Un conde en la Ciudad de los Reyes - Semanario Brecha

Un conde en la Ciudad de los Reyes

Poeta, narrador, dramaturgo, periodista, provinciano y mestizo que desafía a la estirada capital del Perú con su verba brillante y provocadora, muerto por un infortunado accidente a los 31 años, Valdelomar tiene todos los ingredientes de una leyenda.

Su nombre, naturalmente, no suena en estos pagos. Nos separa mucho más que la cordillera; hay un vacío de lazos culturales que los tiempos globalizados no han contribuido, pese a la alharaca en su torno, a disminuir.

Una pena. En ese agujero negro de no conocimiento, queda entre otros el nombre y la obra de Abraham Valdelomar (1888-1919). Poeta, narrador, dramaturgo, periodista, provinciano y mestizo que desafía a la estirada capital del Perú con su verba brillante y provocadora, amigo y colega de José Carlos Mariátegui, y muerto por un infortunado accidente a los 31 años, Valdelomar tiene todos los ingredientes de una leyenda. Algunos de sus poemas evocan, o más bien preanuncian, al Vallejo de “Poemas humanos”. Dice en “Tristitia”: “Mi infancia, que fue dulce, serena, triste y sola,/ se deslizó en la paz de una aldea lejana/ entre el manso rumor con que muere una ola/ y el tañer doloroso de una vieja campana”, y tiene uno de los remates más hermosos: “mi padre era callado y mi madre era triste/ y la alegría nadie me la supo enseñar”.

Dividía sus cuentos –considerados el primer eslabón de la narrativa moderna peruana–, en cuentos humorísticos, cuentos chinos, cuentos criollos, cuentos incaicos, cuentos yanquis, cuentos fantásticos, cuentos exóticos y un cuento cinematográfico. Sus ensayos respondían a temas y títulos como “Psicología del cerdo agonizante”, “Psicología del gallinazo”, “El estómago de la Ciudad de los Reyes”, “Literatura de manicomio”, entre otros. Se hacía llamar, o firmaba, además de con su nombre, como Conde de Lemos y Val-Del-Omar, y lo apodaban, los amigos, el Dandy, por su vestimenta atildada, y por sus improvisaciones y galanterías en el Palais Concert, el café que reunía a los intelectuales limeños, y Zambo Caucato, por su piel oscura y su origen provinciano, sus numerosos enemigos.

Y cómo no tener enemigos, cuando en sus crónicas y reportajes periodísticos el estilete de Valdelomar –que además fue militante y agitador universitario– llegaba a cumbres de saña tan barrocas como demoledoras. Víctor Hurtado, otro escritor peruano brillante aunque insiste en presentarse sólo como corrector, destaca cómo la obra periodística de Valdelomar es una “risueña demolición de los héroes de la oligarquía y del militarismo”. Y adjunta algunos ejemplos: “Alguno de nuestros coroneles, por medio de la transmigración, llegará en otra vida a ser favorito del público. Alcanzará, como caballo, triunfos que nunca alcanzará en su papel de hombre. Es la ley de las compensaciones. ¿Te imaginas, Mercadante, a nuestro coronel corriendo el Derby en Londres por causa de la transformación metafísica de la sustancia?”. Los políticos, a los que auscultaba diariamente como cronista parlamentario, tampoco se salvaron de su malvada prosa: “[el diputado Alberto Salomón] es más indispensable en Palacio que la silla de Pizarro”; “hasta hace poco, el señor Changanaqui era el curaca de Huacho. Su tipo era precolonial. Con su color de olla nueva, parecía una cerámica del museo. Sólo le faltaba su tarjetita con la fecha del hallazgo para pasar por una autoridad del inca”; “[el diputado Jorge Corbacho] siempre estuvo con el gobernante, sea quien fuere. Siempre por las inmediaciones de la casa de Pizarro y la cercanía de las Cámaras. Si fuera tranvía, su letrero se presume Palacio-Inquisición”; [el diputado Secada es] mezcla de jacobino, de girondino y de gramófono sin regulador”; “Con su aspecto de ratón intranquilo, el señor Garrido Lecca, que parece un comprimido de longevidad, era todo oídos”; “El señor Eléspuru parece una virgen prerrafaelista después del parto y en éxtasis”.

Para Hurtado, alguien que murió tan pronto que dejó toda su obra esperándolo, habría terminado siendo “la suma de Oscar Wilde y Abraham Valdelomar”. Para los (pocos) periodistas de la prensa escrita que quieren seguir siéndolo, no estaría nada mal leer aValdelomar, para abrevar del placer y la locura del lenguaje que no les deberían estar vedados.

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