¡No al golpe! ¿Cuál golpe? - Semanario Brecha

¡No al golpe! ¿Cuál golpe?

El Partido de los Trabajadores va a perder el gobierno de Brasil, sin haber perdido una elección. Es difícil sobreestimar la importancia de este hecho, que fue calificado como un golpe de Estado por la izquierda brasileña. La discusión, desde entonces, se centró en la naturaleza institucional del quiebre político brasileño.

Manifestantes pro Dilma / Foto: ABr FáBio PozzeBom

Los participantes se pusieron en la posición de referís, que juzgan si el impeachment cumplió con los requisitos institucionales para ser considerado un proceso constitucional o, de no cumplirlos, si se trató de un golpe.

Más allá de que tengo mi posición al respecto (se trató de un golpe), es sintomático del estado de la discusión pública brasileña (y uruguaya) que habiendo tanto en juego la discusión haya sido ésta. Como si algo fundamental de la situación política sudamericana se jugara en la interpretación de un puñado de artículos de la Constitución brasileña. Como si uno pudiera adoptar los términos “institucionalista” o “demócrata” como posturas políticas sin más, como si no importara quién gana la lucha dentro y en torno a las instituciones, como si las consecuencias de esta lucha fueran menos importantes que el estricto cumplimiento de los procedimientos. Y si fuera posible, como buenos referís, estar a favor del juego y no de ninguno de los equipos.

Esto es en parte culpa de los petistas, que entienden que enmarcar la situación como un golpe les permite maximizar la movilización de la izquierda y acudir a instancias internacionales que protegen la democracia. Más allá de que es una estrategia razonable, sería miope no ver que lo que está en juego es mucho más que esto, y que la derrota del PT data de mucho antes. Pensar en términos de si fue un golpe o no lo fue impide ver que en el fondo de este problema no está solamente la relación entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo en un régimen presidencialista, sino la relación entre el Estado y el capital en un régimen capitalista globalizado, en el que se consolida una hegemonía neoliberal bajo la protección de Estados Unidos como potencia imperialista.

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La experiencia de la izquierda en el último medio siglo es una secuencia de intentos de lidiar con este contexto, con diferentes grados de éxito o de fracaso. En los cincuenta un desarrollismo optimista apostó a que era posible cambiar el lugar de las naciones sudamericanas en la división internacional del trabajo con mayores niveles de inversión. En los sesenta, ante el bloqueo de esta estrategia por parte de las clases capitalistas vinculadas a los centros capitalistas, una izquierda radicalizada apostó a políticas de enfrentamiento y movilización revolucionarias. Esta radicalización fue detenida por dictaduras sanguinarias apoyadas por Estados Unidos, que forzaron a las izquierdas a resistir en los setenta y a aprender a valorar a la democracia en los ochenta, para luego buscar impulsar coaliciones antineoliberales cuando quedó claro en los noventa que la democracia no era garantía de una mínima equidad o libertad. Todo esto para volver en los años 2000, luego de la victoria de la ola progresista, al desarrollismo optimista.

Las condiciones de posibilidad de éxito de un desarrollismo popular durante una década vinieron dadas por dos factores: Estados Unidos miraba para otro lado por estar entrampado en guerras en Oriente Medio, y los altísimos precios de las materias primas exportadas por nuestros países.

Hoy ninguno de estos factores está presente. Golpes contra la izquierda apoyados por Estados Unidos ya hubo en Venezuela, Ecuador, Honduras y Paraguay. Y las crisis económicas como consecuencia de la baja de los precios cunden en Ecuador, Venezuela, Argentina y Brasil. Con el diario del lunes, es fácil decir que esto iba a pasar en algún momento, pero es difícil negar que muchos apoyamos la apuesta desarrollista y celebramos sus logros materiales, políticos y legislativos.

Estos logros convencieron a las izquierdas de que se podían hacer grandes cambios desde la institucionalidad y sin cuestionar los intereses de las clases capitalistas, cultivando la idea de que la lucha ente elites políticas respetables podía implicar grandes cambios sociales. Con la caída de Dilma Rousseff ese ciclo se cierra. Algo cambió, algo se rompió en el nivel macro de la estrategia de las izquierdas sudamericanas, y no alcanza con proponer ajustes institucionales o llamar a redoblar la lucha.

En la Sudamérica posprogresista (no ya posneoliberal) vamos a tener que darnos por enterados de que vivimos en la distopía neoliberal tanto como América del Norte, el Caribe, Europa, África o Asia, y los logros de los gobiernos progresistas ya no van a estar ahí para no dejar ver el poder del capital financiero, los desastres ambientales o la represión por los cuerpos policiales de elite.

Narrar brevemente la secuencia de la lucha de clases en Brasil de los últimos tres años ilustra este punto. Luego de una campaña fuertemente populista y de izquierda, Rousseff ganó las elecciones el domingo 26 de octubre de 2014. Ese mismo lunes Brasil amaneció con un desplome de la Bolsa de San Pablo y del valor del real, con el que los mercados expresaron su desacuerdo con el electorado y su expectativa de (según el diario español ABC) “conocer, cuanto antes, quién será el nuevo ministro de Economía”.

El ministro de Economía fue Joaquim Levy, presidente de una de las divisiones del banco Bradesco, que compartiría gabinete con Kattia Abreu (dirigente ruralista, apodada “reina de la motosierra”) en Agricultura y Mauro Vieira (que venía de ser embajador en Estados Unidos) como canciller. La orientación del nuevo gobierno petista estaba clara.

Esto resultó un baldazo de agua fría para quienes habían protestado contra la Copa del Mundo, por la gratuidad del transporte y contra la represión policial a partir de junio de 2013 y que pasaron toda la campaña discutiendo si valía la pena o no apoyar al PT. Durante 2015 y 2016 se acumularon más y más señales. El ajuste fiscal, la brutal represión policial contra la juventud negra y el desastre ambiental causado por la minera Samarco pintan la distopía neoliberal de una manera tan clara que ninguna narración populista podría ocultarla.

Es que en un modelo de desarrollo popular ¿quién paga el costo del desarrollo?, ¿y quién queda afuera del pueblo? Estas dos preguntas fueron el talón de Aquiles de todos los gobiernos de izquierda, que contaminaron todo lo que fuera necesario para obtener un par de puntos más de crecimiento de Pbi y mandaron la policía a quien intentara impedir esto o fuera designado como peligroso para el desarrollo nacional. Si bien las intenciones de redistribuir el ingreso y de crear poder en los movimientos sociales fue sincera y logró avances concretos, su dependencia del proyecto desarrollista en un mundo neoliberal las hipotecó desde el principio.

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La discusión en la izquierda uruguaya de los últimos años se centró en los ataques de los sectores más liberales, socialdemócratas y neodesarrollistas hacia el chavismo venezolano, señalando su crisis política y económica. Pero la crisis de Brasil nos fuerza a pensar que el problema de la izquierda sudamericana es mucho más profundo, y que no se salda con tiros por elevación a procesos que otros sectores miran como modelos.

El golpe en Brasil, en todo caso, fue en 2014, y no lo dieron los diputados sino “los mercados”. Y aun si dijéramos que el golpe es lo que está ocurriendo ahora, no podemos ignorar que la acusación en la que se basa el impeachment de Rousseff no es de corrupción, sino de maniobras que violentan reglas de responsabilidad fiscal. Es decir, si el PT es derrocado, será por dar malas señales al mercado con el manejo del déficit.

El paralelismo con la capitulación de Syriza en Grecia se hace evidente. La Unión Europea fue la que forzó las cosas en el caso griego, mientras que en Brasil fueron los diputados de derecha (muchos ex aliados del PT). Pero en ambos casos el problema de fondo fue la impaciencia del capital trasnacional con gobiernos con intenciones de regular, redistribuir y cumplir con mandatos democráticos.

Es verdad que la derecha brasileña atenta contra la democracia, pero la verdadera amenaza para ésta es la que presenta el capitalismo en su forma neoliberal. ¿Está cayendo la democracia en Brasil? El dominio por parte de intereses oligárquicos, la violencia estatal contra las clases populares y la alianza del Estado con el capital trasnacional vienen de antes, y si bien es de esperar que estas tendencias antidemocráticas se intensifiquen ahora, difícilmente se pueda hablar de un quiebre en este sentido. En todo caso, lo que se quiebra es el acuerdo redistributivo logrado por los gobiernos progresistas según el cual el modelo de crecimiento económico basado en estas tendencias derrama también hacia sectores populares.

Nuevamente, como después de los cincuenta, llegamos a los límites del optimismo desarrollista, impuestos por las relaciones de clase, el imperialismo y la división internacional del trabajo. Lo que necesitamos pensar ahora es que no vamos a proteger nuestras democracias con reformas al acto eleccionario o el financiamiento de los partidos, sino con organizaciones y acciones trasnacionales de trabajadores, integración regional, tratados internacionales que garanticen conquistas ambientales y laborales, organización social a nivel local, trabajo ideológico y, sobre todo, evitando estrategias de crecimiento nacionales que den más poder a los capitalistas o que cristalicen protecciones a inversores que no se van a privar de actuar, incluso si se les ofrecen los más generosos pactos y garantías.

* Politólogo. Integrante de Casa Grande.

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