Pride - Semanario Brecha

Pride

Las políticas de esta nueva ola de gobiernos de izquierda, que algunos piensan que ya está llegando a su fin, seguramente sean criticables en muchos aspectos, pero algunas de las críticas que recibe no parecen bien encaminadas.

Los nuevos derechos y la vieja izquierda

Entre el 6 de marzo de 1984 y el 3 de marzo del año siguiente, más de 100 mil mineros británicos mantuvieron una dura huelga contra el gobierno de Margaret Thatcher. Ese hecho marcó un antes y un después en la política británica. La huelga fue derrotada. Y esa derrota fue una gran victoria personal para Thatcher, para el Partido Conservador y para el gobierno, que fue capaz de consolidar su programa económico ultraliberal. Durante ese período, un grupo de lesbianas y gays de Londres organizó la campaña Lesbians and Gays Support the Miners (Las lesbianas y los gays apoyan a los mineros), mediante la cual recolectaron fondos para apoyar a las familias de los huelguistas de Onllwyn, un pequeño pueblo en uno de los valles del sur de Gales.

El núcleo inicial de la campaña estuvo conformado por 11 personas; todas ellas eran, o bien trotskistas, o bien comunistas, o bien “compañeros de ruta” –militantes independientes con ideas muy cercanas a una u otra de esas expresiones de la izquierda tradicional–. Las reticencias iniciales que experimentaron ambas partes, mineros y activistas, están muy bien representadas en la película Pride (Matthew Warchus, 2014), en un agradable registro de comedia británica. De hecho, el sindicato nacional de mineros no aceptó el apoyo del grupo, por lo que los activistas debieron ganarse directamente la confianza de los habitantes del pequeño pueblo de Gales. La huelga finalmente fue derrotada, como se dijo, pero la experiencia contribuyó a forjar una nueva alianza. No había sido el primer intento; algo similar se había intentado ya, sin mayor éxito, en 1972 en una anterior huelga minera. Pero hasta entonces fue el más exitoso.

Tras la marea ultraliberal de los años ochenta y noventa, las fuerzas de la izquierda tradicional fueron recuperando, a principios de este siglo, algo del terreno perdido. Y en países como Uruguay accedieron por primera vez al gobierno. Para entonces, la izquierda tradicional se había quedado sin un horizonte claro de transformación social. Todas las experiencias del siglo XX, excepto las nórdicas, habían acabado desastrosamente. Pero la extraña alianza entre militantes obreros y activistas homosexuales del pleno invierno thatcherista ya no era tan extraña a esa altura de los acontecimientos. Y los nuevos aliados estaban en condiciones de dotar a la izquierda tradicional precisamente de lo que le estaba faltando: un horizonte de emancipación al cual tender. Ello también le permitía, de paso, ocuparse de formas de explotación, de exclusión y de opresión que antes había ignorado y de las cuales era perfectamente legítimo ocuparse. El reconocimiento de plenos derechos civiles, económicos, sociales y culturales para grupos antes marginados y estigmatizados fue una de las conquistas de la nueva ola de gobiernos de izquierda de los últimos tres lustros. El resultado es que en ese campo se consiguieron muchas victorias.

Pero la ahora llamada “agenda de nuevos derechos” parece estar siendo, en parte, víctima de su propio éxito. Ahora que han sido implementadas muchas políticas en la materia, parece que le está siendo cargado a su cuenta el fracaso de la nueva izquierda en materializar las reivindicaciones de la izquierda tradicional, cuya principal preocupación era la igualdad económica. Se está volviendo un lugar común (que, además, es discursivamente bastante cómodo) explicar el fracaso en la conquista de este último objetivo por el éxito en la conquista de los otros: parece que no hubiera que dar mayor cuenta acerca del porqué del fracaso de la vieja izquierda; basta cargarlo a la cuenta de la nueva. Y listo. Es como irse del restaurante sin pagar, pero, encima, dejándole la cuenta al de la mesa de al lado.

Las políticas de esta nueva ola de gobiernos de izquierda, que algunos piensan que ya está llegando a su fin, seguramente sean criticables en muchos aspectos, pero algunas de las críticas que recibe no parecen bien encaminadas.

El error más burdo y por ello el menos interesante es el de apelar al origen de las nuevas ideas. Habida cuenta de que muy probablemente la política sea una invención griega, el universalismo, una invención de los primeros cristianos (con San Pablo a la cabeza), los derechos humanos, un artefacto conceptual inglés (cuyo primer gran hallazgo es el habeas corpus, la obligación de traer el cuerpo del reo ante el magistrado, para que éste constate su integridad), y así por delante, que ciertas formas discursivas ahora muy extendidas hayan sido creadas en las universidades estadounidenses (y antes que eso, en las francesas) no es un asunto relevante. Seguramente el universalismo y los derechos humanos también han sido puestos al servicio de proyectos imperiales, así que tampoco es estrictamente de recibo la vinculación, si ella existiera, entre las ideas de la nueva izquierda y el imperialismo norteamericano (tan irrelevante, al fin y al cabo, como la vinculación que pudiera haber entre el universalismo y el imperialismo romano o entre el habeas corpus y el imperialismo británico).

Otra confusión en que incurren algunos críticos es la que existe entre defender un derecho y defender un rasgo identitario; esa es, en cambio, mucho más interesante. El actual lenguaje de los nuevos derechos es hijo, entre otras cosas, de la lucha por los derechos civiles de los negros en los Estados Unidos de los años sesenta del siglo pasado. Nadie ha sostenido jamás que esa lucha fuera particularista o que sus presupuestos fueran identitarios. Es verdad que había pequeños grupos que defendían una identidad excluyente, pero la inmensa mayoría simplemente reivindicaba su derecho a ser tratados como seres humanos. Ni más ni menos. Hay una diferencia obvia entre defender los derechos humanos universales en un caso particular y defender alguna clase de particularismo. Hay en la política culturalista de la nueva izquierda, sin dudas, tendencias particularistas e identitarias. Pero también las había en la vieja izquierda. ¿Hay algo más identitario y más particularista que el nacionalismo, una ideología nauseabunda con la cual las viejas izquierdas trabaron no pocas veces alianzas que todavía se mantienen estables?

Finalmente, hay también una falsa oposición, que de hecho está en la base misma de muchos de los planteos críticos. Se discute como si hubiera que elegir. Como si una cosa anulara a la otra. ¡Ahora resulta que hay que hablar de los derechos de los putos y no de la explotación! Es que, amigo, quizás no haya necesidad de elegir. Quizás se pueda hablar de las dos cosas. A nadie se le impide hacer ninguna contribución al problema –todavía no resuelto– de cómo va a hacer la izquierda para superar el mercado, o al menos el capitalismo, que es precisamente el problema de la izquierda socialista.

En efecto, si tiene razón Gerald Cohen, y probablemente la tenga, el mercado es una institución intrínsecamente repugnante y la izquierda socialista se define como tal en la medida en que se plantea la forma de su superación histórica. Lo razonable, pues, es esperar alguna propuesta en ese sentido. Y no parece que se haya usado la así llamada “agenda de los nuevos derechos” para inhibirlas. Lo que parece, más bien, es que hay pocas ideas en esa materia. Y repetir una y otra vez que hay que tematizar la explotación, la exclusión, la desigualdad y todos los demás temas de la “agenda de los viejos derechos” no es hacer necesariamente una contribución. Es sólo repetir una y otra vez lo que hay que hacer, pero nada más.

Hay un montón de cosas discutibles en la nueva izquierda, como ya las había en la vieja. Pero no es conveniente, bajo el rótulo de “corrección política”, que todo lo barre, mandar a parar cosas distintas a un mismo saco, para luego emprenderla contra el bulto a mamporrazos, como si fuera una piñata. La nueva izquierda llegó porque la vieja fracasó, con muy pocas excepciones. Y muchos de esos fracasos fueron verdaderamente trágicos. Esa cuestión convendría tenerla siempre presente.

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