Presupuesto: ¿por programas o a destajo? - Semanario Brecha

Presupuesto: ¿por programas o a destajo?

EL PASADO 16 de octubre se publicó en Brecha un retruque de Fernando Isabella a una respuesta que le realizara una semana antes en torno a un artículo suyo en La Diaria, titulado “El fetichismo del porcentaje”.

Su respuesta (afable y fraterna) propone: 1) construir el presupuesto educativo por programas, 2) discute la conveniencia de blindar el presupuesto, 3) problematiza el “by-paseo” institucional; 4) corrige una de mis afirmaciones y sugiere acuerdos. La lucha por el 6 por ciento sigue.

1. Fernando innova con respecto al primer artículo y dice “presupuestemos por programas”. Por lo que entiendo, hay dos interpretaciones posibles: a) propone hacer algo que ya se hace o; b) propone condicionar el aumento presupuestal en la lógica de financiamiento con base en resultados e incentivos.

Respecto de la primera, oponer al reclamo de un porcentaje del Pbi la presupuestación basada en programas es una falsa contradicción. Tanto la Anep como la Udelar elaboran su pedido presupuestal fundamentado en programas, metas, rubros de gasto, etcétera. ¿Piensa Fernando que el presupuesto elaborado por la Anep y la Udelar no está bien sustentado? ¿Que hay programas superfluos? Lo mismo sucede a nivel sindical. Existe un diagnóstico sobre los problemas educativos a resolver, y se entiende que para ello hay que modificar programas existentes y crear nuevos. Además, como los bajos niveles salariales y las necesidades de infraestructura son notorios, se entiende también que se puede mejorar la educación aumentando el salario, la cantidad de cargos y los centros educativos. Reivindicar un porcentaje del Pbi no sólo no niega lo antedicho, sino que es vital para aglutinar fuerzas sociales con intereses estratégicos en común pero con acentos diferentes en los detalles programáticos mínimos.

A lo anterior se puede objetar el miedo a entrar en la “gula” presupuestal de aumentos porcentuales del Pbi ad infinitum. La preocupación es pertinente, pero llegar al 4,5 por ciento llevó unos 15 años, y de no mediar saltos discontinuos, con los incrementos marginales de la actual ley de presupuesto a razón de un 0,1 por ciento del Pbi al año en promedio, llegaríamos al 6 por ciento del Pbi a partir de 2030, considerando todo el gasto educativo. Si hiciéramos el ejercicio sólo con la Anep y la Udelar, partiendo de un 3,81 por ciento, con la dinámica del presupuesto actual, creciendo a razón de 0,065 por ciento del Pbi al año, se llegaría al 6 por ciento en el año 2048. En ese contexto, hablar de “fetichismo del porcentaje” es de una cautela excesiva y desmovilizadora.

Respecto de la segunda, si lo que Fernando plantea es atar aumentos presupuestales a programas según resultados, la discusión cambia cualitativamente. De un tiempo a esta parte el discurso de numerosos políticos y analistas ha instalado el “sentido común” de que la educación no ha tenido resultados acordes a los aumentos presupuestales otorgados, desprendiéndose la necesidad de condicionar el presupuesto a metas. Al igual que otras tecnologías del paradigma de “la nueva gestión pública”, la aplicación de incentivos y presupuestos condicionados en la educación proviene del mundo empresarial y responde al objetivo de aumentar la productividad, en este caso, de los indicadores de “resultados educativos”.

El uso de este tipo de instrumentos tiene larga data a nivel internacional, particularmente donde las reformas neoliberales transformaron sus sistemas educativos hacia modelos de competencia. Asumen que las instituciones educativas compiten entre sí por fondos limitados y lo harán mejor si se las incentiva; así como presuponen también que los docentes son funcionarios burocratizados que, con base en cálculos de costo-beneficio, trabajarán mejor si son debidamente incentivados. Numerosos autores e investigaciones han demostrado los efectos nefastos de este modelo sobre la educación y la labor docente, que se ve distorsionada y reducida al entrenamiento para la aprobación de las pruebas de medición (“enseñar para salvar”).1

Además de alterar profundamente la naturaleza de la educación y la docencia, esta lógica oculta el hecho ineludible de que “la educación sola no puede”. Fernando cita en sus ejemplos de posibles programas la “falta de retención en secundaria”. Sólo para ejemplificar, tomando datos de la Encuesta Nacional de Adolescencia y Juventud (2013) y del Anuario Estadístico del Mec, podemos ver que: a) 35 por ciento de los jóvenes que abandonan la educación media, lo hacen porque comienzan a trabajar; b) 71,7 por ciento de los jóvenes entre 21 y 22 años del 20 por ciento más rico culminó la educación media superior, mientras que para el 20 por ciento más pobre este porcentaje se reduce a 11 por ciento. Por lo tanto, si bien la educación tiene mucho para aportar en el combate a la desafiliación institucional, sola no puede. Son necesarias también transformaciones profundas que combatan la desigualdad social. Presupuestar a destajo, en la lógica incentivos-resultados, podría ser muy contraproducente.

2. Otro de los argumentos que utilicé sobre la importancia de reivindicar el 6 por ciento del Pbi es que garantizar un porcentaje mínimo permite blindar el presupuesto ante las crisis, dado que la historia del siglo XX muestra que los ajustes presupuestales regresivos en la educación son más que proporcionales a la caída del producto. El proyecto de ley presupuestal actual es a dos años, lo que no es nada alentador. No obstante, a Fernando le preocupa que una baja del Pbi, manteniendo el 6 por ciento, implique una reducción del gasto en educación legitimada por los sindicatos. Por mi parte, entiendo que es absurdo que los sindicatos estén felices e impasibles ante reducciones salariales, pérdida de horas y cierre de centros educativos.2 Admitido esto, habrá quienes prefieran fijar el umbral mínimo menor al 6 por ciento por “prudencia fiscal”. Otros bregamos por el 6 por ciento y financiarlo con aumentos en la carga tributaria a los altos ingresos. Pero negar lo estratégico del blindaje garantizando un porcentaje del Pbi me parece falto de perspectiva.

3. Dado que compartimos que el anclaje institucional en la Anep y la Udelar es relevante porque si no se corre el riesgo de generar programas fácilmente desmontables, me detendré en los “grises”. Pienso que el Plan Ceibal es una política democratizadora fantástica para el acceso a un computador, pero vale preguntarse de todas formas su eficacia como política educativa. Trabajos recientes encuentran resultados relativamente magros en su impacto educativo, explicados entre otras causas porque el uso de las ceibalitas por los educadores no es extendido.3 ¿No será que al ser una imposición desde fuera y no estar enmarcada en un proyecto educativo compartido no se ha podido implementar bien? ¿No es éste otro problema del “by-paseo” institucional? Por último, el Ceibal es el mejor ejemplo de recursos para la educación no enmarcados en una discusión programática. De hecho, no formaba parte de la campaña del FA ni del programa cuando ganó las elecciones, y sin embargo, sin mediar discusión pedagógica alguna, se instrumentó. Dependiente del Ejecutivo de turno y sin gran apoyo docente, ¿qué esperar si asume un gobierno con poco interés en reducir la brecha digital? La discusión programática requiere hacerse preguntas incómodas.

4. Por otro lado, una infeliz expresión de mi parte da a entender que la productividad creció menos que la matrícula a nivel global. No es cierto, y lamentablemente desvía el debate sobre “el fetichismo del porcentaje”. Me caben culpas por haber sido impreciso. No obstante, con las fuentes citadas por Fernando se observa que en la Udelar la matrícula pasó de 18.610 en 1968 a 109.563 en 2012 (creció un 486 por ciento) y el Pbi aumentó un 210 por ciento (230 por ciento entre 1967-2013). Como realiza el cálculo con la matrícula global (Anep+Udelar), este efecto no puede visualizarse. Asimismo, cuando habla de la importante reducción de estudiantes por aula entre 1960 y ahora, se refiere a Primaria, con una matrícula que creció poco al tener relativamente altos niveles de cobertura en aquel entonces y escaso crecimiento demográfico. Evidentemente, las aulas superpobladas a las que hice referencia obedecen principalmente a los otros subsistemas. Parafraseando a Onetti, no alcanza con decir la verdad si “se oculta el alma de los hechos”.

Por último, Azar y Fleitas (2011)4 comparan el gasto en educación y salud de Uruguay con el de Argentina, Brasil, Chile, España, Italia, Canadá y Nueva Zelanda en el período 1900-2000. Encuentran que Uruguay fue el que menos incrementó su gasto en educación y salud conforme aumentó su riqueza. Salirse del conformismo implica también contextualizar las comparaciones históricas. Uruguay ha mejorado su presupuesto en estos rubros, pero en educación, además de arrastrar el rezago citado, sigue estando por debajo de estos países en la prioridad macroeconómica del gasto. Incluso seguimos estando en el 50 por ciento de los países del mundo que menos invierten en educación. Garantizar un porcentaje del Pbi de forma sostenida es condición necesaria para revertir dicho fenómeno.

A modo de cierre, cabe destacar que el debate sobre el modelo de país y el modelo educativo no deben darse aislados. Las preguntas pedagógicas sobre qué debe hacer la educación y qué no son sustantivas. Considerar las propuestas emanadas del Congreso Julio Castro y resistir reformas en la lógica “incentivos-resultados”, son tareas de política educativa de primer orden. También lo es pensar la educación de modo participativo con los colectivos docentes y estudiantiles, y no acusarlos gratuitamente de “corporativistas”. Reivindicar aumentos presupuestales en torno a porcentajes del Pbi no contradice la discusión programática, es su complemento necesario y unifica la movilización social para viabilizarla. Además, genera un blindaje básico contra las crisis. Mejorar los magros niveles salariales y condiciones edilicias es central y tan innegable como el aumento presupuestal de los últimos gobiernos, admitiendo su insuficiencia y la necesidad de hacerlos sostenibles en el largo plazo. Por lo tanto, reivindicamos el 6 por ciento del Pbi para mejorar la educación pública, sin fetiches.

1.     Henry Giroux (2012). La educación y la crisis del valor de lo público. Desafiando la agresión a los docentes, los estudiantes y la educación pública. Manuel Gil Antón (2014), “Dudo, luego insisto”.
2.     Además, implica que conforme se desmantela la educación los sindicatos predicen con precisión meridiana el Pbi (envidia de las mejores consultoras), dándose cuenta de que se mantiene el 6 por ciento y no declarándose en conflicto en consecuencia.
3.     “Profundizando en los efectos del Plan Ceibal” (2013), de investigadoras del Instituto de Economía.
4.     En “Dinámica de largo plazo del gasto público y del gasto social: Uruguay 1903-2000” fundamentan los países seleccionados.

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