A menina canta - Semanario Brecha

A menina canta

El esperado estreno local de Marisa Monte se dio en un auditorio Adela Reta colmado, en tres funciones seguidas.

Marisa

La telonera fue Alfonsina, quien cantó acompañada únicamente de su guitarra.1 Pese a tener que hacerlo con la luz de sala encendida, mientras la gente todavía se estaba acomodando, logró acaparar la atención con su técnica vocal espectacular y su seguridad como guitarrista, que desplegó en tres canciones con elementos de tango, flamenco, blues, fox y vals. Es más, luego de escucharla, en términos estrictamente vocales la propia Marisa Monte quedó opacada, quizá porque no tenía la voz en su mejor estado (su registro más grave era casi inexistente). Por suerte el problema tendió a atenuarse en el correr del show, no porque ella recuperara sus graves, sino porque el programa pareció calculado para ir ganando cada vez más agudos (una forma de hacer que el repertorio “levante” mientras la garganta se calienta).

El espectáculo que vimos fue una especie de retrospectiva de los grandes mojones de su trayectoria. Por lo que ella contó, y si entendí bien, fue preparado especialmente. Cuesta creerlo, porque tanto los arreglos como la iluminación eran tremendamente elaborados. El espectáculo empezó totalmente a oscuras con “Infinito particular”, y únicamente en los estribillos un foco iluminaba puntualmente el rostro de la cantante. Recién durante la segunda canción se reveló su precioso atuendo: vestido rojo y flores también rojas en el pelo, mientras tocaba el cavaqui-nho; era como una versión depurada de esas cantantes latinoamericanas que solían actuar en casinos antes de la Segunda Guerra.

Ese juego entre lo juvenil de su actitud y su físico, y una cultura que asociamos a nuestros abuelos o bisabuelos, es uno de los encantos de Marisa. Se asocia con su postura respecto al canto, encarado como disfrute de lo melodioso, como vehículo para textos que comentan sentimientos personales y elementos cotidianos, y que podemos asociar a vetas más que centenarias de la canción brasileña –la de modinhas, serestas y valses–, que ella conecta, además, con el espíritu nuevaolero de la Jovem Guarda. Todo eso viene entreverado con canciones más evidentemente identitarias, como las tres piezas “históricas” del programa: “Dança da solidão”, de Paulinho da Viola, “Balança pema”, de Jorge Ben, y “A menina dança”, de Novos Baianos. Ella las canta sin ansiedad alguna de originalidad: las trata como clásicos, y se limita a mantenerlas vivas en su formato quizá inmejorable. En la tercera de ellas, aparte de los valores intrínsecamente musicales, era muy fuerte considerar que el guitarrista Pedro Baby –que hizo justicia en su acompañamiento a la endiablada guitarra del autor Moraes Moreira– es el hijo de Baby Consuelo (la cantante original), y que Dadi, el bajista, era quien tocaba en aquella grabación original de 1972.

Así como Marisa incorpora la tradición como intérprete, también lo hace como compositora. Un ejemplo notable es su delicioso samba “Quatro paredes”. Fue precioso oír, y además ver, con qué gracia maliciosa y juguetona, y con qué fineza, Marisa cantó ese tema en que explicita estar buscando la oportunidad para hablar con su interlocutor “en particular”, “cuatro paredes, yo, vos y Dios”.

Aparte de Dadi y Baby, actuaban el gran batero Marcelo Costa y el excelente percusionista Pretinho da Serrinha. Todos tocaban otros instrumentos, integrando un núcleo polifuncional gracias al cual prácticamente cada tema sonó como si fuera una banda distinta.

La fineza del concierto no pegó del todo con un sector del público metido en una disposición cholula de culto a la personalidad, agravada por un pesado afectado de descontroles hormonales que vociferaba cada diez minutos: “¡Te amo Marisa! ¡Sos maravillosa!”. Deseé tener poderes telequinéticos para deportar a esa gente a un show de One Direction en Ucrania. Pero, en fin, nada de eso logró estropear el vuelo de un espectáculo exquisito como pocos.

1. Este comentario se refiere a la primera función, del viernes 26.

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