¿Ya no hay intrusos? - Semanario Brecha

¿Ya no hay intrusos?

Intelectuales y gobiernos progresistas de América Latina: ¿puede un intelectual ser funcionario de un gobierno o recibir financiamiento estatal, sin perder su condición?

Raoul Hausmann, ABCD

Intelectuales: ¿quiénes son? En principio podría decirse que son todas aquellas personas que a través de su arte o ciencia recrean, analizan, interpretan y denuncian “la realidad”, dándole sentido. Las artes visuales mediante el cine, el teatro, la fotografía, la pintura y la escultura. Lo hacen también los músicos y los literatos. Y obviamente las ciencias sociales y humanas en sus publicaciones. Sin embargo, esta vaga definición no hace más que abrir interrogantes y exponer diversas tensiones. Si ser intelectual supone cierto compromiso ético y político, ¿con qué valores e ideologías? ¿Cuál debería ser el vínculo entre el pensar y el hacer político? Si apoyamos lo planteado por Hannah Arendt (2007), el ejercicio del pensamiento crítico y la búsqueda de la(s) verdad(es), teniendo como telón de fondo el pluralismo, constituyen una responsabilidad política y al mismo tiempo una actividad separada de la acción política.

Ahora bien, esta tarea supone independencia política y autonomía económica, entonces ¿puede un intelectual ser funcionario de un gobierno o recibir financiamiento estatal, sin perder su condición? Como reseña Bourdieu (2002), la vida intelectual se organizó progresivamente en un campo específico a medida que los creadores se liberaron económica y socialmente de la tutela de la aristocracia, de la Iglesia y de sus valores éticos y estéticos. Como no existe la autonomía absoluta y los condicionantes históricos y sociales siempre están en juego, la pregunta es cómo aumentar esos márgenes de libertad en un contexto donde operan múltiples restricciones sociales, pues cuanto menor es la dependencia económica y política, mayores resultan las posibilidades de desarrollar una actividad intelectual crítica.

Para referirse a los intelectuales como colectivo o como “tribu inquieta”, como la llama Carlos Altamirano (2013), hay que remontarse al debate sobre los intelectuales que surgió a partir del “caso Dreyfus” y la intervención de Émile Zola en 1897 a favor del capitán del ejército francés Alfred Dreyfus, quien había sido injustamente acusado de traición (concretamente de haber entregado información a los alemanes). Zola y un grupo de intelectuales promovieron la publicación de “Yo acuso…”, un texto colectivo contra la violación de los derechos jurídicos del acusado que logró revertir una opinión pública que había condenado sin pruebas a Dreyfus, pero también dividió a los intelectuales, quienes desde entonces se arrogaron el uso del término. Como señala Altamirano, la apología del intelectual y el discurso contra el intelectual se desarrollaron juntos.

En todas partes los intelectuales han sido, metafóricamente hablando, dreyfusards y antidreyfusards, han apoyado con sus publicaciones y producciones audiovisuales regímenes totalitarios como el de la Unión Soviética y también han sabido denunciarlos. América Latina no ha sido ajena a esos vaivenes y contradicciones: Cuba ha sido y es objeto de disputa intelectual, al igual que los gobiernos democráticos de izquierda. Y esos debates contribuyen a la democracia siempre y cuando los intelectuales gocen de plena autonomía e independencia de los poderes políticos y económicos y, al mismo tiempo, salgan de los microcosmos universitarios y culturales. Esa misma tensión entre intelectuales y pueblo, entre el intelectualismo y antiintelectualismo estará presente de diversas maneras a lo largo de la historia latinoamericana.
En la actualidad la cuestión de los intelectuales y la política se ha desplegado en torno al ciclo histórico caracterizado por la consolidación de diversos gobiernos de izquierda en la región y el rol que los intelectuales han tenido en éstos. En dichos países, los poderes ejecutivos han incorporado a intelectuales y académicos de izquierda como funcionarios estables de sus respectivos gobiernos. Paradójicamente, esto sucede en un contexto signado por la escasa presencia de debates públicos profundos, de cuestionamientos reales y propuestas alternativas viables. Los intelectuales han perdido relevancia y prestigio, y no cumplen, como señala Hugo Quiroga (2004), con “su rol de constructores verbales y de creadores de significados”, lo cual impacta negativamente en las alicaídas democracias latinoamericanas.

Si bien la incorporación de intelectuales a los elencos gubernamentales también se realizó durante gobiernos de “derecha”, en los casos que nos ocupan la inclusión fue mucho más importante en términos numéricos (especialmente en Argentina, Bolivia y Ecuador), y dichos intelectuales defendieron al gobierno apelando a su carácter “progresista”, aun cuando las políticas implementadas no lo fueran. Los intelectuales, y buena parte de las organizaciones no gubernamentales y think tanks que apoyaron a estos gobiernos tendieron a perder autonomía
–económica y política– para expresar abiertamente sus críticas al gobierno. Esto llevó a justificar los errores y las omisiones de sus gobiernos. Ejemplos de ello fueron las tardías voces críticas a los gobiernos de la coalición en Chile, incluso frente a los enclaves autoritarios representados en el mantenimiento de la Constitución heredada de la dictadura y de un modelo de desarrollo económico sustentado en la desigualdad; el apoyo a las reelecciones presidenciales en Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela, lo que aceleró la personalización de la política en los liderazgos presidenciales; algo que también se dio en Brasil, Chile y Uruguay con la reelección de Dilma Rousseff, y la vuelta de Michelle Bachelet y de Tabaré Vázquez en detrimento de la renovación de las elites políticas y del fortalecimiento de los partidos políticos. Allí donde los intelectuales (funcionarios pagos o cercanos al gobierno) decidieron no justificar las acciones del gobierno, regularmente abogaron por el silencio frente a la adopción de normas claramente reaccionarias y autoritarias –como la ley antiterrorista aprobada en Argentina1–. Esta doble operación de justificación y silencio ha emergido también frente a los hechos de corrupción y enriquecimiento ilícito que, en diferentes grados, se han dado en buena parte de los gobiernos de América Latina.
Asimismo, si bien la presencia de intelectuales en los debates de las asambleas constituyentes en Bolivia, Ecuador y Venezuela llevaron a la adopción de normas progresistas, como los mecanismos de participación y control ciudadano, la ampliación de derechos –por ejemplo, los de los pueblos originarios– y la incorporación al debate político de algunos conceptos como la “economía verde”, el “buen vivir” y la “buena vida”; en la actualidad los gobiernos de dichos países, al igual que en Argentina, continúan reforzando un modelo de desarrollo extractivista que conlleva impactos sociales y ambientales que contradicen las visiones de los movimientos socioambientalistas y las posturas intelectuales que promueven la adopción de una economía sustentable, o aquellas otras que proponen la reindustrialización de los países en desarrollo. Es decir, los gobiernos –sean de derecha o de izquierda– tienden a reducir el rol de los intelectuales a meros justificadores de sus acciones o, en el mejor de los casos, a técnicos que llevan adelante políticas diseñadas por los poderes ejecutivos.

Mientras crece la proporción de ciudadanos desilusionados con los gobiernos de izquierda en el mundo, y en general de la política (las últimas elecciones y encuestas muestran esta tendencia), los intelectuales parecen haber perdido la capacidad de generar espacios públicos democráticos que permitan reconstruir puentes, como señala Manuel Antonio Garretón, entre el mundo de las ideas y el de los proyectos sociales y políticos.

Según Loïc Wacquant (2006), hay que retomar la función histórica del pensamiento crítico, que consiste en “servir de disolvente de la doxa, en poner continuamente en tela de juicio las evidencias y los marcos mismos del debate cívico, de tal suerte que se nos abra una posibilidad de pensar el mundo en vez de ser pensados por él, de desmontar y de comprender sus engranajes y, por tanto, la posibilidad de reapropiárnoslo tanto intelectual como materialmente”.
La ausencia o la escasa presencia pública de intelectuales autónomos obtura el debate y lo mercantiliza. Abogamos por la vuelta de los intelectuales intrusos, incómodos para los poderes políticos y económicos.

* Socióloga. Universidad Nacional de San Martín. Integrante de Plataforma 2012.

1. La ley antiterrorista fue aprobada por el Congreso argentino en 2007 y modificada en 2011.

Referencias

Altamirano, Carlos, Intelectuales. Notas de investigación sobre una tribu inquieta. Siglo XXI Editores, Buenos Aires. 2013.

Arendt, Hannah, Responsabilidad y juicio. Paidós, Barcelona. 2007.
Bourdieu, Pierre, Campo intelectual, campo de poder. 2002. Disponible en: www.instituto127.com.ar/Bibliodigital/Bordieu_campopoder_campointelectual.pdf

Quiroga, Hugo, “Los intelectuales en la política argentina. Notas sobre una relación problemática”. En revista Política y Gestión, número 7. 2004.

Wacquant, Loïc, “Pensamiento crítico y disolución de la doxa. Entrevista con Loïc Wacquant”, en Antípoda, revista de antropología y arqueología. 2006.

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