Demasiado ocupados perdiendo el tiempo - Semanario Brecha

Demasiado ocupados perdiendo el tiempo

Decir a esta altura que el periodismo está en crisis es un lugar común.

Sobre escribir por Ombú.

“En la antigüedad lo importante era pensar, mientras escribir se convertía en un acto accesorio; hoy lo importante parece ser escribir, aunque no se piense.”
E M Cioran

UNO. Decir a esta altura que el periodismo está en crisis es un lugar común. Lo justo sería, más bien, decir que el periodismo vive en crisis, que la crisis es, por definición, su estado natural. El enemigo, en la prensa, adquiere diversas formas según la época. La lectura fue amenazada durante décadas por la industria audiovisual, y hoy se encuentra fagocitada por las redes sociales. El gran enemigo actual de la lectura es, paradójicamente, la propia lectura. No es que se esté leyendo cada vez menos, al contrario, las personas se pasan el día leyendo: leen conversaciones y mensajes, correos electrónicos, noticias al instante en portales, opiniones en blogs, novedades en “muros” de amigos virtuales. Miente, entonces, el que se excusa diciendo “no tengo tiempo para leer”. La lectura, cuando vale la pena, está más allá del tiempo. Tampoco es que ya no se escriba, de hecho, porque todos se la pasan escribiendo: escriben para informar que están en camino o para saber si el otro está llegando, para dar su opinión sobre tal o cual noticia, para contar a todos cómo se sienten aunque nadie se los haya preguntado. En ocasiones, incluso, leen y escriben por la sola inercia que genera tener tantos dispositivos que facilitan ambas acciones. Lo hacen porque no cuesta nada. Impera la lógica de los medios por sobre los mensajes: hay tantos medios de comunicación que hasta dan ganas de tener algo para decir. El problema, en suma, es que son cada vez más los medios para decir cosas y cada vez menos las personas con algo para decir. La lectura y la escritura, que fueron herramientas para dar forma a las ideas, hoy sirven también –y cada vez más– como catalizadores del narcisismo, el tedio o la simple estupidez.

DOS. El mundo digital, donde todos somos todo pero en el fondo nadie es nada, donde el acceso a la información es libre y no existen las fronteras, es paradójicamente fascista: lo abarca todo impidiendo cualquier forma de alteridad u oposición, y la única opción libre es la del disidente. En tiempos de redes sociales el totalitarismo es consensuado. El gran valor de la era digital es la información: si antes importaba saber, hoy importa estar informado; ser capaz de una tarea tan insulsa como es pasar revista a una serie de datos anodinos sin el menor análisis. Porque entender los procesos, estudiarlos, interpretarlos, todo eso es muy complicado, anacrónico para los tiempos que corren. Todo está –o si no debería estarlo– a un clic de distancia, desde los horarios del ómnibus hasta los secretos de Estado. No hay nada más que la circulación horizontal e inocua de información sin mayores consecuencias: Julian Assange en Wikileaks revela la corrupción a gran escala y Edward Snowden pone la vigilancia global al descubierto en Prism, pero no pasa nada más allá, no existe una respuesta sino una aceptación resignada de los hechos. Un mismo sistema nos informa que el mundo es una mierda y nos invita a seguir de largo o, a lo sumo, a colaborar con un clic de conciencia. Las redes sociales anulan la reflexión de la misma forma que el zapping mantiene la vista entretenida impidiendo la mirada. Y entonces, de repente, aparece una barrera en ese alegre universo paralelo donde todo es posible. Ciertos medios que, como Brecha, limitan el acceso a sus contenidos exigiendo a cambio una suscripción. Surgen entonces encendidos reclamos: “¿Por qué no dejan que todos podamos leer los contenidos por Internet libremente?”. Lo que equivale, más o menos, a recriminarle a un plomero el hecho de que nos cobre la reparación de una fuga en nuestras cañerías. La posibilidad de comprar el semanario o de volverse suscriptor parece imposible, casi un insulto. En el mundo digital, donde todo se puede leer y donde cualquiera puede escribir, carece de sentido tal jerarquización. Nada escrito vale tanto como para pagar por eso. Todas las opiniones quedan igualadas en su (ir)relevancia. Las redes sociales están aboliendo la figura del editor como aquel encargado de determinar o al menos redirigir la atención sobre lo que merece la pena ser escrito o leído y lo que no, sobre lo que es noticia y lo que no, sobre la diferencia sustancial entre una red de corrupción y un melodrama de celebrities. La crítica cultural también se ve amenazada ante la proliferación de blogs que se oponen a la clásica disposición vertical entre crítico y público, con el crítico como agente valorizador capacitado para poner en cuestión, orientar la búsqueda y determinar qué es atendible y qué no en materia artística. Cualquier intento de ordenamiento o clasificación es rápidamente tachado de censura. La red social, como la ruedita del hámster, da la ilusión de libertad mientras invita a moverse en círculos; el afán seudoiluminista de hoy busca alfabetizar sólo para que todos puedan leer mejor sus reglas. Si cada uno es su propio periodista, si el editor está obsoleto, si el crítico no tiene autoridad en su campo, si el semanario puede leerse de la misma forma que un estado de Facebook, desembocamos en un caos de eventos: la indignación por el atentado en Barcelona va seguida del video del oso que baila con un gorrito de cumpleaños, mientras debajo se intercalan comentarios de todo tipo que suelen terminar en reclamos políticos o discusiones de fútbol. Mientras muchos comparten la solidaridad de turno –el hit más reciente es #PrayForBarcelona–, los muertos en Siria ascienden a más de sesenta en sólo tres días, pero eso pasa de largo, como casi todo.

TRES. Estas nuevas formas de lectura histérica ponen en jaque a la lectura como pausa reflexiva. Leer y escribir quedan reducidos a un mecanismo de pasaje de información signado por párrafos de dos o tres líneas como mucho, términos resaltados en negrita, hipervínculos, titulares llamativos e imágenes obscenas. En los términos de la red social todo lo “exitoso” es aquello diseñado para gustar a la mayoría. El mensaje ya no importa tanto por su contenido –que apenas se lee– sino más bien por su impacto y su capacidad de atrapar a un público disperso e hiperactivo que de todos modos lo olvidará cuando llegue el siguiente estímulo; el mensajero, por su parte, trascenderá más por su popularidad que por su idoneidad, por sus seguidores que por sus conocimientos. Desviación de la autoridad y la relevancia: Ricardo Darín ya no es un actor argentino sino un pensador iluminado, Lady Gaga realiza sesudas reflexiones políticas, el Maestro Tabárez es el gran referente popular. El resto del espacio es acaparado por esa nueva y creciente estirpe de famosos que son famosos nadie sabe muy bien por qué, que no son nada, sólo famosos, especialistas en gastar oxígeno, y que en la nueva jerga globalizante se denominan influencers. Los periódicos que se pliegan a esta lógica mercantil harían bien en extinguirse cuanto antes; son vehículos de publicidad con algunos espacios libres para repetir cosas del día anterior que todos ya leyeron en Internet. El periodista, pieza demodé en el nuevo esquema, es sustituido por el comunicador, término menos comprometido y “aggiornado” a los tiempos. Las secciones culturales dejan paso a las secciones de espectáculos, los columnistas a los blogueros, los intelectuales a los futbolistas, las cátedras a las charlas Tedx, los revolucionarios a los indignados, la solidaridad al hashtag. Una serie extensa de subproductos pauperizados de viejos intereses sociales ahora caídos en desuso. Todo se condensa en esos treinta segundos patéticos de un video casero que da cuenta de una realidad pornográfica sobre la que no hace falta agregar nada más porque, como dicen los sátrapas del vacío, “una imagen vale más que mil palabras”.

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