Con su melenita de oro como la del tango, sus gabardinas flameantes, su imprescindible Ventolín y sus botitas a lo John Lennon, atravesó décadas grabador en mano. Cuando elaboraba lo recaudado en sus casetes (jamás etiquetados y a veces confundidos) organizaba los diálogos como si fueran obras de teatro: visualmente efectivos, con ritmo musical, levemente mordaces y siempre con vislumbres de humor y de ternura.
Dotó al oficio de una belleza infrecuente, convertía cada entrevista en algo tan fluido como charlar en un bar o como asomarse por la ventana y escuchar a los vecinos. Amaba su tarea. Nos convenció con su ejemplo de que trabajar es sinónimo de alegría.
En Marcha –que después fue Brecha– sus textos eran reconocibles a la primera ojeada: sus frases cortas, como en escalerita, contaban más, sugerían más que cualquier descripción minuciosa. Sus entrevistas serán siempre un tesoro.
Un día me crucé con el músico Ariel Martínez en el barrio de Colegiales, en Buenos Aires. Hacía mucho que no nos veíamos. Lo primero que me dijo fue: “¿Te acordás, Ana, de cuando decías que tus gastos fijos eran champú y Marcha?”. Me reí, porque sí: a los 17 tenía pelo largo (mi apuesta a la belleza) y mis cortas finanzas se dividían en cuidarlo un poco y comprar Marcha.
Siempre estaré agradecida a Marcha por su abrir ventanas al mundo cuando uno todavía no podía comprar libros. Y, en Marcha, lo primero que quería leer eran las entrevistas de María Esther. En cada una venía un mundo en frases breves. En todas el humor implícito, los detalles de la vida conseguían que una persona desconocida pasara a ser amiga de uno: Ringo Bonavena, Isabel Sarli… personas como cuentos.
Ahora, que además de champú debería comprar tintura para el pelo y puedo por suerte comprar libros, aquello no se olvida. Trato de escribir en tiempo pasado y es difícil. Hay personas rebeldes al cambio verbal en nuestra vida. Ella sigue por casa en los brindis, en las recetas de guisos carreros, en el espantoso batón verde esmeralda con un dragón dorado en la espalda que me regaló y que al final me he convencido de que es precioso y de que con él y un sillón soy tal cual un cuadro de Matisse.
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SIN FLASH. Las cosas todavía bailan en el aire –el teléfono, las tazas, el diario, las cucharas–, van cayendo en vaivén, como hojas de otoño: María Esther se fue. Es como un remolino, como una obra de teatro, un cuartel de bomberos, un restorán en marcha, una niña perdida, una sabia, una cabeza de novia.
—¡Mi aparato del asma! ¿No lo viste?
—Fijate al lado del teléfono.
—¡Ah, sí! ¡Aquí está! Voy a llamar a Página 12… ¡Hola! Soy María Esther Gilio. ¿Me puede pasar con los maravillosos señores que les pagan a los colaboradores?… ¿Roberto? Habla María Esther… Tengo dos notas para cobrar, a dos psicólogos ¿te acordás? Ahh, ¿no sos Roberto? ¡Alberto, digo! ¿Se fue a almorzar Alberto? Bueno ¿y quién habla? Mirá, Oscar, yo soy María Esther Gilio y tengo… ¿Cómo que sólo una? Tendría que cobrar dos, fijate bien, Roberto: tengo que pagar un pasaje, porque me voy a África, y no puede ser que no estén para cobrar esas dos notas. ¿Facturas? ¡Las facturas! Ay, no: en Montevideo. ¿Te las puedo mandar después por fax? ¡Gracias, Oscar!
¡Gilio, Gilio…! Cada uno tendrá sus recuerdos, y dirá: ¡gran entrevistadora!, ¡mujer genial!, ¡qué rico que cocinaba!, ¡qué simpática!, ¡qué atolondrada que era!, ¡cómo le gustaba hacer reír!, ¡qué valiente con sus miedos!, ¡qué alegre! Todo es cierto.
Para mí hay dos cosas sobre todo ciertas: que la quise mucho y que durante mi adolescencia sus entrevistas en Marcha fueron una ventana abierta a lo que me gustó para siempre: escuchar y escribir.
Esta casa fue su casa cuando venía a Buenos Aires; llegaba como la muchacha de la valija, con su valijín rodante atropellando las sillas, enredándose con la bufanda y enarbolando el Ventolín. “Ana, Ana ¿tomamos té? ¿Dónde está Naná? Tiene que acompañarme a hacerle una foto a un niño que pasó una semana escondido en un barril. ¡Voy a hacerles una cosa riquísima que comí en lo de Sofía!”
María Esther llegó al cielo casada y rejuvenecida: en sus necrológicas y hasta en Wikipedia consiguió convencernos de que era una jovenzuela de 83, por un rulito de tinta con el que convirtió en 28 el 1922 de su Dni.
Aunque se habían divorciado medio siglo antes, Darío –“mi ex marido”, como cada día lo llamó– en aquellos últimos días ya difusos dio vuelta la esquina de Pimienta y Cavia y le llevó flores por sus 67 años de casados; le dijo que era la mujer de su vida y “la más maravillosa”. María Esther sonrió. Y no dudó. Hizo bien.
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¿Y SI LE DAMOS EL PREMIO TRAYECTORIA? Cuando el padre de María Esther –que en los años treinta era una niña– se despedía de sus amigos después del primer café, calándose el sombrero y diciendo “voy a llevar a María Esther de paseo en la chalana”, ellos quedaban entre diarios, humo de cigarrillos y más café, imaginando una especie de cuadro de Monet en el verano montevideano: el padre remando y la niña vestida de piqué blanco sentada en la popa, acariciando el agua con su manito, bajo el liviano sol de la mañana.
No crean que era así. El señor Gilio se había propuesto enseñarle a nadar a su hija. La Isla de las Gaviotas queda a escasos 400 metros de la playa Malvín, la playa más plana de Montevideo. ¿Qué mejor, para enseñar a nadar a una niña, que atarla con una cuerda de buen largo a la popa de un bote y remar suavemente de orilla a orilla? Ella chapoteaba, hacía gárgaras, resoplaba en medio de la estela espumosa. Y llegaba.
En la isla, el joven remero la secaba enérgicamente con una gran toalla murmurando “muy bien, muy bien”. María Esther no recordaba muchas otras aprobaciones venidas de aquel padre. Eso sí: aprendió que no hay que hundirse en circunstancias difíciles.
Pasaron los años y aquella nadadora fue –en las dos márgenes del Río de la Plata– ejemplo de periodistas. Con la misma timidez corajuda del principio, arremetía contra el teléfono al pedirle a un actor, un escritor, un psicólogo un par de horas de su tiempo. Y sonreía encantada al terminar el llamado, diciendo embelesada: “¡Aceptó! ¡Y me conocía! ¡Dice que leyó entrevistas mías…!”.
Hubo una vez una propuesta de un amigo: que ella hiciera una nota sobre el pintor Alfredo de Simone para el diario La Mañana. “Yo no iba a hacer una nota crítica sobre De Simone, imaginate”. Usó el método de Orson Welles para El ciudadano: conversó con gente que lo conoció. Cuando Carlos Quijano leyó esa nota la llamó para trabajar en Marcha. Una entrevista al pintor Gonzalo Fonseca, en 1966, fue la primera. Todas las que siguieron las conocen los lectores de Marcha y Brecha.
Su “pompa de felicidad”, decía, era empezar el día tomando té y tostadas, sentada a su mesa cuadrada, frente a su terracita en flor. A un lado el teléfono y la libreta amarilla (mil veces perdida y encontrada). Las biromes Bic, el grabador, los libros, los papeles con escritura en diagonal ascendente, llenos de tachaduras. Música brasileña, casi siempre, o Piazzola. Sí, ese lugar era la felicidad.
Le hubiera gustado ganar el “Premio Trayectoria”. Trabajó tanto… ¿verdad que se lo damos? Y otro premio más: por su tozuda alegría de vivir, su enamoramiento por todo lo que emprendía, su sentido del humor y su magnificencia para hacer guisos gloriosos (con lo que hubiera, más ají molido), ropa ingeniosa, casas armoniosas (abriendo una ventana por aquí, pintando un mueble, regando algunas plantas) y por su tiempo dedicado a escuchar y observar y no callar.
NAVEGAR ES NECESARIO. La niñita nadadora –aunque en aquellos chapoteos detrás de la chalana adquirió para siempre la costumbre del asma– cumplió con lo que le propuso su padre. No hundirse.
Y después aprendió algo más: contar el viaje.