La Autoridad Palestina y la represión en Cisjordania - Semanario Brecha
La Autoridad Palestina y la represión en Cisjordania

Una colaboración eficiente

El régimen creado por los Acuerdos de Oslo y sostenido por Israel enfrenta una oleada de protestas por el asesinato del opositor Nizar Banat. En juego está su legitimidad como garante de la ocupación.

Manifestantes palestinos protestan en Hebrón por el asesinato de Nizar Banat Afp, Mosab Shawer

A las 3.30 de la madrugada del jueves 24 de junio, unos 25 efectivos uniformados, enmascarados y fuertemente armados irrumpieron en una vivienda palestina en el pueblo de Dura, al suroeste de Hebrón, en la Cisjordania ocupada. Tras derribar la puerta y romper varias ventanas, los efectivos se abalanzaron sobre el activista Nizar Banat, de 43 años, le echaron gas pimienta en la cara y lo golpearon brutalmente; después lo metieron en un vehículo y se lo llevaron con rumbo desconocido. Un par de horas más tarde avisaron a su familia que su cuerpo estaba en la morgue de Abu Dis, en las afueras de Jerusalén. El resultado de la autopsia preliminar indicó que Banat había sido severamente golpeado en la cabeza, el pecho y el cuello, y tenía fractura de costillas y sangre en los pulmones, según anunciaron al día siguiente en conferencia de prensa los portavoces de la Comisión Independiente de Derechos Humanos y de la organización Al-Haq.

Este modus operandi, habitual entre las fuerzas israelíes en Cisjordania, correspondió esta vez, sin embargo, a las fuerzas de seguridad de la Autoridad Palestina (AP). De todos modos, sus miembros no podrían haber entrado al lugar donde estaba Banat –en el área C cisjordana, donde la AP no puede operar, según los Acuerdos de Oslo– sin la autorización y coordinación previas con Israel. Un operativo de esa magnitud tampoco podría haberse llevado a cabo sin la aprobación del ministro del Interior y primer ministro de la AP, Mohamed Shtayé y, por supuesto, de su propio presidente, Mahmud Abbas.

Nizar Banat era un crítico acérrimo de la AP. Hacía meses que posteaba en Facebook videos en los que arremetía contra Abbas y contra miembros de su gabinete, a quienes acusaba de corrupción y de coordinación con Israel para perseguir a la disidencia palestina. La semana de su asesinato había publicado una grabación en la que criticaba duramente al ministro Shtayé por un escandaloso intercambio de vacunas: el 18 de junio se había anunciado oficialmente que la AP aceptaba recibir de Israel más de un millón de vacunas Pfizer contra el covid-19 que estaban a punto de expirar. A cambio, la AP le daría a Israel una cantidad equivalente de vacunas nuevas que esperaba recibir en los próximos meses. La indignación generalizada que la noticia provocó en la sociedad palestina llevó a Abbas a cancelar el acuerdo a las pocas horas de que se hiciera conocido.

Banat ya había sido detenido ocho veces por la AP; la última, en noviembre de 2020. Exmiembro de Al Fatah, había fundado el partido Libertad y Dignidad para postularse a las elecciones legislativas del 22 de mayo. Cuando Abbas anunció, en abril, que suspendería esos comicios por tiempo indefinido, Banat escribió una carta a la Unión Europea en la que le pedía que cortara su ayuda económica a la AP. Su casa, donde se encontraban su esposa y sus cinco hijos, fue baleada y atacada el 2 de mayo con granadas de estruendo y gas lacrimógeno. Banat acusó a Al Fatah de estar detrás del ataque. Desde entonces, se había instalado en la casa de su primo, de donde finalmente fue secuestrado el mes pasado.

El abogado Muhannad Karajah diría luego a Middle East Eye que el activista le había confiado que estaba recibiendo amenazas de muerte de los servicios de inteligencia, concretamente de Iyad Rayan, el número uno de Al Fatah en Hebrón. La exigencia de los servicios era clara: que parara con sus críticas a la AP. Cuando trascendió su muerte, Shtayé anunció una investigación oficial sobre lo sucedido, pero la familia de Banat y los grupos de derechos humanos reclamaron, en conferencia de prensa, que la indagatoria fuera independiente, externa a la AP: «Queremos saber quién tomó la decisión de asesinarlo y quién la ejecutó, y que ambos sean castigados».

LA REPRESIÓN

El asesinato desató una ola de protestas en Cisjordania. «El asesinato de Banat es la punta del iceberg que esconde una montaña de corrupción y la ausencia de autoridades electas. Queremos una reforma política total», dijo a la prensa el manifestante Esmat Mansur durante una de esas manifestaciones. Desde finales de junio se suceden marchas que exigen justicia, reclaman la renuncia de Abbas y enfrentan una represión brutal. En Ramala los policías de la AP lanzaron granadas de estruendo y gas lacrimógeno, usaron pistolas Taser, apalearon severamente a manifestantes y periodistas. Agentes vestidos de civil y fuerzas de choque de Al Fatah se ensañan especialmente con quienes filman la represión: arrebatan teléfonos y cámaras, insultan, amenazan y arrestan a decenas de personas.

Las organizaciones feministas palestinas han denunciado el carácter sexista de esta represión: las mujeres son arrastradas, golpeadas con palos y amenazadas de violación; los agentes las llaman «putas» por estar en la calle y usan fotos extraídas de sus teléfonos confiscados para atacarlas en una página de Facebook.

La misma brutalidad policial y parapolicial se había vivido en Ramala el 10 de junio, durante una manifestación convocada para «levantar las sanciones sobre Gaza»: como en otras ocasiones, la AP ha dejado de pagar a Israel la electricidad de la franja, lo que deja a ese territorio de más de 2 millones de habitantes con dos horas de luz al día. En mayo pasado, sin previo aviso, la administración de Abbas redujo a la mitad el salario de los 50 mil funcionarios públicos gazatíes. La represión contra quienes denunciaban esta situación dejó al menos a diez personas hospitalizadas.

TERCERIZAR LA OCUPACIÓN

Una de las primeras cosas que esta cronista escuchó en Palestina fue: «Vivimos bajo una doble ocupación: la de Israel y la de la AP». Para sus habitantes no es gratis decirlo, ya que esta institución vigila la calle y a quienes usan las plataformas digitales para ejercer la libertad de expresión. Ello resulta a menudo en detenciones, interrogatorios o censura. Los posteos en redes sociales contra la AP, la sospecha de militancia en partidos de oposición o la participación en manifestaciones han llevado a centenares de personas palestinas a las cárceles de ese llamado «autogobierno».

Para los opositores, que van desde las tradicionales fuerzas de la izquierda palestina hasta movimientos islamistas, pasando por disidentes de Al Fatah y los nuevos movimientos juveniles de resistencia a la ocupación, esto no ha sido ninguna sorpresa. Para ellos se trata de la esencia del mandato con el que los Acuerdos de Oslo crearon la AP en la década del 90: colaborar con Israel para hacer parecer menos ilegítima la ocupación colonial, suprimir la resistencia armada –y también la otra− y prestar servicios básicos que antes estaban a cargo de Israel y ahora se financian con fondos que la comunidad internacional derrama sobre el gobierno de Abbas. Precisamente, apuntan, el interés de los gobiernos occidentales en mantener ese status quo es lo que, en buena medida, hace que la AP todavía exista a pesar de la impopularidad de su dirigencia y de lo ficticio de su rol estatal: opera en una zona que representa menos del 12 por ciento del territorio ocupado por Israel en 1967 y se encuentra completamente supeditada a la operativa militar israelí en Cisjordania, frente a la que no tiene ninguna de las prerrogativas propias de un Estado independiente.

Junto con la instalación de la AP en 1994-1995, llegó, además, un modelo económico neoliberal que buscaba crear la ilusión de que era posible construir un Estado propio y desarrollar la economía a pesar de la persistente dominación israelí. Llegaron así bancos, multinacionales, préstamos para vivienda y automóviles que apuntaron a sustituir la resistencia por el consumo, con escasos resultados para el grueso de la población. Muchos movimientos sociales se convirtieron en ONG que reformulaban sus agendas según las prioridades de la cooperación internacional y, sobre todo, mucha gente pasó a depender de los salarios que paga el aparato burocrático de la AP, en un escenario de ocupación militar en el que el desempleo alcanza el 27,8 por ciento, de acuerdo a las cifras oficiales. Son muchas las denuncias palestinas contra el liderazgo de la AP y su mundo públicamente notorio de pases VIP, coches de alta gama y viviendas de lujo, un mundo desconectado de la suerte de la población ocupada.

No sería la primera vez que un gobierno colonial se apoya en una élite local para controlar y pacificar a la población nativa. La AP ha cumplido celosamente el mandato de Oslo durante 30 años. Para ello cuenta con un enorme aparato de seguridad, cuyo presupuesto, de acuerdo a cifras oficiales, supera los de salud, educación y agricultura juntos, y cuyos organismos emplean a la mitad de los funcionarios públicos. Se trata de un aparato diseñado exclusivamente para controlar a la población palestina: no tiene potestad para intervenir contra ataques de colonos israelíes a la población local, ni frente al robo de tierras o la destrucción de viviendas que llevan adelante las fuerzas de ocupación.

Al mismo tiempo, un informe de 2018 de Human Rights Watch documentó que la AP en Cisjordania, así como el gobierno de Hamás en Gaza, utilizan sistemáticamente la detención arbitraria y la tortura para reprimir a críticos y opositores, muchos de ellos parte de la resistencia palestina. Estos abusos también han sido denunciados –con no poca dificultad− por organizaciones palestinas de derechos humanos. Esta semana, un informe de Amnistía Internacional denuncia la reciente campaña represiva de la Policía de la AP. Se trata de fuerzas entrenadas en Jordania, con apoyo de Egipto y bajo la supervisión del teniente general Keith Dayton, quien fue coordinador de Seguridad de Estados Unidos para Israel y la AP entre 2005 y 2010.

Al acusar, en abril de este año, a Israel por cometer el crimen de apartheid en todo su territorio, Human Rights Watch también llamó a la AP a «poner fin a todas las formas de coordinación securitaria que mantiene con el Ejército israelí y que contribuyen a facilitar los crímenes contra la humanidad de apartheid y persecución». A pesar de los constantes amagues que Abbas ha hecho en ese sentido a lo largo de los años, es difícil que eso ocurra: esa coordinación ha sido clave para asegurar la estabilidad de la que han disfrutado los israelíes durante los últimos 15 años, algo que muchos de sus militares y analistas reconocen. Gracias a la eficiente colaboración de la AP, el Ejército y el movimiento de colonos de Israel enfrentan escasa resistencia a sus avances en Cisjordania.

LA INTIFADA DE LA UNIDAD Y EL PODER DESDE ABAJO

Amjad Iraqi, periodista y analista del think tank palestino Al Shabaka, cree que la represión de estas semanas es parte de «los actos desesperados de un liderazgo moribundo», según señaló esta semana en +972 Magazine. Y agregó: «Si bien el acuerdo colonial ha funcionado eficazmente durante años, sus grietas están empezando a aparecer y a ampliarse».

Hay señales de que la paciencia de la gente con la AP podría estar llegando a un límite sin retorno. Ya en abril canceló sus elecciones fijadas para este año con la excusa de que Israel no permitía instalar urnas en Jerusalén Este, algo que para todos los entendidos fue una mera excusa: Abbas sabía que los resultados no le iban a favorecer. El Palestinian Center for Policy and Survey Research había divulgado en marzo una encuesta que indicaba que, en el mejor de los casos, su lista podía aspirar a arañar el 30 por ciento de los votos, muy por debajo del 67 por ciento con el que fue electo en 2005 (la última elección presidencial palestina), y por debajo incluso del 31 por ciento que obtuvo en la elección parlamentaria de 2006, en la que perdió ante Hamás.

La cancelación dejó enojada a buena parte de la población, pues, a pesar de las limitaciones del esquema de Oslo, había un gran interés en participar en esos comicios y expresar allí el extendido deseo de cambio. Después vino la crisis de mayo en Jerusalén y Gaza, que desató una revuelta popular y horizontal unificada contra Israel, sin líderes ni partidos, tanto en Cisjordania como en las comunidades palestinas al otro lado del muro israelí. Y la AP guardó entonces silencio, mientras sus fuerzas reprimían las manifestaciones en Ramala, y acosaban y arrestaban a activistas. Esa «Intifada de la unidad ha galvanizado, sin embargo, una nueva etapa de activismo palestino, que atraviesa la Línea Verde y construye poder desde abajo», apunta Iraqi.

En efecto, la juventud que protagoniza esa revuelta está mucho más informada y educada que sus antecesoras: muchos tienen estudios universitarios, hablan inglés fluidamente y utilizan las nuevas tecnologías para comunicar eficazmente su mensaje al mundo. Lejos de la retórica usual de la vieja dirigencia, hablan de limpieza étnica, colonialismo y apartheid más que de ocupación, y practican la unidad «desde el río hasta el mar» con sus pares en las distintas comunidades palestinas de ambos lados de la Línea Verde, en demostración práctica de que el pueblo palestino es uno, a pesar de los intentos israelíes por quebrar su identidad y fragmentarlo. En suma, esta nueva generación quiere terminar con el tramposo proceso de Oslo y reconstruir el proyecto de liberación nacional, recreándolo en este tiempo histórico.

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