrada. Y hubo mucho más de eso: por algo una buena parte del público se paró en los pasillos entre las sillas, a bailar. Gracias a su prestigio, Gil y Caetano supieron concentrar la atención del público para mostrar lo anestesiados que solemos estar con respecto a qué recursos materiales se necesitan para generar una música sobrecogedora, que te atrape, te posea, te lleve a mover el cuerpo junto con el alma.

Si la guitarra de Gil parecía el factor principal en eso, cuando Caetano hizo “Sampa” solito mostró que su guitarra, sin pretender competir con la del amigo, también tiene un swing excepcional. Esa versión fue parte de un núcleo de canciones con Caetano como protagonista. No ahorró nada de su voz espectacular, poderosa, intacta, que a su vez ponía en contraste el hecho algo triste de que la voz de Gil está bastante desmejorada desde hace ya algunos años. El desgaste biológico, sin embargo, no puede con la inteligencia de ese maestro en el uso de su herramienta, especialmente luego de calentar la garganta: esa sabiduría joãogilbertiana de dónde ubicar la sílaba, la consonante, para el máximo de gracia e interés rítmico. En “Não tenho medo da morte” sacó de su ronquera unos graves de ultratumba que llenaron el espacio sonoro del Velódromo, con el único respaldo de una percusión parca sobre la tapa de la guitarra. Y hacia el final metió unos falsetes muy penetrantes, avivando la energía rítmica de una seguidilla de canciones afrobahianas. Por algo fue que Caetano dejó para el final la sección dominada por Gil: nada puede competir con la fiesta que él es capaz que generar en un escenario.

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