Fidel Castro entró en la historia mucho antes de morir. Su organizada retirada fue un proceso planificado que llevó más de diez años. Su muerte no nos dice nada nuevo de lo que sabíamos hace una semana atrás. Pero tal vez sea una posibilidad para reflexionar acerca de lo que parece ser el cierre de un ciclo histórico de la izquierda latinoamericana desarrollado durante la Guerra Fría. Aunque las ideas trascienden a los hombres, las maneras en que éstas son interpretadas y aplicadas tienen que ver con experiencias históricas concretas que habilitaron ciertas posibilidades y limitaron otras. En este caso la experiencia histórica concreta de Castro, que con sus 33 años llegó a La Habana dirigiendo un ejército rebelde capaz de iniciar una revolución que impactó en el desarrollo político posterior de América Latina y el Tercer Mundo, es una de las más representativas de un conjunto de movimientos y líderes de izquierda que sentaron las bases sobre las que se constituyó una izquierda latinoamericana que tiene continuidades hasta el presente. Algunos aspectos de su propia experiencia, y de los dilemas que como líder de la revolución cubana enfrentó, resultaron ejemplares para más de una generación de militantes políticos que entre los años sesenta y ochenta intentaron promover transformaciones radicales en el continente. Su muerte permite evaluar cuánto de aquel ciclo aún tiene vigencia y cuánto ha quedado en la historia.
Castro fue un símbolo de una política radical y transgresora. Las típicas fotos con su traje verde oliva, su barba desprolija y su habano expresaban una nueva manera de hacer política marcada por el sacrificio total por una causa, por la asociación entre acción política y estrategia militar, pero a la vez por un tipo de sociabilidad hedonista y supuestamente igualitaria. El Fidel guerrillero así como el Fidel gobernante se vinculaban de una manera coloquial y diáfana con sus compañeros y con su pueblo. Estos revolucionarios tropicales que aparecían desarreglados en las fotos, lejanos a toda formación militar, que no parecían asustar a nadie, sin embargo habían derrocado a una feroz dictadura. Esa imagen transgresora, que tenía algo de cierto pero también de construida, se basaba en la experiencia en Sierra Maestra y fue un capital político para Castro. Su papel en dicho frente lo legitimó como líder dentro del amplio frente político opositor a Batista. Esa imagen también impactó en los foros internacionales donde él y Guevara hablaron con una honestidad brutal lejana de los eufemismos diplomáticos, llamando la atención de los medios y del público en general. Esa imagen también inspiró el desarrollo de un modelo de militante masculinizado, asociado a la acción armada, y defensor del heroísmo individual y del sacrificio como valores políticos centrales. Este modelo sacrificial fue una poderosa interpelación a la política tradicional que en varios países de la región estaba caracterizada por la corrupción y el arreglo entre elites.
La imagen estuvo muy vinculada a un dato fuerte de la realidad que tal vez sea el principal motivo por el que Castro adquirió tanta relevancia internacional. Él supo enfrentar al imperialismo estadounidense. Fue el único país de la región que logró construir un proyecto político por fuera de la hegemonía de Estados Unidos. Este fue su principal valor político que lo llevó a tener un reconocimiento entre un variado abanico de posiciones políticas y una popularidad importante en nuestro continente y en otras partes del mundo. Durante varias décadas se podía estar de acuerdo o no con el régimen cubano, pero lo que generaba adhesión era su capacidad de haber detenido todo intento de intervención en una isla que prácticamente había sido una colonia estadounidense.
Se ha dicho que Cuba intentó exportar su revolución. Es cierto que entre 1959 y 1967 intentó promover y exportar la estrategia de la lucha armada. Pero no intentó, como sí lo hicieron otras revoluciones, promover un tipo de modelo político que imitara lo que ocurría en Cuba. Apoyó gobiernos con propuestas políticas diferentes pero que tenían en común una visión muy crítica de la política estadounidense e intentaban escapar de su hegemonía. Lo ocurrido en Chile con la Unidad Popular, en Nicaragua con los sandinistas, en Venezuela con el chavismo no puede ser comparable con el modelo político cubano. Con estos países Cuba fue extremadamente generosa, sin imponer ningún tipo de modelo. El antimperialismo asociado a proyectos de defensa de los sectores populares fue el proyecto de Cuba para la región. Y ese proyecto fue mucho más plural que la propuesta ideológica ortodoxa que se fue creando a medida que la revolución y el propio Castro se asumieron como marxistas leninistas.
Ese antimperialismo habilitó al reencuentro de izquierdas, que en el clima de la Guerra Fría se habían venido separando entre pro occidentales y pro soviéticas, pero que en los sesenta se encontraron en su adhesión a la revolución. También posibilitó el encuentro de las izquierdas ideológicas con sectores de las corrientes nacional-populistas y reformistas que asimismo se vieron convocadas por el llamado de la revolución cubana.
El antimperialismo tenía como punto de partida un argumento democrático en el contexto de la Guerra Fría. En última instancia se trataba de la soberanía popular, la que no era respetada por la influencia creciente de Estados Unidos. Aunque lamentablemente el fuerte liderazgo personal de Castro erosionó esa dimensión democrática que inicialmente tuvo la revolución. Varios aspectos contribuyeron a esto. Aunque la historia luego vistió a Castro de marxista leninista, lo cierto es que su formación política estuvo más vinculada a la generación de populistas latinoamericanos de los cuarenta y cincuenta y su estilo de liderazgo personalista, que a la izquierda marxista. Por otra parte existió un autoritarismo desde abajo, propio de un movimiento revolucionario que había luchado contra una cruel dictadura. Los métodos de la justicia revolucionaria han sido considerados como un mecanismo para contener los episodios de venganza popular, pero también dan cuenta de la ausencia de un marco claro de garantías liberales en estos procesos. Estos primeros juicios sentaron las bases para mecanismos de persecución posteriores (cárcel, exilio, campos de rehabilitación, ejecuciones aunque en forma más limitada) contra aquellos que expresaron diversas formas de disenso cultural, religioso, político o sexual. Incluso varios de los que se consideraban dentro de la revolución y seguían la máxima fidelista “Dentro de la revolución todo, contra la revolución nada”, se fueron percatando de que aunque ellos se consideraban dentro, otros ya los habían separado de ella. Muchas veces, al igual que lo que ocurría con las democracias y las dictaduras pro estadounidenses con relación a la “amenaza marxista”, la justificación de la revolución cubana para estas medidas era que se vivía un “estado de excepción” debido a una guerra permanente con un enemigo que estaba a 200 millas.
Este tipo de medidas no alienaron el capital político de Fidel Castro durante los sesenta y setenta, cuando los valores de la democracia liberal no sólo eran difíciles de encontrar en Cuba sino también bajo las democracias o dictaduras pro estadounidenses en la región. A partir de los ochenta, cuando importantes sectores de la izquierda comenzaron a incorporar el lenguaje de los derechos humanos en las luchas contra las dictaduras de la “seguridad nacional”, la situación comenzó a cambiar, y eso explica el gradual distanciamiento muchas veces no explicitado de muchos militantes latinoamericanos con la revolución.
En las últimas décadas un Fidel Castro de traje o de campera Adidas o Puma ya no parece tener el impacto transgresor y radical de los sesenta y primeros setenta. De hecho gran parte de las experiencias de movilización social y política radical que se han venido desarrollando desde la pos Guerra Fría no están tan influenciadas por aquella épica guerrillera. Desde el neozapatismo hasta los movimientos sociales indígenas, pasando por los movimientos vinculados a la diversidad sexual, o las experiencias progresistas, parecen alejados de aquel modelo sacrificial del militante. Asimismo esas experiencias políticas parecen tener una reflexión más compleja sobre el problema de la democracia y los derechos políticos que las planteadas por el modelo cubano del partido único de la revolución. Sin embargo la dimensión antimperialista asociada a la creación de sociedades más igualitarias que aseguren el bienestar de los sectores populares aún parece tener vigencia en los intentos de mantener caminos alternativos a la globalización neoliberal. Sin duda es el desafío sobre el que los cubanos y los latinoamericanos continuarán pensando en las próximas décadas, para los que la historia de Fidel Castro y la revolución cubana servirán como laboratorio de futuro.