Ni gato negro ni gato blanco - Semanario Brecha
A propósito de «La verdad y vigencia de la ciencia (aunque mercantilizada)», de Álvaro Díaz Berenguer

Ni gato negro ni gato blanco

En la discusión que no ha tenido lugar sobre el desarrollo de la pandemia en Uruguay y sus diferentes aspectos, entre ellos, especialmente, la relación entre los efectos provocados por el coronavirus y las medidas adoptadas por el gobierno desde el 13 de marzo del pasado año, vio la luz un texto sobre el asunto en cuestión, publicado en este semanario el 22 de enero, cuyo autor es el (re)conocido médico Álvaro Díaz Berenguer, seguido no sólo por las, en general, interesantes columnas que, cada tanto, se imprimen en la páginas de Brecha, sino también, y sobre todo, por una serie de libros en los que el autor analiza el poder médico y la necesidad de humanizar la medicina.

Ha sido una marca registrada de aquellos que defienden y/o están más o menos de acuerdo con el discurso más extendido sobre lo que viene ocurriendo con la covid-19 (discurso hegemónico, «ortodoxia covid», etcétera), la descalificación de las posiciones críticas, fácil y linealmente enjuiciadas como «negacionistas» (Brecha mismo ha sacado un artículo sobre los «negacionistas», un ataque que, una semana después de su publicación, fue contestado, aunque, a mi juicio, débilmente, por Marcelo Marchese) o «conspiranoicos» (otros nombres también han sido utilizados). En la misma línea, recientemente La Diaria hizo lo propio con un artículo del antropólogo Álvaro Chávez (del 28 de enero), quien se despachó a sus anchas sobre las maldades y los deméritos (casi como para incluir en la foja funcional de cada «disidente») de este discurso crítico, artículo convenientemente contestado por Fernando Andacht en la edición del 1 de febrero de 2021.

Díaz Berenguer propone una tesis tan simple como superficial, basada, en parte, por ejemplo, en la crítica a dos personas (los doctores Mario Cabrera y Chinda Concepción Brandolino, de Uruguay y de Argentina, respectivamente) que representarían, sinécdoque mediante, lo más abyecto de la posición atacada, como si ambas personas fueran, en efecto, portavoces o lugartenientes del discurso que cuestiona al «discurso oficial», y la defiende con una acalorada enjundia que se confunde con los argumentos que debería exponer con mayor claridad y exhaustividad. La tesis sostiene que, a pesar de los intereses espurios, oscuros y hasta siniestros que la rodean y que pueden llegar a hacer de ella una herramienta para el beneficio inmoral de unos pocos en perjuicio de la mayoría de la población mundial, la ciencia es una institución en la que podemos y debemos confiar, porque, entre otras cosas, es la ciencia que tenemos y que ha mostrado sobradamente servir a los intereses de la humanidad, erradicando enfermedades y un largo etcétera incuestionable: «Para quienes mantenemos posturas de izquierda, el enemigo no radica en la investigación científica y en el saber que emana de ella, sino en la estructura social que permite que la ciencia se transforme en una herramienta de dominio inmoral». ¿Pero la producción de las vacunas y su comercialización no están mostrando que es bastante difícil separar la paja del trigo, al menos en este punto en particular de la pandemia? ¿Y pensar la manera en que la estructura social afecta a la producción científica no es una forma de «pensamiento de izquierda» o, al menos, de las posturas de esta lateralidad?

En cierto sentido, con la tesis que defiende en este artículo, Díaz Berenguer borra con el codo lo que ha escrito con la mano, en la medida en que «humanizar la medicina» puede querer decir, también, reflexionar sobre la relación intrínseca entre la ciencia y el contexto de su ejercicio. Así, en el planteo del articulista, proponer la ciencia al margen de sus usos inmorales y de su mercantilización (una ciencia pura, casi desprovista de la humanidad de quienes la hacen) parece una «deshumanización», en la medida en que implica desligarla abruptamente de las personas que la practican y de sus intereses (los conflictos de intereses en los que se ven envueltos o que ellos mismos provocan para beneficio personal). En suma, en el planteo de Díaz Berenguer, todo parece funcionar como si la ciencia se creara y desarrollara sola, sin la intervención de la mano humana, como si efectivamente pudiéramos hablar de una Ciencia con mayúscula, intocada por los defectos (digámoslo con esta palabra) de los científicos y quienes los rodean, lo cual no implica ni su negación ni la sospecha sistemática sobre lo que ella produce. Hay cosas y cosas, y hay contextos y contextos.

La tesis de Díaz Berenguer presenta un problema desde su propio planteo: es una tesis que polariza falazmente, que no admite puntos medios o diferentes a los que ella misma define; reparte las cosas en dos lados o bandos, lo que ya abona el terreno para el razonamiento descalificador, para el juicio categórico y taxativo sobre el posicionamiento en uno de los dos lados en disputa, problema que ya se advertía en la cita anterior: «Para quienes mantenemos posturas de izquierda», señalaba el articulista, lo que sugiere que la reflexión que une la ciencia a la estructura social que la permite parece ser de derecha o de otra cosa que no es izquierda, algo indefinido e innominado, eventualmente asimilable a algo como una anti, contra o des-izquierda. Sabemos, entonces, como ya se oía desde el inicio del texto de Díaz Berenguer, que de este posicionamiento se llega sin escalas a la calificación de negacionistas de quienes sospechan de la ciencia (sospecha legítima, ejercida sobre múltiples aspectos de la investigación científica), en cualquiera de los contextos sociales en que esta se ejerza, aun cuando las sospechas tengan fundadas razones, apoyadas en científicos cuyas investigaciones han dado pie para el ejercicio de la crítica.

Este modus operandi del articulista se repite a lo largo de todo el texto; de hecho, es el punto central, el baluarte de la argumentación, puesto que en él se sostiene buena parte del razonamiento de Díaz Berenguer, quien siempre parece propenso al derrape retórico, al dislate discursivo. Así, en la misma línea criticada nos topamos con el pasaje que sigue: «Si bien Médicos por la Verdad de Uruguay manifiesta que es “un grupo de profesionales de la salud y la atención médica que no representa ninguna ideología política ni religiosa”, algunos de sus representantes tienen actividad política evidente». ¿La idea misma de unos «Médicos por la Verdad» entra en peligro por la existencia de algunos participantes que «tienen una actividad política evidente»?, es decir, ¿la existencia de una Verdad que se contrapone a otra Verdad pierde su legitimidad en tanto expresión que nombra, precisamente, el ejercicio de la crítica antes que un conjunto de personas específicas, con tales y cuales «prontuarios»? Pienso que no (aunque algunas opiniones en particular puedan ser rápidamente desacreditadas), porque el punto es otro: la Verdad de estos Médicos (todos, muchos o algunos) concierne al problema que Díaz Berenguer rehúsa discutir, así como aquellos otros (médicos, científicos, políticos y periodistas) se afanan por hablar de los datos objetivos, de los modelos matemáticos, etcétera, y se ufanan, en algún caso, de ello. Y añade el articulista: «Este grupo de médicos que se reúnen como portadores de la “verdad” se basa en una serie de preconceptos [¿cuáles?] sin ningún arraigo científico, por lo que no cumplen con el mandato ético ni legal que los rige». ¿Cuál es el «arraigo científico» de Díaz Berenguer, apenas explicitado bajo un despliegue discursivo que incurre en falacias burdas, que no integra las voces «disidentes» que no se ubican en el extremo del arco calificado fácil y cómodamente de negacionista?

Y llegamos así al momento culminante del análisis de Díaz Berenguer, que no elude, como vimos, la polarización como estrategia retórica de alto impacto, el planteo de las cosas en términos de blanco y negro, como si su lectura fuera una copia fiel de la realidad y, por lo tanto, no cupiera más que aceptarla, tal como el propio articulista lo plantea: «El enfrentamiento entre los deseos de inmortalidad y la realidad inexorable de la muerte a la que expone la pandemia, tanto en estos momentos como en el pasado, se resuelve a través de dos caminos posibles: o se acepta la información que muestra el riesgo al que estamos expuestos o, por el contrario, se la desmiente, utilizando para ello variadas explicaciones, por lo general basadas en la intuición de la existencia de intereses ocultos, en conspiraciones».

Aquí, entran en juego los «conspiracionistas», «conspiranoides» o «conspiranoicos» (¿serán todos lo mismo?) utilizados como ejemplos de sinécdoques (viejo ardid de una retórica simplista): ellos valen por la totalidad de la «disidencia» y, por ende, se constituyen en el patrón de la medida y la valoración de la disidencia como «negacionistas-conspiracionistas…», cuyo pensamiento paranoico responde a una realidad mágica, distorsionada por la ruptura de su principio de realidad. Y, como si fuera poco, como si a Díaz Berenguer no le alcanzara con postular que la razón más razón de todas (la Razón misma) está de su lado y del lado de nadie más (a menos que piense como él), concluye: «El covid-19, y esto hay que decirlo con contundencia, es mucho más contagioso y mata mucho más que el virus de la gripe. Ningún médico puede hoy dudar de esta afirmación, pese a que exista todo tipo de intereses en juego en el entorno».

* Doctor en Lingüística.

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