Marinero sin carta de navegación - Semanario Brecha

Marinero sin carta de navegación

Adelanto del libro sobre Walter “Serrano” Abella de Daniel Erosa.

Portada del Libro.

Es blanco, de los indomesticables. Su pensamiento enraiza con el de Aparicio Saravia y el de Wilson Ferreira Aldunate, de quien fue amigo. Rescatista de la cultura rural e investigador por más de cuarenta años de la vida del matrero Martín Aquino, Abella nació en Treinta y Tres y se formó a influjo de los maestros, los escritores, los profesores, los pintores, la gente de teatro y los cantores que andaban por todos lados y se quedaban en su casa. Es periodista; su programa radial, dedicado a temas agropecuarios y que lleva casi cincuenta años al aire, le ha dado un prestigio y ascendencia sobre la gente de campo digna de toda envidia. El próximo miércoles 4 de octubre nuestro compañero Daniel Erosa presenta su libro sobre la vida de Abella en la Feria del Libro. Será a las 20 horas en el Salón Azul de la Intendencia de Montevideo. Están todos invitados.

Walter Abella emitió su primer sonido en la ciudad de Treinta y Tres el 18 de junio de 1942. El mismo día que nació Paul McCartney en Liverpool y que las tropas alemanas expulsaron a la infantería naval soviética del fuerte Máximo Gorki, en Sebastopol. Vivió su primera infancia en una chacra del barrio Sosa, un rinconcito sitiado por el Olimar y el Yerbal, tan bajo que apenas caían cuatro gotas se inundaba. Quedó huérfano de padre con sólo 6 años –a Marcos Abella lo mataron de un tiro en un lío de barajas en el boliche de Pizzorno– y al poco tiempo, con su madre, sus cinco hermanos y 14 perros viaderos que usaban para cazar zorros, se mudaron a una casa cerca del centro del pueblo.

De chico le gustaban la pesca, robarle miel a las lechiguanas y las peleas de gallos. Pero también le apasionaba leer. Así que fue natural que se volviera niño recitador en los tablados del Paco Bilbao, que lo bautizó “Serranito” y le pagaba dos refuerzos de chorizo por cada vez que subía al escenario. Sus precoces dotes actorales y su capacidad para la interpretación de poemas camperos le abrieron las puertas del microuniverso de cantores y poetas que asolaban sus pagos olimareños. […]

Se contactó desde muy temprano con el influjo del Olimar, los ranchos, los maestros, los escritores, los profesores, los pintores, la gente de teatro y los cantores que andaban por todos lados y se quedaban en su casa. Estuvo ahí cuando el legado de guitarreros como los Batalla, los Diogo y Telémaco Morales se juntó con la poesía de Lima, la claridad de Yupanqui, el talento y la sensibilidad del maestro Rubén Lena, de Óscar “Laucha” Prieto y de tantos otros que conspiraron para abrirle las porteras a la canción olimareña.

Ingresó a trabajar en la radio de casualidad, apenas cumplió los 18 años. Entre 1961 y 1968 comenzó a tomar conciencia de dónde estaba parado: lo que hacía “al aire” y todo lo que circundaba a la cultura popular podrían ser su vocación. En el 68 salió por primera vez en Radiodifusora Treinta y Tres el programa que mantiene hasta hoy en la Voz de Melo, Hora del campo, y se fue consolidando como una voz importante en el dial del Interior. Su ética periodística y su resistencia a la dictadura le hicieron ganar muchos enemigos, pero también el respeto de su audiencia. Le apasiona la política, pero tiene claro que en la vereda de enfrente al poder es desde donde se ejerce mejor la profesión. Dice lo que piensa sin medir consecuencias, y no es bienvenido en los círculos de mandamases por su condición de indomesticable. Hace culto de la honradez y plantea una cruzada metódica e irrenunciable por la libertad de expresión. Dice que la ética periodística no es un accesorio que se saca y se pone según sople el viento: “No soy un periodista de escuela, soy un marinero sin carta de navegación, fui eludiendo los témpanos a pura intuición. Me fui haciendo, y lo que aprendí me lo enseñó la gente”. […]

Es blanco. Fue amigo de Wilson Ferreira Aldunate y es admirador de su ideario hasta el día de hoy. Lo que no le evitó tener serias disputas de principios cuando su líder apoyó el voto a la ley de caducidad de la pretensión punitiva del Estado que consagraba los crímenes cometidos en dictadura. Se dice liberal, pero su pensamiento más hondo entronca en la histórica frase de Aparicio “nadie es más que nadie”. […] No cree en el libre mercado, al que define como “un invento canallesco, porque es la pelea de un oso contra un cristiano con un cuchillito capador dentro de una jaula. ¡No! Si las fuerzas son distintas, juez al medio. Para eso está el Estado. Dicen que el Estado no puede ser paternal, pero sí, es más, tiene que ser maternal, el Estado”.

Su propuesta radial, dirigida a la gente del campo, le ha dado una enorme popularidad, que choca en vivo con su timidez cuando la gente lo reconoce por la calle, o por donde ande, y lo viene a saludar, a sacarse fotos con él, a decirle que lo escucha todos los días, de toda la vida. […]

 Pobreza, no tristeza. —Vivíamos en una chacra cerca de la zona del arroyo Yerbal, a pocas cuadras de la desembocadura con el Olimar, en Treinta y Tres, en la margen derecha. Cuando el arroyo crecía, el agua nos lamía una pieza que le llamábamos la pieza baja, que era la que estaba más cerca de la orilla. Se anegaba apenas llovieran 50 milímetros. Había que levantarse en las noches de invierno si empezaba a llover porque debíamos ir a sacar las ovejas del monte para que no se ahogaran o las llevara la correntada. Todos nadábamos, nacimos encima del agua. Pero la oveja es el bicho más ruin que hay, había que empujarlas, se te daban vuelta, no querían cruzar… y teníamos que pasarlas antes de que creciera… Cuando volvíamos veníamos mojados, tiritando de frío, mamá tenía una fogata brutal en la cocina a leña y nos daba café negro para calentarnos… Ese ya era el tiempo de cuando quedamos solos con mamá. Nosotros quedamos huérfanos de padre en el 49, cuando yo tenía 6 años. Recuerdo muy poco de eso. Sé que llegaron de noche, y el Coco Rodríguez, que era casado con una hermana de mi padre, le decía a mamá: “¡Doña Inés, doña Inés, a Marcos lo mataron!” […]

Esa noche mamá lloraba y la casa era un revuelo. Me acuerdo de que yo no encontraba un zapato… tenía unos zapatitos de charol que precisaba para ir al velorio y había perdido uno… Esa angustia me acompañó un tiempo largo. Me acuerdo clarito de esa noche, pero de mi padre sólo tengo tres o cuatro recuerdos vagos. […]

Sentado bajo el alero de su casa, en una pequeña chacra situada en Rincón de Franco, en la zona de Los Avestruces, en Treinta y Tres, Mario Abella cuenta que su hermano menor “fue pícaro de chiquito y no había quien lo hiciera vestirse, andaba siempre desnudo. Había un camino para llegar a las casas que era todo de arena y ahí jugábamos carreras. A él le cortaban el pelo bien cortito y le dejaban un cerquillito. Y entre los hermanos hacíamos las carreras para reírnos de él. Porque con una mano se agarraba el copete y con la otra se pegaba en la nalga, como si anduviera a caballo. Siempre desnudo, y cambiaba de mano y se daba del otro lado. Terminaba con la cola colorada de cachetearse”.

[…]

Dice Serrano:

—Tengo una infancia casi perdida ahí: correr apereás con mis hermanos, matar lagartijas y robarle miel a las lechiguanas. Me acuerdo de Guillermo, un negro viejo que iba a pescar al Yerbal cuando estaba crecido. Negro con la cabeza blanca, debía de tener unos 90 años. Aparecía casi siempre después de la lluvia y me llevaba a pescar. […] Íbamos a la escuela del barrio Tanco; cruzábamos campo desde la chacra, íbamos con las zapatillas en la mano para no mojarlas con el rocío… éramos pobrísimos. Llegábamos a la escuela, nos lavábamos los pies y nos poníamos las zapatillas. Y a la vuelta repetíamos la operación. Andábamos descalzos para no gastar las alpargatas… Después nos fuimos al pueblo. […] Éramos seis hermanos y ninguno trabajaba. Y la pensión de papá demoró una eternidad. Yo iba al boliche de Jacinto Ramírez a comprar las cosas y cuando volvía mamá me preguntaba si el hombre me había dicho algo… Porque le debíamos seis meses, igual, y la cuenta la íbamos a pagar cuando saliera la pensión de papá, que no llegaba nunca.

[…]

También el peluquero les cortaba a cuenta de que saliera la pensión del padre. Mario lo recuerda como “un viejo podrido”, y Serrano asegura que le resultaba una experiencia desagradable ir a sentarse frente a ese espejo.

—Era de las humillaciones más grandes que viví. Estábamos en la mitad del corte y llegaba un cliente que pagaba al contado y el peluquero nos pedía que le dejáramos la silla al otro. Con la toalla puesta y el pelo a medio cortar teníamos que esperar ahí hasta que terminara con el otro. Y si caía más gente, igual, teníamos que esperar ahí hasta que se fueran todos. No sé cómo esas cosas no me lastimaron más, porque viéndolas a largo plazo… igual yo fui muy feliz en la niñez.

Quizás en esa sensación de felicidad tuviera mucho que ver la contención materna. La recuerdan como una gran madre, que fue madre y padre. Dice Mario: “Después mamá compró lentes para leer y también compró Sandokan, de Salgari. Me acuerdo de una escena que se repetía, que era ella leyéndonos y los seis encima de la cama grande escuchando. Si zumbaba un mosquito se sentía. Y mamá contaba algo o leía y a veces lloraba contando, se emocionaba. Y el Serrano es igual, heredó eso”.

[…]

Un día doña Inés decidió llevar a su padre, Román Palacio, y a su hermana Julia a vivir con ellos. Eran muchos para comer, y el abuelo cuando cobraba la jubilación, en vez de darle algo a su hija para ayudar a parar la olla, hacía un fueguito en el patio y se asaba unas chuletas a las brasas. Los hermanos Abella veían carne de casualidad, y en guiso, un pedacito para darle gusto. Y Palacio comía solo… se sentaba lejos del fuego y con una caña larga arrimaba las brasas. Cuenta Mario: “Un día Serrano lo pastoreó, se fue arrimando y esperó. Cuando el viejo dio vuelta la carne y se volvió a sentar, el Serrano manoteó una chuleta y empezó a correr hasta ganar la vereda. Iba tirando aquella chuleta de mano en mano porque se quemaba. Cruzó la calle y se metió en la casa de un vecino, Luis Tarán. Y el viejo Román atrás, revoleando la caña para castigar al ladrón. Ahí Tarán lo paró en seco: ‘No, don Román, cuando venga doña Inés que lo venga a buscar, pero usted no’”.

Serrano, a salvo, sin mucho apronte empezó a comerse el botín. Cuando Román se fue, don Luis, pícaro, se acercó a preguntarle cómo estaba la chuleta. “¡Buenaza!”, le contestó sin dejar de masticar. […]

Serrano, Pepe Guerra y Santiago Chalar.

 Bohemia, ranchos y cotorros. Pero no fue sólo la canción, el clima cultural que recuerdan los protagonistas –e incluso algunos creadores más jóvenes, como el escritor y docente olimareño Gustavo Espinosa– era motivador y contundente. Dice Espinosa, invocando su infancia: “Yo agarré de manera vívida y presencial algunos coletazos de todo eso porque Eustaquio Sosa se había criado con mi viejo y vivía pegado a la casa de mi abuela, o por Lucio Muniz, que iba a visitar a mi padre o a una tía con la que eran amigos. Hay toda una mitología sobre esa movida. De ahí surgieron Los Olimareños –el emergente que dio el paso a las grandes ligas de popularidad nacional e internacional–, pero ellos crecieron en un caldo de cultivo de muchos cantores, de gente que componía versos y canciones, un pueblo con tres elencos de teatro independiente, con peñas folclóricas, con el primer cineclub del Interior, con un fuerte movimiento en torno a la parroquia y a lo que se llamaba el Instituto Normal, que era el instituto de formación docente, al Museo de Bellas Artes… Eran todos centros de actividad que tenían interconexiones y que ejercían como polo cultural… Y existían también –eso me han contado amigos mayores– unos centros de bohemia muy importantes que se llamaban los ranchos, o los cotorros: La Vaca Azul, El Rebelde, el rancho del Nico… y otros”.1 […]

En su casa del barrio Yerbal de la ciudad de Treinta y Tres, una tardecita fría y húmeda del invierno de 2016, Bolívar Viana, editor de la revista cultural olimareña El mangangá amarillo, cuenta sobre la esencia de los cotorros: “No eran el Sorocabana del Olimar, era un fenómeno de mistura entre gente con formación intelectual y académica –la del centro–, con la del barrio y la que estaba más directamente relacionada con la parte rural. Esa confluencia dio frutos. Había varios personajes populares unidos con los intelectuales. En ese ambiente se crió el Serrano, era periodista radial y tenía mucha vinculación con el arte y con lo rural. Recuerdo que por el 62 se organizó una peña folclórica en la parroquia y fue la primera vez que vi a Los Olimareños cantando. Hacia poquito que habían comenzado, eran unos gurises. Yo estaba vinculado a la plástica, a la pintura, a la cerámica, con Cacheiro, que es uno de los referentes de esa época. Otra gente estaba más bien vinculada al rubio Lena, al Laucha Prieto… había todo un movimiento, una eclosión que venía perfilándose de antes. Pero había gente que no era de acá, que llegaba atraída, como el profesor Mancebo Rojas, de los años treinta, que movió mucho la cultura entre los estudiantes, hacía los famosos Salones de Primavera, y otras actividades. Fue el formador del Museo de Bellas Artes, que dicen que tiene uno los mayores acervos nacionales de pintura. En literatura teníamos a Serafín J García, Pedro Leandro Ipuche, antes, y sobre todo a Julio C da Rosa. Y había gente que escribía poesía y canciones, como Lucio Muniz, Eustaquio Sosa”.

[…]

Como si se tratara de un coro, los protagonistas afinan sus voces para narrar con distintas tonalidades y énfasis sus recuerdos y teorías sobre aquellos centros culturales.

Dice Serrano:

—Eran los lugares que teníamos los jóvenes, tipo el bulín. Pero no eran sólo eso, se comían asados, porotos, se leía cantidad, se tocaba la guitarra y se cantaba. Al rancho del Nico iba lo mejorcito de la literatura de Treinta y Tres. Fueron generaciones anteriores a la mía, yo no lo conocí, me llegaron sus señales. Contaban que era sin desperdicio. Se agarraban a discutir o a hablar el rubio Lena, Julio Macedo y Cacheiro y eran unas tertulias terribles. Eran amigos, y eran tipos con un nivel enorme. Era sin límite: política, literatura, música… Esos fueron reflejos fundamentales para mi formación.

Óscar “Laucha” Prieto: “Se unieron tres o cuatro círculos: la cultura universal que venía de Europa en los libros, la cultura campesina, la suburbana y la urbana. Se juntan todos en el liceo, se hacen amigos, y se vuelven poco menos que anarquistas, revolucionarios románticos que interceptan todos los partidos políticos. Esa unión de todos se trasladó a los cotorros, que era cualquier rancho, con el cuarto de baño lejos… La cultura suburbana es la prostituta, el peón, el ladrón, todo ese barrio que está entre la plaza y el campo, ese rancherío. Después está la plaza, el cúmulo del conocimiento de la época, la de la burguesía, y después Europa. El cotorro se llenaba de estudiantes y circulaban los libros. Leíamos todos los clásicos. En las paredes había cuadros pintados, poemas escritos. Ahí surge todo el movimiento cultural de Treinta y Tres. Profesores, abogados, maestros, músicos, compositores, plásticos, albañiles, gauchos… todos influenciados por los filósofos de la revolución francesa. En el cotorro leíamos en francés, porque los libros eran en francés. Se unió la clase dominante y los pobres, se terminaron las barreras y se transformaron todos en rebeldes… Así se armó ese estado de efervescencia, así nace todo el ambiente cultural”.

Motivados por ese viento creador, se le animaban a cualquiera. Hay un testimonio de Cacheiro que apareció publicado en El mangangá amarillo que resulta elocuente: “Qué vergüenza me da cuando pienso en el rostro que yo tenía en ponerme a dialogar con don José Bergamín. Ese viejo encontraba en los jóvenes como yo un ansia de conocer las cosas en su verdadera salsa. Y qué capacidad de comunicación tenía, qué sabiduría. José Bergamín, León Felipe, Nicolás Guillén, los tuve así, en rueda, conversando. Y yo con una incultura que ahora me da vergüenza”.

[…]

[José María] Obaldía sabe bien lo que eran los cotorros: “Los hombres jóvenes que conseguían trabajo alquilaban piezas… eran como el bulín de la calle Ayacucho. Un Primus, una olla, una sartén para hacer tortas y un par de catres. Se jugaba al truco, se charlaba, se cantaba. Era un centro social. Yo participé de uno que no fue ni cotorro ni pieza: el rancho del Nico. Ahí iban el Rubio Lena, el Flaco Ravelino, el Negro Lacuesta, uno que llegó a general, Doroteo de León, el Hijito Zabalegui, el Laucha Prieto, el Tranquilo Velázquez, el Garufa Gadea y muchos más. El Nico era un personaje increíble, ocurrente, lo llamaba el cotorro La Pulga. El vivía ahí solo, porque quedó huérfano con 16 años. El Garufa y el Rubito, que iban al liceo juntos, se reunían en el rancho del Nico para estudiar”.

[…]

Laucha también era habitué del cotorro La Pulga. “Al rancho del Nico iban todos. Tenía mucha habilidad para la respuesta rápida y era muy gracioso. El Nico se mezclaba con todos los intelectuales y se divertía diciendo disparates. Una vuelta estábamos en una reunión y me dice: ‘Tocate un opus, Laucha. ¿No te acordás de la versión número 5 de Chanel? Tocate esa’, y él ni sabía que era un perfume. Era el pícaro. Vivísimo.” […]

Laucha Prieto tiene recuerdos claritos de esa época –dentro y fuera de los cotorros–, fotogramas de una película en clave de realismo mágico olimareño. “Teníamos un guitarrista en el cotorro Snob Moskapop (que nunca supimos lo que quería decir), que le decíamos el Oveja. El rancho tenía un tirante anchísimo como viga, y el tipo dormía ahí. Cuando yo me iba me pedía que le dejara la guitarra. Se subía ahí con la guitarra y practicaba, pero aprendió a tocar acostado. Era zurdo. Y cuando queríamos que nos diera un concierto, como tenía que tocar acostado, le arrimábamos un banco largo, que le decíamos ‘el siete nalgas’, porque cómodos entraban sólo tres, el cuarto tenía que dejar una nalga en el aire.”

[…]

En esos ranchos donde se convocaba a sesiones de guitarra, regadas con caña y vino en damajuana, nutridas a fuerza de poroto negro o pucheros hechos con gallinas que robaban por el barrio (como reconoció el maestro Lena en una entrevista), se compusieron temas que fueron himnos del cancionero popular uruguayo. Serrano se crió en ese ambiente, en esos rituales fronterizos de creación, bohemia y pícara caballerosidad. Era amigo de todos esos personajes.

  1. En el libro Vivencias de un pasado, de Óscar Prieto y Beatriz Bustamante, figura un listado de ranchos y cotorros que funcionaron entre 1930 y 1970: El Pluma, La Pulga, Snob Moskapop, La Vaca Azul, Cotorro Asombrado, Cotorro del Nenito Molina, El Rancho Rebelde, La Caverna.

 

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