En una habitación de hotel un escritor dialoga con su soledad; entre plumas y hojas en blanco busca un sentido a los relatos dichos y a los que vendrán. Por la información que nos aporta el programa de mano sabemos que ese personaje es el escritor japonés Ryunosuke Akutagawa, a quien la dramaturga y directora Sandra Massera explora en sus vetas biográficas, tan inquietantes como los personajes de ficción que creó en sus cuentos y relatos. En Occidente Akutagawa fue conocido por la versión cinematográfica de su relato “En el bosque”, que el cineasta Akira Kurosawa hizo famoso con el nombre de Rashomon (1950). Los ecos de aquella gran pieza cinematográfica atraviesan la construcción de esta puesta que desarrolla de manera milimétrica los niveles de ficción y los cruces entre puntos de vista que complejizan el relato.
Hay una búsqueda constante de equilibrio, bien dimensionada a lo largo del desarrollo de la pieza, entre la historia del escritor atormentado tras ingerir una dosis de Veronal (Akutagawa planificó de esta forma su suicidio) y su interacción con sus propios personajes, que emergen en un entorno onírico, en una frágil línea entre la vigilia y el estupor de la muerte. La muerte ronda al escritor y persigue a sus personajes como un déjà vu y este mundo letal se inmiscuye insistentemente en la vida y los pensamientos del autor. Por todos los rincones aparece un sinnúmero de personajes: el sirviente del samurái (Silvio Flores) y la vieja de Rashomon (Laura Almirón), habitantes de aquel edificio derruido “depósito de cadáveres anónimos”, el bandido Tajomaru (Marcel Sawchik), responsable de asesinatos nunca descifrados, entre muchos otros.
Massera dirige esta meticulosa puesta junto a Fabricio Galbarini, quien interpreta a uno de los asistentes del escritor, un personaje sin nombre ni rol que pronto será destinado a algún relato trágico. Ambos logran un detallado trabajo de movimientos escénicos en las entradas y las salidas del numeroso elenco y establecen un ritmo cansino, con reminiscencias orientales, donde la expresión corporal adquiere protagonismo. Cada detalle está medido, desde el vestuario hasta el muy funcional diseño de iluminación a cargo de Álvaro Domínguez que crea las diferentes atmósferas para transitar por los distintos niveles de ficción.
Como en aquel relato que fascinó a Kurosawa, las hojas secas de bambú de aquel misterioso bosque –testigo de un asesinato– invaden todo el escenario y rodean simbólicamente a los personajes. En una transición lenta y casi a modo de apariciones fantasmagóricas los personajes surgen de la cabeza del escritor y comienzan a invadir su espacio. En un principio su escritorio se enmarca en una luz dura que lo rodea mientras lo protege. Pronto sus criaturas lo atormentan mientras se apropian de su escritorio y de su soledad. Es destacada la actuación de Alain Blanco en el rol del autor, ese escritor que piensa mientras muere y no puede evitar la eternidad ya impresa en sus personajes y en la belleza de sus diálogos.