Volviste, cabezón - Semanario Brecha

Volviste, cabezón

Este cabezón, antepasado del cabezudo, retornó junto a 119 gemelos que abrieron el desfile inaugural del Carnaval 2013, gracias a la manualidad rescatista de Gabriel Nieto, coordinador artístico del programa Tablado de Barrio, del Museo del Carnaval.

Cabezón no es lo mismo que cabezudo.

—No, el cabezudo que conocimos todos de niños es una estructura bastante alta, en general de mimbre, aunque también podía ser de hierro o cañas, que va apoyada en los hombros de quien la transporta y al que le vemos sólo los pies; queda cubierto por la gran cabeza y una tela colgante, provista de “ventanita”. El cabezón, en cambio, es anterior al cabezudo, aparece en nuestros carnavales a principios del siglo XX y es una cabeza grande que permite, a quien la lleva, liberar el cuerpo y las manos. La propuesta estética también es diferente, el cabezudo suele tener una expresión dura y hosca, porque su función es asustar; el cabezón, en cambio, intenta despertar buen humor. Los pobres cabezudos pasaron de asustar niños a tenerles pánico; los pateaban, les metían todo tipo de objetos por la ventanita, los cegaban con espuma, los hacían caer, en fin, eran objeto de violencia desatada. Los cabezones, sin embargo, asombraron tanto a los niños con su independencia corporal y capacidad de juego, que la alegría y la interacción fluyeron en paz.
¿Cómo surgió la columna de 120 cabezones?
—Hacía tiempo que, junto a amigos que cultivan distintas artes, teníamos ganas de recuperar la tradición plástica vinculada al Carnaval, desde carros alegóricos hasta cabezones, cuyo auge, como te decía, tuvo lugar a inicios del siglo XX. Hay fotos del Centro Municipal de Fotografía de 1917 y años siguientes, donde junto a un carro alegórico tirado por caballos aparecen cuatro, cinco, seis cabezones con vestuario “típico” y aspecto de personajes de Peloduro. Nuestra aspiración conectó, en 2013, con dos iniciativas del Museo del Carnaval: trabajar el segmento destinado a las reinas del desfile inaugural, y recuperar a los cabezones en clave contemporánea. Hicimos moldes de dos cabezas, hombre y mujer, y de ellos sacamos de niña, niño, abuelo, abuela, cuatro generaciones que pincelamos con tres colores, blanco, negro y mestizo, simbolizando el crisol de razas. En el vestuario procuramos conservar la onda “retro”, para homenajear la época que acunó a estos personajes; ahí tallaron las virtudes de la realizadora de vestuario Tatiana Ruiz. Y para las reinas elaboramos un carro dividido en dos pisos, uno alto, dedicado al glamur de la realeza, y otro inferior, underground, donde un DJ iba pasando música para el pueblo. Varios cabezones acompañaban el carro a pie, unos con lentes negros de guardaespaldas, otros “de civil”, otros de skaters, en fin, fue muy divertido, para nosotros y para el público.
¿Tu formación como artista plástico?
—Egresé del Instituto Escuela Nacional de Bellas Artes. Un año, con el actor y titiritero Gabriel Macció, planteamos al Museo del Carnaval la idea de trabajar carros alegóricos a partir de la estética de íconos de la pintura uruguaya, como Solari, Cúneo, Gurvich. El museo aceptó, comenzamos con Solari y a la etapa de realización la encaramos con el grupo de artistas plásticos 3 y Cuarto, que integraban Javier Freire y Gabriela Perrone. Ese mismo año, 2007, el museo me pidió que coordinara su proyecto de decoración de escenarios populares de Carnaval, que con el título Tablado de Barrio lleva ocho años de intensa vida, porque los barrios no han dejado de apropiárselo con el trabajo voluntario de miles de personas. Hicimos, entonces, el carro inspirado en Solari, al que llamamos “La barca de no sé”, luego “Las lunas de Cúneo”, y quedó pendiente el dedicado a Gurvich, porque el proyecto fue suspendido.
Por falta de recursos.
—Sí, era una actividad costosa a distintos niveles, y el Museo del Carnaval no podía financiarla con presupuesto propio; funcionó mientras tuvo espónsores que la apoyaron.
Por qué dejaron de apoyarla.
—Por nada en particular, simplemente reorientaron sus intereses hacia otras áreas del museo.
¿Qué te aportó la investigación sobre los cabezones?
—Más bien fue una indagación práctica, no teórica. Y una de las mejores cosas que me aportó fue conocer a Lorenzo Roldán, histórico hacedor de carros alegóricos que debe andar por los 80 y pico. Lo encontramos en su salsa, en el anfiteatro del Monte de la Francesa, en Colón. Ese es otro lugar que ejemplifica lo que puede el cariño de la gente por lo que siente propio, porque lo iban a demoler y los vecinos no sólo impidieron la demolición sino que lo transformaron en uno de los más confortables escenarios populares del Carnaval montevideano, techo incluido. Bueno, Roldán estaba allí haciendo de las suyas, trabajando honorariamente para el tablado. Charlamos sin tiempo, le pregunté por los cabezones y no recordaba haber conocido a ninguno; igual que la murga, y los gigantes, son expresiones artísticas que vienen de España, donde sí investigaron el tema. En general aparecen asociados, allá, a festividades y ceremonias religiosas.
¿Asociados al pecado?
—No, como simples cristianos (sonríe, estamos en Carnaval).

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