“¡Váyanse!”, fue lo más suave que algunos nacionales les gritaron a las familias de refugiados sirios en la plaza Independencia la semana pasada. “Sólo faltó que les tiraran piedras”, relató a Brecha –respecto del ambiente que se vivió en la plaza– Lourdes Buzakr, directora de uno de los programas educativos que recibió a algunos de los refugiados. Los uruguayos se quejan: de lo cara que es la vida, de lo malos que son los sueldos, del mal funcionamiento de los servicios, se organizan y protestan. Al sirio que quiso hacer lo mismo, que con sus pocos recursos y su escaso vocabulario logró formular un reclamo frente a periodistas que no tenían ni tiempo ni, en muchos casos, interés por comprender cuál era su situación, se lo llamó “de-sagradecido”.
En las redes, la conmiseración que la semana anterior había provocado la fotografía de un niño sirio ahogado en las costas turcas se transformó rápidamente en insultos a los refugiados en nuestro país.
Hasta ahí llegó, al parecer, la solidaridad uruguaya. Al instalarse los extranjeros frente a la Torre Ejecutiva, en una acción colectiva de protesta, el uruguayo promedio sintió que el honor patrio estaba siendo casi que mancillado. Inmediatamente brotaron en los medios las más variadas opiniones sobre supuestas barreras culturales que harían imposible su arraigo en Uruguay, concebidas la más de las veces por personas que nunca cruzaron una palabra con estas familias sirias.
El gobierno uruguayo por su parte se puede felicitar de haber superado el desafío de salir relativamente indemne de lo que se podría considerar como un fracaso de su política; hay que tener muy poca fe en el programa de acogida para pedir volverse al Líbano.
Naturalmente, el secretario de derechos humanos de la Presidencia, Javier Miranda, no se esforzó demasiado en explicarle a la prensa que la familia más urgida de irse de Uruguay era la misma a la que su equipo le había informado que podía viajar a Serbia como cualquier uruguayo. Este tropezón burocrático, que el propio secretario admitió a Brecha, le costó a esta familia la venta en Siria de un bien para pagar los caros pasajes y unas tres semanas durmiendo con sus seis hijos en el piso del aeropuerto de Estambul, antes de ser deportados de vuelta a Uruguay.
La ambición del programa de acogida, que Javier Miranda presentó en su inicio como “una jugada humanitaria” y “una trasmisión de valores al mundo” (véase Brecha, 11-VII-14), se trocó un año más tarde en un lacónico mensaje: “no somos los padres de esta gente”, y en la resignación poco culposa de que en Uruguay a lo sumo “serán pobres y dignos”. ¡Y cuán pobres!, habría que agregar. Unos rápidos cálculos bastan para descartar la idea que trascendió estos últimos días, de que las familias de refugiados reclamaban vivir en el lujo. Es que los medios se olvidaron de informar de que se trata de familias con muchos hijos (entre tres y 13), y para mantenerlos al menos en el umbral de la pobreza los adultos necesitan generar bastante más que un salario mínimo.
El umbral de pobreza de un hogar depende de la cantidad de sus integrantes. Si se considera la cantidad de integrantes de estas familias queda claro que el temor de no poder mantener a sus hijos dentro de un año, al terminarse los subsidios económicos, no tiene nada de disparatado. Para una pareja con seis hijos –tal es el caso de una de las familias–, aun un ingreso de 1.500 dólares mensuales no basta para evadir la pobreza. El padre de la familia con menos hijos (tres), que gana 11 mil pesos por mes, también tiene razón en preocuparse, y así lo admitió el mismo Javier Miranda a Brecha: “No estamos seguros de que esas personas vayan a poder sustentar a sus familias (con sus sueldos)”. Si él y su esposa trabajan cada uno por ese sueldo, apenas lograrán un ingreso que corresponde a la mitad de lo necesario para superar el umbral de pobreza en Montevideo para un hogar de su tamaño. Sus hijos no serán pobres, pues, sino muy pobres.
De estas consideraciones surge una interrogante obvia: si el programa uruguayo de reasentamiento gozó del lujo de seleccionar a cinco familias entre el millón y pico de refugiados sirios que se encuentran en Líbano, ¿por qué decidió traer a familias de las cuales duda que puedan sustentar a sus hijos en Uruguay?
Un argumento que se ha esgrimido en defensa del programa lo formuló el ex presidente José Mujica: “Pedí que me trajeran campesinos y me trajeron clase media”. La idea parecería ser que el único tipo de familias al que Uruguay puede garantizar un futuro viable es a aquellas que tienen un perfil agropecuario. Sin embargo, resultó que la familia que cumple con este requisito y se instaló cerca de Juan Lacaze sólo recibió una hectárea y media de tierra para labrar. Claro está que no le alcanza para alimentar a las 15 bocas que la conforman, ni para comprar las túnicas y cuadernos de los ocho escolares de la familia, además de cubrir los gastos de electricidad, agua, alquiler y teléfono.
En las discusiones que abundaron en los medios tradicionales y en las redes sobre las condiciones de vida de las cinco familias refugiadas se recurrió a una estrategia muy común a los movimientos xenófobos: confrontar a los pobres entre sí. En Uruguay ya hay pobres, por qué nos vamos a preocupar más por los sirios, se preguntaron muchos.
Más allá de que esta oposición es contraria a todo concepto de solidaridad, esa que tantos uruguayos defienden cuando apoyan, por ejemplo, una lucha sindical en la educación pública, desde un punto de vista filosófico la comparación directa entre una familia uruguaya y las familias que trajo el programa de reasentamiento es problemática en varios aspectos. La diferencia más conspicua es que los adultos de las familias de refugiados no dominan una herramienta indispensable para avanzar en la sociedad: el idioma. A los sirios se les ha negado esta posibilidad, ya que la Secretaría de Derechos Humanos admitió a Brecha que los adultos no saben leer y escribir en español y que tampoco es una meta del programa que lo sepan (véase Brecha, 11-IX-15). No recibirán más enseñanza de idioma que los cuatro meses de introducción que tuvieron, con lo cual los adultos responsables de mantener a sus familias todavía no dominan ni la escritura ni la lectura en español, y en la mayoría de los casos les cuesta mantener hasta una conversación muy básica. La falta de dominio del idioma es uno de los factores más importantes que juegan en la exclusión social, no paran de repetirlo sociólogos y economistas que estudian la integración de refugiados al mercado laboral. Es que ya no vivimos en épocas de la posguerra. En el Uruguay del siglo XXI es cada vez más inconcebible que un empleado no pueda leer en español para manejar una computadora o escribir un e-mail.
Las cinco familias sirias ya están acá, Uruguay es responsable de eso, y ahora también sabemos que no se podrán ir fácilmente aunque así lo deseen. Si Uruguay quiere seguir afirmando que traerlos es un gesto humanitario, se tendrá que hacer cargo. Si no, estas personas estarán condenadas a la exclusión. La mejor manera de aprender un idioma y manejarse en un nuevo país es mediante el intercambio humano. A ver si el uruguayo común que tanto rechazo expresó estos últimos días puede cambiar el insulto por una conversación y una mano. Seguro que le hará bien.