El factor humano - Semanario Brecha

El factor humano

Lo que no aparece nunca en las investigaciones científicas que dicen que el glifosato es inocuo, y por supuesto en el discurso de las empresas que lo venden y de las que lo importan, es el factor humano: la gente que es fumigada con este agrotóxico, la que lo padece y lo denuncia.

Foto: AFP, Luis Robayo

Hace unas pocas semanas la Agencia Internacional para la Investigación en Cáncer (IARC), un organismo dependiente de la Organización Mundial de la Salud (ergo de las Naciones Unidas), afirmó que existe “evidencia suficiente” de que el glifosato es cancerígeno en animales y que “probablemente” lo sea también en seres humanos. Los 17 expertos independientes (es decir, no ligados a empresas del sector ni a laboratorios o universidades que trabajen con ellas) de 11 países que realizaron el estudio de la Iarc analizaron durante un año “toda la evidencia científica disponible” sobre el glifosato y otros productos utilizados comúnmente en el tratamiento de plantíos agrícolas y dieron su “veredicto” en marzo, en una reunión que mantuvieron en Lyon, Francia. A los animalitos de laboratorio expuestos directamente a dosis menores de glifosato que las empleadas en la agricultura no hay duda alguna de que el herbicida les provoca tumores malignos, dijeron. En cuanto a los efectos en humanos, estimaron que es “probable” que sean similares. Si bien no hay una certeza total al respecto, sí existen elementos de convicción suficientes como para pensarlo, apuntan, basándose en estudios llevados a cabo sobre trabajadores agrícolas de Estados Unidos, Canadá y Suecia expuestos al glifosato y que presentaron luego, por ejemplo, “incrementos en marcadores sanguíneos de daño cromosómico y en su Adn”.

Por estas latitudes la noticia tuvo una trascendencia limitada: la retomaron algunos medios de prensa, pero salvo una que otra excepción quedó arrinconada en algún recuadro, en algún suplemento. Y la mayoría de los que la publicaron, casi de inmediato intentaron relativizarla recurriendo a “la otra campana” de compañías y científicos que hace años machacan sobre la “inocuidad” del glifosato basándose por lo general en investigaciones pagadas por las propias empresas…

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No se trata, es verdad, de cualquier producto. El glifosato es el principio activo del Roundup, uno de los herbicidas –de los agrotóxicos– más utilizados en Uruguay y en todo el territorio de lo que se ha llamado con propiedad “la república sojera del Mercosur”. Y de hecho lubrica, difumina, fumiga, una cadena gigantesca de dinero e intereses que tiene en su vértice a las grandes trasnacionales biotecnológicas (con Monsanto, la fabricante del Roundup, a la cabeza) y entre sus eslabones no sólo a las importadoras y a los grandes productores sino también a medios de comunicación en buena medida bancados por ellas.

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“Con esto del glifosato sucede una cosa muy curiosa: lo que no aparece nunca en los trabajos de los colegas que dicen que es inocuo, y por supuesto en el discurso de las empresas que lo venden y de las que lo importan, es el factor humano: la gente que es fumigada con este agrotóxico, la que lo padece y lo denuncia no entra nunca en sus consideraciones. Y son cosas muy concretas: un cáncer por acá, una malformación por allá, decenas de casos así que se acumulan y que ya van haciendo una montaña de evidencia que por lo menos debería motivar a los colegas a bajar un poco a tierra, a embarrarse. Pero no hay caso.”

Lo declaraba hace varios años el biólogo argentino Andrés Carrasco. Director del Laboratorio de Embriología Molecular del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de la Universidad de Buenos Aires, integrado por genetistas, biólogos y bioquímicos, Carrasco fue –en 2009– uno de los primeros científicos en probar la toxicidad del famoso herbicida en animales de laboratorio. Antes de que la evidencia científica se lo demostrara, él había tenido al menos la “curiosidad”, el interés mínimo que “un científico atento a que tiene una responsabilidad social debe tener” de prestar atención a la evidencia empírica, a las denuncias que se venían acumulando a paladas en las zonas sojeras de Argentina. “A medida que la frontera sojera se fue corriendo las denuncias iban lloviendo. Algo había”, pensó. Viajó a Santa Fe, a Córdoba, a Entre Ríos, al Chaco, se reunió con representantes de organizaciones sociales en pueblitos fumigados, vio a gente afectada, charló con médicos que en público decían que no, que el glifosato por supuesto es inocuo, y en privado admitían lo contrario. Y apuntó al síntoma. Y sobre todo a la causa. “Mi intención es que esto (su investigación) sirva de punto de partida para un debate un poco más profundo que vaya más allá del uso de un plaguicida, y al centro de un modelo tecnológico de producción que exige su utilización. Decir que el problema es el glifosato es achicar el discurso. Uno debe hacer un esfuerzo intelectual y analizar que el glifosato es un emergente. Es una consecuencia indeseada. Una forma de ver el desarrollo de un país. No es que aparece el paquete tecnológico y después alguien empieza a producir en función de eso, sino que hay una decisión primaria, una forma de ver el progreso, el desarrollo de las sociedades, la distribución de la riqueza y la explotación de los recursos. La tecnología y la ciencia no son neutrales. A veces son objetivas, pero nunca neutrales. Y siempre las disciplinas tecnológicas, como las científicas, se construyeron sobre marcos históricos, ideológicos y culturales determinados” (La Capital, 22-VIII-10). Meterse con el “modelo productivo”, cuestionar a sus reproductores, atacarlo en su centro, le costó a Carrasco, como a otros científicos en otras partes del mundo, que le cortaran las subvenciones, lo amenazaran, pretendieran ridiculizarlo, lo catalogaran como charlatán, vendehumo, ecolo-terrorista y otras linduras. Hay que tener en cuenta, insistía él, que el uso de los agrotóxicos nunca fue precedido de estudio científico independiente y serio alguno sino de decisiones políticas tomadas por gobernantes a menudo ligados a empresas del sector, fundados a lo sumo en papers entregados “llave en mano” por las propias trasnacionales… Y los gobiernos ni siquiera han echado mano a ese buen recurso que es el principio de precaución cuando existen dudas razonables sobre la toxicidad o la peligrosidad de un producto.

Menos que menos han tenido en cuenta el factor humano. “No entra en los cálculos de los defensores del modelo, de ministros, empresarios y productores, o entra como daño colateral, que en un pueblo sojero rociado con glifosato se constaten casos de enfermedades respiratorias, de erupciones cutáneas, de abortos espontáneos, de trastornos en la fertilidad y de malformaciones congénitas en recién nacidos en un número mucho más alto que la media. No les da siquiera para pensar que puede haber una relación entre el modelo productivo y sus vectores y estas enfermedades. Y si lo piensan lo ocultan, porque es mucho el dinero en juego”, decían a su vez recientemente integrantes de Médicos de Pueblos Fumigados de Argentina comentando resultados de investigaciones sanitarias realizadas en pueblos del interior del país.

En 2010, en la entrevista con La Capital, Andrés Carrasco afirmaba que “lo que sucede en Argentina es casi un experimento masivo, porque en ningún lugar del mundo hay tantas plantaciones concentradas de soja como en este país”. Tiempo después aclaraba: “No se da sólo en Argentina ese modelo, también en Uruguay, en Brasil, en Paraguay. Allí también se pueden ver los mismos efectos de las mismas causas”. Y la misma ausencia de reacción oficial.

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