El rigor y la incertidumbre - Semanario Brecha

El rigor y la incertidumbre

Respetada y ausente, Ida Vitale ha construido una obra para la que sus colegas usan metáforas tomadas del Renacimiento o de la física cósmica. En su destierro voluntario en Texas, se enteró en la misma semana que había recibido el premio Reina Sofía de poesía y que era la última sobreviviente de la generación del 45.

Foto: Presidencia

No la despertaron de ningún sueño. Esa madrugada no había habido pequeñas hojas verdes saliendo de su boca ni se había asomado a ninguna bóveda oscura. Eran las seis de la mañana cuando el teléfono retumbó en el silencio de su casa de Austin, Texas. Pensó en no atender. En los días anteriores había sonado a la misma hora, con puntualidad, y siempre cortaban al escuchar su voz y descubrir que se habían equivocado de número. Pero atendió.

Sabía que cuanta mayor certeza se busca en determinar la posición de una partícula, menos se conoce sobre ella. Y si ese principio de incertidumbre, que alguna vez usó para su trabajo con la palabra, vale para la física cuántica, cómo no tener la duda de si ese día continuaría o detendría la serie de las llamadas mudas.

Al otro lado de la línea no le hablaron en inglés, sino que escuchó una voz “muy española y muy respetuosa”. Le dijo que acababa de ganar el premio Reina Sofía de poesía iberoamericana. En ese momento, mucho antes del café sin cafeína que toma todas las mañanas en la luminosa y ordenada cocina de su pequeño apartamento situado a dos cuadras del campus universitario, la noticia la tomó por sorpresa. Quizás se preguntó si ahora se descorrerá el velo de silencio y casi olvido que siente que se ha tejido a su alrededor en Uruguay, a pesar del consenso crítico en considerarla una poeta mayor.

“Algo está pasando en las nubes a mi favor”, dijo en una de esas entrevistas exprés que se hacen al ganar un premio, recordando que a inicios de mayo le habían concedido, desde México, el Alfonso Reyes.

A sus cercanos no les extrañó la referencia mística. Practicante ocasional de la bibliomancia que alguna vez leyó en Gesualdo Buffalino, vivió su etapa de curiosidad por el I Ching, oráculo chino regido por el ciclo de las mutaciones, e incluso tuvo, por teléfono, una improvisada carta astral que le trazó el más mediático de los astrólogos búlgaros del Río de la Plata, Boris Christoff. Pero cada vez que se acercaba a esos mundos un poco imprecisos terminaba alejándose –me dice– porque la curiosidad perdía con el pánico.

Cuatro días antes de conocer la noticia del premio Reina Sofía se había despertado con la sensación de haber tenido uno de esos inusuales sueños largos y continuados que parecen haber durado toda la noche. Le contó a su esposo, el poeta y profesor Enrique Fierro, que era como si alguien le hubiera estado narrando el argumento de una novela de la que ahora no recordaba nada más que la sensación placentera de haberla escuchado.

“Menos mal que tuviste un buen sueño –le dijo su marido–, porque la realidad no te va a gustar tanto.”

Había muerto Carlos Maggi. Le era cercano como pocos. Recién celebrada la boda de Ida Vitale con quien fuera su primer esposo, el crítico más influyente de la generación del 45, Ángel Rama, los Rama-Vitale compartieron apartamento con el joven matrimonio Maggi. Sería sólo uno de los múltiples puentes humanos e intelectuales que se tendieron entre ellos. Ahora su amigo la dejaba como última exponente viva de esa generación determinante para la cultura uruguaya del siglo pasado.

“Vitale sabe de sobra que el recuerdo y el olvido son dos caras de una misma figura –hace notar Pablo Rocca, uno de los críticos que más se ha ocupado de su obra, en el prólogo a la antología Fieles, publicada en la Biblioteca Básica de Autores Uruguayos–, dos formas de temporalidad en la que estamos encerrados y de la que, quizás, sólo la poesía nos ofrece una puerta, una salida que nos lleva, paradójicamente, a este mundo, cruel y dulce laberinto.”

A veces sus sueños también participan de esa crueldad de Dédalo. Siendo niña soñó que entraba a una bóveda baja, oscura, donde veía una serie de ataúdes colocados en fila. Muchos años más tarde, en el subsuelo del Museo del Louvre, en París, entró a la sala egipcia donde los sarcófagos estaban colocados de la misma manera que en su lejano sueño de la infancia.

O participan de la ambigüedad de lo real. Como esa vez en que se miraba a un espejo y de la boca le salía un pequeño tallo con una hojita verde. Y luego muchas más. No sabía si eso era o no era agradable. Pese a la angustia de ver cómo se procesaba esa simbiosis con el silencioso mundo vegetal en el sitio donde debería estar la palabra, cuando las hojitas dejaron de salir no sintió alivio, sino pérdida.

Nunca quiso psicoanalizarse. Prefirió la duda.

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La distancia entre lo que sucede y cómo se interpreta lo que sucede fue lo que la atrajo del “principio de incertidumbre”, de Werner Heissenger, que eligió para nombrar su columna en la revista Vuelta, que dirigía Octavio Paz, con quien mantuvo un fluido vínculo intelectual en la Ciudad de México, donde Ida Vitale vivió su exilio entre 1974 y 1985. Ya sea en la física o en la vida de todos los días, Vitale sabe –así lo dice en la conversación con Brecha– que cuando ocurre un hecho, cada quien lo recuerda a su manera y saca una conclusión propia y distinta que la de los demás. El acto mismo de observar, postulaba el físico alemán, cambia lo que se está observando.

Cierta vez, experimentando con el I Ching, apareció el signo del viaje. No fue turismo, sino el exilio. Su percepción del Uruguay de los setenta es la de un país convulsionado. Ida sentía que las huelgas de la educación con las que se protestaba contra el precario estado de las cosas de ese tiempo, y el modo violento en que se las reprimía, la colocaban, como docente, entre la espada y la pared.

“Si hacía una huelga –explica–, yo sentía que me ponían la crucecita, que era como la hepatitis; si no la hacía, pues, eso era llamado, ¿qué nos decían?, que éramos carneros. Como sea, era invivible.”

El embajador de México en Uruguay, cuya sede diplomática luego se convertiría en sitio de refugio para más de un centenar de uruguayos, le da una beca a Enrique Fierro, segundo esposo de Ida Vitale. Así llegan al país de América del Norte donde vivirán 11 años, hasta su provisorio regreso a Montevideo para después volver a instalarse en el exterior, esta vez en su actual ciudad de residencia, Austin.

Apenas llegan al apartamento de la calle Shakespeare, en el barrio de Polanco, México es un sacudimiento para Ida. Desde lo más privado hasta el trabajo con la palabra. Comienza a manejar, algo torpemente, un Volkswagen escarabajo con el que tiene varios choques menores. Descubre las especias y deja atrás aquella comida algo insípida y limitada a churrascos “vuelta y vuelta” y presas de pollo casi siempre algo quemadas que sus hijos recuerdan del hogar montevideano de la calle Timbó. También la decoración de su casa cambia. Se vuelve más minimalista y luminosa. Pronto comienza a traducir para el Fondo de Cultura Económica y a escribir en publicaciones periódicas como Uno más Uno, Vuelta, y Letras Libres. La poesía es una actividad permanente.
“La obra de Vitale, en verso, en narrativa, en crítica, tuvo que dialogar desde 1974 con una experiencia tan radical como el exilio –dice Alfredo Fressia, poeta y él mismo habitante del extranjero–, ese sentirse arrojado al mundo, un espacio geográfico y literario que siempre crece, que lo contamina todo y que ya nunca se detendrá, como esos agujeros siderales que sólo existen en expansión.”

Esa vitalidad de los años de México no es una excepción. Ya en Montevideo la actividad intelectual era intensa. Su hijo, Claudio Rama, un ensayista con tres doctorados honoris causa, atesora una imagen de su madre en la casa de la calle Timbó. Él tiene 11 años y la fijó en la memoria sentada ante un escritorio donde está traduciendo un texto mientras sobre su regazo descansa provisoriamente un tejido; hay un papel al costado de la máquina de escribir Olivetti, y en ese papel va haciendo a mano, en paralelo, anotaciones sobre un disco de música clásica que está escuchando para luego comentarlo para un periódico; a la vez está controlando a su hijo que juega cerca y midiendo el tiempo que debe seguir encendido el fuego de la cocina usando como indicador el aroma que le llega atravesando varias habitaciones.

“Siempre ha tenido una enorme dispersión de tareas –generaliza Rama–, y un relativo ‘desorden ordenado’ que le permite mantener una conversación y al mismo tiempo hacer varias cosas más.
Eso no ha cambiado con el tiempo.” Su hija Amparo Rama, arquitecta, la sitúa como una activa usuaria de Skype, mediante el cual se comunica con su familia usando una computadora que está casi todo el día encendida. Cuando no está de viaje, como en enero de este año, que inauguró una biblioteca en la frontera entre Estados Unidos y México, va a hacer las compras en ómnibus varias veces a la semana y mantiene una casa impecablemente organizada.

“Es estricta y austera en sus comidas, en sus ritos, en el orden doméstico. Capaz de una dureza verbal con respecto a cierto tema o ‘corte’ ideológico implacable, pero capaz de esa ternura de madre o abuela que te prepara el café con leche del desayuno, el almuerzo o la merienda –recuerda el poeta Rafael Courtoisie– y te lo brinda con palabras precisas y suaves.”

Otros uruguayos que han recalado en el apartamento de Austin –no necesariamente poetas, también doctorandos en letras o ciencias exactas– han sido testigos de las proverbiales, divertidas e interminables discusiones entre Fierro e Ida. La propia ausencia de cortinas en la casa, detalle del que su esposo se vanagloria, parece haber sido el resultado de alguna épica victoria dialéctica.

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La voz de Ida da testimonio de esa vitalidad. No tiene el sonido cascado que se espera escuchar de una persona que supera los 90 años, ni se arrastra en busca de una palabra. Parece recordarlo todo. El nombre de la tía, Débora, que se hizo cargo de su educación. El descubrimiento de Guerra y Paz a una edad en que sus compañeras de clase jugaban a asustar con iguanas a la profesora particular de francés. La practicante de escuela primaria que le hizo conocer el primer poema, que era de Gabriela Mistral y que recita de memoria durante la entrevista. El placer que sentía por la tarea de pasar una franela por encima de una biblioteca que le habían encomendado a los 6 años. La calle donde estaba la librería que regenteaba un antiguo pistero de gasolinera que compraba y vendía los libros al peso, permitiéndole, a la incipiente bibliófila, hacer inestimables negocios. La sensación de pérdida cuando terminó de leer por primera vez La montaña mágica, de Thomas Mann. El conejo que tenía de niña –aunque no retuvo el nombre– y por qué en su familia no querían tener perros, ya que una vez le destrozaron un carísimo sombrero nuevo a una de sus tías en la casa del Prado de sus abuelos, anécdota que narra con el detalle de si la hubiese vivido ayer. O cuando ya madre le compró a su hijo un hámster; lo encerraba en la planta alta de la casa, dentro de ese cubículo de vidrio con algo de pecera donde se suele mantener al doméstico roedor, cubil que clausuraba con un diccionario enciclopédico como barrera contra el instinto cazador del gato de la casa.

“Pero el gato llegó, y me lo depositó en un sillón a mi vista, como diciendo ‘a mí no me vas a esconder un hámster que me pertenece’.”

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Si la tradición de mujeres poetas se inauguró en Uruguay con Delmira Agustini y María Eugenia Vaz Ferreira, Ida Vitale se siente más cerca de esta última. El crítico y poeta Roberto Appratto está de acuerdo con situar a Ida en la línea de continuidad de María Eugenia, que concita un gusto más elitista y que tiene un acercamiento similar al de Ida a la palabra poética. El de buscar la perfección del sentido.

“Delmira –grafica Appratto– era más desmelenada, en tanto que María Eugenia era como un geómetra.”

“Siempre hay bandos. Cuando empecé a escribir –dice Vitale, ya transcurrida más de una hora de conversación– la figura exaltada era Juana de Ibarbourou, muy respetable, pero a Casaravilla Lemos, un poeta que yo siempre destaco y al que conocí epidérmicamente, se lo olvidó por completo. Y hoy yo siento que le debo más a Casaravilla Lemos que a Juana de Ibarbourou, una poeta que manejaba el lenguaje de modo excelente, pero que de alguna manera se clausuró en sí misma. Como Delmira Agustini. Maravillosa pero clausurada en sí misma. Junto a Delmira estaba María Eugenia Vaz Ferreira, que por el lado de la sobriedad todavía puede darnos algo. Delmira fue una poeta más perfecta, más rica, con más entrega a la poesía, pero a veces un poeta que ha quedado como un poeta menor, como María Eugenia, puede ser un mayor apoyo para una poeta como yo, que vino después.

La palabra es el sonido y es el sentido. Generalmente es el sentido lo que atrae –puntualiza Ida–, aunque en la poesía el sonido también cuenta.” Si bien en su columna para Vuelta, “La ley de Heissenger”, escribió recurrentemente acerca del antipoeta, Nicanor Parra, puesta en el aprieto de una pregunta a quemarropa, Ida se apoya en el poeta, Pablo Neruda, y ejemplifica con el poema que el bardo de Isla Negra construye a partir y alrededor de la palabra madera. Merodeándola y exprimiéndola. Uno de los pocos libros de Ida Vitale que aún se encuentran en librerías de Montevideo, Léxico de afinidades, es ejemplar en ese sentido.

El alejamiento de Ida Vitale respecto de Uruguay es parte de su leyenda. En la decena larga de poetas consultados para este artículo hay dos que prefieren no responder por heridas abiertas que no detallan. Otros, por el contrario, insisten en tal o cual anécdota con la que buscan desmentir el mito de su inaccesibilidad. En su lugar sitúan la palabra calidez. O generosidad. Alfredo Fressia reconstruye el sutil acompañamiento que recibió de Ida, en habituales llamadas telefónicas durante más de un año, mientras se estaba recuperando por la pérdida de Juan Introini, su más querido amigo durante medio siglo, con quien Ida compartía la defensa del latín en el sistema de enseñanza de Humanidades en Montevideo.

Uruguay, en todo caso, no fue un lugar acogedor para la Ida Vitale, que regresó del exilio mexicano y se quedó apenas cuatro años para volver a salir, esta vez rumbo a Estados Unidos, donde su esposo había obtenido una plaza de docente en la Universidad de Austin. Incluso ahora se siente postergada en el ambiente cultural de su país de nacimiento, un poco olvidada, más allá del eco que ha tenido en Montevideo la obtención del Reina Sofía.

“Sigo respetando profundamente el mundo en el que me formé –me responde Vitale cuando le pregunto por ese olvido–, no puedo romper el vínculo con el pasado.”

Pero el país que encuentra cada vez que regresa le resulta en muchos aspectos ajeno. Cierta vez caminaba por Montevideo y vio un árbol que la atrajo particularmente. No sabía qué tipo de árbol era. El árbol estaba frente a una escuela y en ese momento salía una maestra, quizás la directora, así que Ida le preguntó. El tono iracundo del “yo qué sé” que recibió como respuesta le resultó más revelador de esa distancia entre el Uruguay actual y el de sus años de formación que cualquier acercamiento sociológico.

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No deja de ser una curiosidad de la literatura uruguaya que dos poetas de una misma generación compartan las mismas iniciales, Ida Vitale e Idea Vilariño, y sean “tan importantes y al mismo tiempo tan diferentes”, postula Appratto. No sólo las separa la posición política que asumieron. Idea tiene una poesía más coloquial que la de Ida, quien es una poeta “más a la española”, caracterizada por la búsqueda de la fineza y la perfección de la palabra, dice Appratto. O como le dijo Ida a Roberto Mascaró en una entrevista para El País Cultural en 1993, que cita Rocca en el prólogo a la antología Fieles: se trata de buscar “una red de significantes de las palabras que no están en la superficie del lenguaje, de ese fondo secular que se pierde o se adormila”.

“La sutileza de la poesía de Ida –sostiene Carlos Liscano, ex director de la Biblioteca Nacional, como lo fuera en su momento Enrique Fierro– tiene la misma sutileza del matemático que ve analogías donde todo el mundo ve diferencias. Es –dice Liscano citando el título de un texto de Ida donde pueden encontrarse pistas de ese intento de la poeta– una ‘Procura de lo imposible’.”
¿Puede otro poeta definir a Ida Vitale en una única frase? Roberto Mascaró, desde Estocolmo, hace un intento: “La poesía está hecha de palabras, no de convicciones ni de recetas para la vida”. Carlos Liscano elige una brevedad mayor: búsqueda de un orden. También Tatiana Oroño cuando lee a Vitale experimenta el vértigo paradójico “de asomarme a un cosmos –a un orden– que expande los límites de lo concebible”. Dos palabras le bastan a Washington Benavides para definirla, pero necesita tomar en préstamo el lema de Leonardo da Vinci: “ostinato rigore”. Para Melba Guariglia la palabra es lluvia. Para Thiago Rocca, jardines. Para Martín Palacio Gamboa, sílice. Ovejas, para Lucía Delbene. Química, dice Horacio Cavallo. Desde San Pablo, Alfredo Fressia: “Diría: el aire”.

Le pregunto a Ida Vitale cuál es la palabra para definir a Ida Vitale. “Sobreviviente”, me dice. Y enseguida corrige: “memoria”.

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