Reforma sí, revolución no - Semanario Brecha

Reforma sí, revolución no

Aunque es verdad que el esfuerzo para erradicar el hacinamiento en las cárceles en la era progresista ha sido muy importante, está muy lejos de haber una revolución penitenciaria en curso, como al gobierno le gusta decir. Apenas hay una reforma, y bastante tímida.

Foto: Oscar Bonilla (archivo)

En los últimos 40 años Uruguay ha debido promover en tres oportunidades liberaciones más o menos selectivas de presos para desagotar un sistema carcelario que se había visto desbordado, o que estaba fuera de control y amenazaba con estallar, o ambas cosas al mismo tiempo. Una de esas liberaciones se produjo en plena dictadura.

Prácticamente ya nadie se acuerda, pero en 1977 el gobierno de facto dispuso a través del decreto-ley 14.753, del 29 de diciembre de ese año, la aplicación de un régimen especial de libertad anticipada, provisional o condicional para presos comunes, que se denominó “amnistía”, aunque técnicamente no lo era. Unos 260 reclusos se beneficiaron de esa medida, según datos que manejara años más tarde el senador colorado Pedro W Cersósimo, que en su momento había sido consejero de Estado de la dictadura. Resulta improbable, aunque no imposible, que tal régimen haya sido dispuesto por motivos puramente humanitarios. Lo más probable, en cambio, es que fuera empleado para descongestionar unos establecimientos penitenciarios seguramente desbordados en sus capacidades por el aluvión de presos políticos que la represión dictatorial produjo, sobre todo a partir de 1975.

En 1985, en plena primavera democrática, el Parlamento dispuso nuevamente, a través de la ley 15.743, del 14 de mayo de ese año, un régimen excepcional de libertad anticipada y provisional para presos comunes. Suele denominarse también a esto “amnistía”, aunque técnicamente tampoco lo fue. Sólo existe en la ley aprobada una disposición en ese sentido, para determinados procesados que tuvieran la calidad de primarios. De ese régimen excepcional se beneficiaron 473 presos en Montevideo y una cantidad indeterminada en el Interior. No hay que descartar que en esa oportunidad el régimen excepcional de libertad anticipada sí haya sido dispuesto por motivos humanitarios. Pero también es verdad que las cárceles estaban fuera de control (sobre todo Punta Carretas y Miguelete, que luego fueron clausuradas) y que esa situación potencialmente explosiva era insostenible en el tiempo.

Cuando el Frente Amplio llegó al gobierno en 2005 encontró un sistema penitenciario desbordado y nuevamente al borde del colapso. Para entonces la cantidad de presos se había duplicado con respecto a la que había en 1985. La izquierda declaró una situación de emergencia humanitaria en las cárceles y estableció un nuevo régimen excepcional de libertad provisional y anticipada, el tercero en la historia reciente del país. La ley 17.897, del 14 de setiembre de 2005, dispuso también un mecanismo de redención de pena por trabajo y estudio, y otras medidas de modernización y humanización del sistema. El total de liberados en esta oportunidad fue de 827 presos, 207 (un 25 por ciento) reincidieron, mientras que 118 incumplieron el régimen de vigilancia y retornaron a la cárcel, aunque no reincidieron en el delito.

En los años siguientes el país hizo un fuerte esfuerzo económico para erradicar el hacinamiento en las cárceles y dio impulso a una reforma penitenciaria. Ahora hay muchas más plazas en el sistema, pero también hay muchísimos más presos. La cantidad actual de personas privadas de libertad es el triple de la que había en 1985. El hacinamiento disminuyó mucho, aunque todavía existe. Sin embargo, ese no es el problema principal.

Al Ministerio del Interior no le gusta que se diga que en las cárceles uruguayas se violan los derechos humanos todos los días y a todas las horas, pero esa es la cruda realidad. En lo que va del año murieron ya 32 presos, en su mayoría de forma violenta, y hay más de 70 heridos. Las cárceles más grandes (Compen, Libertad, Las Rosas) son ingobernables, y algunos de sus sectores son verdaderas “zonas liberadas” donde impera la ley del más fuerte. El Estado deposita en esos establecimientos, como si se tratara de basura, al 70 por ciento de las personas privadas de libertad que existen en el país. En esos lugares la supervivencia cotidiana se rige por los cánones que imperan en la selva, en los abismos marinos o en los dominios entomológicos. Algunos presos y algunos policías se benefician de la situación, pero en general el sistema los embrutece a todos, los animaliza por igual.

Aunque es verdad que el esfuerzo llevado a cabo en estos años ha sido muy importante, está muy lejos de haber una revolución penitenciaria en curso, como al gobierno le gusta decir. Apenas hay una reforma, y bastante tímida.

Multas, diversas modalidades de suspensión de la pena, trabajo en beneficio de la comunidad: hay formas alternativas de castigo. No todas ellas son adecuadas para cualquier clase de crímenes y en algunos casos la cárcel es la única respuesta razonable. Pero es tan abrumador el consenso ideológico a favor de la cárcel, que, cada vez que se reclama discutir alternativas, se aduce (falsamente) que ellas no existen o que ya se sabe que no funcionan. Cualquier alternativa que se ensaye costará dinero, desde luego. Pero encarcelar gente tampoco es gratis. Y no son gratis tampoco las reformas penitenciarias. El país ha gastado mucho en ese rubro en los últimos años y, sin embargo, no se han conseguido grandes avances. El sistema se traga el dinero y tritura a las personas, pero, en cambio, no devuelve mayor rehabilitación de los infractores, menor reincidencia, ni más seguridad en las calles.

Cárcel o ausencia completa de castigo, cárcel o impunidad para el delito: esa es la alternativa falsamente dicotómica en la que se mueve la discusión del tema en el país.

Las alternativas al castigo carcelario no se discuten, pero no porque no existan, sino porque son parte de un temario que no le interesa a nadie: no le interesa al gobierno ni a la oposición, tampoco a los sindicatos, ni siquiera a las organizaciones cuyo discurso es de algún modo antisistémico, como aquellas que abrevan en las teorías del feminismo radical, que en su mayoría promueven el endurecimiento de penas para los delitos que les interesan. Esto último es clave: existe una sensibilidad social marcadamente selectiva frente al delito. Las organizaciones y agrupamientos de la sociedad civil reaccionan exclusivamente frente a las ofensas que les duelen. Es evidente que a las personas nos duelen las muertes y sufrimientos en forma diferencial: un hijo, un amigo, un vecino no significan para nosotros lo mismo que un desconocido, un extranjero, una persona que vive al otro lado del mundo. Ello está en nuestra naturaleza. Pero también está en nuestra naturaleza la capacidad de trascender las circunstancias emotivas inmediatas que impregnan los hechos de un significado particular e intransferible. Está en nuestra naturaleza la capacidad de formular juicios morales más generales y abstractos, la capacidad de discutir acerca de la justicia con independencia de nuestras circunstancias específicas.

Las cárceles son una inmundicia en todo el mundo. Y las cárceles uruguayas agregan su cuota de sordidez particular. La inmensa mayoría de los uruguayos, sin embargo, las considera una respuesta necesaria al delito y desestima la discusión de alternativas penales como si se tratara de una fantasía socialdemócrata nórdica, una excentricidad esnobista de gente que no tiene los pies en la tierra. Puede ser. Mientras tanto, el país acumula presos sin pausa. Cada tanto se produce una liberación extraordinaria, para que el sistema no colapse. También se construyen nuevas plazas. Pero los presos, no obstante, siguen acumulándose. Y todo empieza de nuevo. Más temprano que tarde las plazas vuelven a resultar pocas, el personal penitenciario también se torna insuficiente, las cárceles vuelven a estar fuera de control, etcétera.

Algún día habrá que incluir en el listado de los asuntos a discutir un nuevo punto: no ya la reforma del sistema, sino el cambio radical de rumbo.

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