En los años setenta, muchos cantantes españoles ya pasados de moda se refugiaban en el mercado latinoamericano. Solían pertenecer al subgénero denominado indistintamente “canción melódica”, “canción romántica” o “canción ligera”. A su llegada a Latinoamérica eran recibidos por decenas de fotógrafos y periodistas, a quienes contaban la fábula de una fama que hacía tiempo que había desaparecido o que simplemente nunca existió. La mayoría eran baladistas de segunda o tercera fila. En aquellos tiempos, sin Internet ni televisión por cable, el relato era prácticamente imposible de contrastar y, a decir verdad, los medios tampoco estaban muy interesados en hacerlo. Preferían surtir de referentes extranjeros a una frágil clase media colonizada culturalmente que ansiaba a toda costa diferenciarse de unas mayorías populares invisibles para el sistema.
El aterrizaje de Felipe González en Venezuela el pasado domingo recordó al de aquellos artistas. La prensa de derecha –lo que equivale a decir la práctica totalidad de la prensa venezolana– lo saludó como “campeón de la democracia”. Las informaciones lo sitúan como un actor político principal en la escena española actual, con una influencia similar a la de Mariano Rajoy. Ojeando las crónicas que se publicaron en estos días en Venezuela, el lector tiene la sensación de que la política española sigue capitaneada por el ex presidente socialista del gobierno. Da la impresión de que España continúa en los ochenta.
Otro rasgo que destacó la prensa opositora fue su supuesta dilatada trayectoria en defensa de los derechos humanos. Aparte de fundadas sospechas sobre su responsabilidad en el terrorismo de Estado de los Gal, lo cierto es que ni como presidente ni en la actualidad Felipe González se ha destacado en esa tarea. Si así fuera, cabría preguntarse por qué no se ha interesado por los 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos, por los 5,3 millones de refugiados de la vecina Colombia, el segundo país del mundo con más desplazados después de Siria, o por la situación del Marruecos regentado férreamente por Mohamed V como antes lo fuera por el íntimo amigo de Felipe, el rey Hassan II. En lugar de eso, sus esfuerzos en los últimos años se han centrado en asesorar a la multinacional energética Gas Natural Fenosa desde su consejo de administración, cultivar la amistad de empresarios como el mexicano Carlos Slim, segunda fortuna del mundo según la revista Forbes, o convertirse en conferenciante de tarifa millonaria.
Si Felipe González decidió asesorar simbólicamente a los presos Leopoldo López, Daniel Ceballos y Antonio Ledezma no fue por motivos humanitarios, sino por la comunión de intereses económicos, políticos e ideológicos que mantiene con las elites venezolanas. Por eso en ningún momento se anunció un encuentro suyo con el Comité de Víctimas de la Guarimba (venezolanismo para designar las actividades de agitación callejera). Este comité aglutina a cerca de 300 familiares de personas asesinadas en aquellos turbulentos meses de 2014, cuando López, Ceballos y Ledezma, entre otros, llamaron a desestabilizar el país hasta que Nicolás Maduro renunciara. De los 43 asesinados, siete lo fueron por disparos atribuidos a las fuerzas de seguridad, por lo que más de una veintena de policías permanecen detenidos a la espera de sentencia. Los 36 restantes murieron por causas no atribuibles a la actuación policial y, en algunos casos, directamente por la acción de los manifestantes: no menos de una decena de agentes asesinados; 11 personas a las que les dispararon cuando intentaban desmantelar una barricada para acceder a sus domicilios; varios motociclistas decapitados por alambres tendidos de lado a lado de la calle…
Sin embargo, la derecha se arroga la representación de las 43 víctimas, las caracteriza sin matices como jóvenes estudiantes que pedían libertad, y culpa de todas las muertes al gobierno de Maduro, con la anuencia acrítica de cancillerías e instituciones internacionales y el respaldo unánime de la prensa mundial. Esta manipulación interesada, y el subsiguiente agravio en el apoyo internacional, fue lo que la esposa de un policía asesinado le reprochó a Lilián Tintori, mujer de Leopoldo López, en un encuentro fortuito en la reciente Cumbre de las Américas. La conversación fue ocultada al público por la mayoría de los medios, tanto de dentro de Venezuela como de fuera.
Antes de arribar a Caracas, Felipe González ya sabía que no podía asistir jurídicamente a Leopoldo López, al no cumplir los requisitos que exige la ley venezolana, empezando por la colegiación (al igual que un letrado de Venezuela no puede ejercer en España sin ciertos trámites). Su regreso apresurado el martes 9 fue, siguiendo con el símil musical, un playback malo por previsible, repetitivo y poco original. En todo momento lo único que ha importado es ocupar tiempo informativo, prescindiendo de la calidad de la pieza interpretada.
Lo que no captan estas construcciones político-mediáticas interesadas es que la Latinoamérica del siglo XXI no es la de los años setenta. Sus pueblos ya no están dispuestos a escuchar la triste balada de un intérprete de medio pelo llegado del otro lado del océano y prefieren componer ellos mismos su propia música. Más allá del reducido círculo de sus fans incondicionales, la visita de la supuesta superestrella Felipe González no fue recibida con rechazo por parte de las mayorías sociales, sino con algo mucho peor para cualquier artista que se precie: la indiferencia. n
* Periodista español residente en Caracas. Tomado de www.publico.es, por convenio.