La revuelta del espíritu - Semanario Brecha

La revuelta del espíritu

Isidore Ducasse, alias conde de Lautréamont, autor de Los cantos de Maldoror, es el más montevideano de los poetas franceses. Nacido el 4 de abril de 1846 en la calle Camacuá de la Ciudad Vieja, a su muerte en París Ducasse dejaba un certificado de defunción con la mención “homme de lettres” y legaba una poesía en prosa que marcó a las generaciones de nuevos poetas.

Ossip Gregorovius ha de seguir suspirando y bebiendo vodka, como hace 53 años en Rayuela, cuando hablando con la Maga sobre Uruguay le preguntó si la gente en Montevideo conocía bien a Lautréamont, y la Maga le respondió: “¿Lautréamont?”.

Tanto más será la desazón del personaje cortazariano que esta breve escenificación de la ignorancia de los montevideanos acerca de su “Montevidéen” contrasta con la atención que le dispensa Rayuela, sesentera novela de la ciudad letrada y bohemia, afanosamente cosmopolita. Pocos años después, en “El otro cielo”, tal vez uno de los mejores cuentos de Julio Cortázar, Isidore Ducasse alias Lautréamont vuelve a campear bajo las especies de “el Sudamericano” y de “Laurent”, personajes que rondan las calles, pasajes y galerías parisinas en las que Ducasse vivió y murió. Cabe suponer que el porteño Cortázar se había encontrado con el montevideano Ducasse gracias a los enlazamientos admirativos que van componiendo una familia intelectual, gracias a la admiración de Cortázar por los surrealistas y de los surrealistas por Ducasse.

Lo cierto es que Los cantos de Maldoror, desde que su primera edición quedara inmovilizada en la imprenta belga que la publicó pero que no se atrevió a distribuir, ha circulado más entre escritores y poetas que entre lectores poco advertidos, tanto en Uruguay como en Francia. En Montevideo, pervive en las intermitencias de la revista Maldoror y en la librería Lautréamont que albergan y preservan un nombre decisivo. Ausente consuetudinario de los programas anuales de los concursos para la provisión de cargos de la educación francesa y estacionado en los anaqueles más altos de las librerías, Les chants de Maldoror comparte un destierro discreto con la obra del marqués de Sade, ese otro gran réprobo, reivindicados ambos por los revoltosos años sesenta.

Justamente, fue en 1970 que Isidore Ducasse recibió la consagración editorial, al pasar a integrar la colección de la Pléiade –notas, cuero y papel biblia–, aunque en volumen compartido con Germain Nouveau, un poeta contemporáneo del montevideano. Cuarenta años más tarde, la Pléiade los separó al dedicar un volumen exclusivo a la obra de Isidore Ducasse, en una edición criticada con ahínco y con razones por Jean-Jacques Lefrère,1 tal vez el principal investigador ducassiano entre los muchos y notables de la Association des Amis Passés, Présents et Futurs d’Isidore Ducasse, editores desde 1987 de la publicación bianual Cahiers Lautréamont.

Retratado imaginariamente por Félix Vallotton y por Salvador Dalí, por Adolfo Pastor y por Melchor Méndez Magariños, debemos precisamente a Jean-Jacques Lefrère el descubrimiento en 1975 de la única imagen hasta ahora considerada fidedigna que se conoce de Ducasse, una fotografía que Lefrère encontró en Tarbes, ciudad pirineica adonde fue enviado el joven Isidore para que realizara estudios secundarios.2 Alto y un poco desgarbado, Isidore Ducasse luce allí bastante parecido a la descripción del “sudamericano” que da Josiane, la prostituta cortazariana de “El otro cielo”, cuando todavía ni se sospechaba la existencia de esa foto: “un colegial que ha crecido de golpe”.

Si en Francia el estudio de la obra de Isidore Ducasse coexistió siempre con el interés que despertaba la fugaz y agujereada biografía del autor, en Uruguay sucedió algo semejante, y los hermanos Álvaro y Gervasio Guillot Muñoz fueron pioneros en esos menesteres, comentando la obra ducassiana y recogiendo testimonios entre quienes habían conocido a Isidore y a François, su padre, que había sobrevivido a su hijo durante casi veinte años, vecino de la Ciudad Vieja hospedado en el Hôtel Pyramides de la calle Ituzaingó, hoy enterrado en el Cementerio Central. El libro de los hermanos Guillot Muñoz fue publicado en 1925, en Montevideo y en francés.

Comprensiblemente, la tentación de explicar la obra por la vida siempre ha estado en el horizonte de los estudios ducassianos, alimentada por algunas simetrías y correspondencias: por haber nacido en el Montevideo sitiado y hambriento de 1846 y por haber muerto en el París sitiado y hambriento de 1870, la vida de Isidore habría quedado signada por la violencia, la crueldad y/o la locura, y en consecuencia consignada en Los cantos de Maldoror, texto de incansable atrocidad.

Aunque tan difícil de confirmar como de rebatir, la correspondencia entre vida y obra sin embargo se desacomoda bastante cuando se muestran, como se han mostrado, las correspondencias entre el texto de Ducasse y un listado extenso de textos de diferentes proveniencias, idiomas, géneros y épocas. Estas otras correspondencias hacen de Los cantos de Maldoror un enorme mosaico de palabras ajenas, un enorme centón que deja en suspenso en el lector la decisión de horrorizarse ante el Mal hecho relato, o de reírse con el logrado esfuerzo de parodiar el relato del Mal.

Tal vez por esto resulten muy atractivas las lecturas de Los cantos de Maldoror que conjugan ambas perspectivas, tal como lo hacen algunos estudiosos. Considérese, por ejemplo, una de las comparaciones más célebres del poema ducassiano, la comparación de la belleza de Mervyn –“ese hijo de la blonda Inglaterra”– con “el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de un paraguas con una máquina de coser”. Conocemos el extraordinario destino de estas líneas de escritura, fundadoras de una poética de la indeterminación, de la imprevisibilidad, de lo que se constituye por fuera de los lugares comunes, transitados y trillados, de lo que sucede fuera de los surcos ya trazados y que por ende propicia la llegada de lo inédito. Conocemos también las obras que esta comparación ducassiana alentó, por ejemplo, el cuadro de Salvador Dalí titulado “Máquina de coser con paraguas en un paisaje surrealista”, rematado hace pocos años por 2 millones de euros e inicialmente realizado para una película que debía filmar Fritz Lang a comienzos de los cuarenta. Igualmente, podemos recordar cómo Michel Foucault evoca la comparación ducassiana, en el prefacio de Las palabras y las cosas (y volvemos a los años sesenta), cuando reflexiona sobre la insólita enciclopedia china inventada por Jorge Luis Borges, y la distingue de la enumeración que hace Eustenes de lo que su boca reúne, y también la distingue de la figura ducassiana y su extraño encuentro sobre la mesa de disección de la máquina de coser y el paraguas.

Probablemente tendamos a suponer que la comparación es bella porque, con precisión, es lo que preceptúa, es decir, el fruto de un encuentro fortuito. No obstante, la génesis de esta célebre comparación de Los cantos de Maldoror pudo ser explicada desde una perspectiva en que lo fortuito se acota, por la intervención conjugada de lecturas y biografía ducassianas.

Esta conjunción sucede cuando Jean-Jacques Lefrère ubica el origen de la insólita figura en publicidades de revistas montevideanas que Isidore Ducasse, por sus propias circunstancias biográficas, podría haber leído. Más particularmente, Lefrère afirma que en 1869 un rematador público llamado Jean-Jacques Liefrink había publicado una Guía comercial, industrial y particular de Montevideo en la que el padre de Isidore, François, era nombrado como “Francisco Ducasse, miembro del cuerpo diplomático extranjero en la república”. Esta guía, que el padre podría haber enviado al hijo en París, contaba en sus últimas páginas con más de doscientas publicidades de empresas y establecimientos comerciales uruguayos, y si bien la mayoría de esos avisos consistían en texto solamente, algunos muy escasos también tenían ilustraciones que los acompañaban. Entre estos últimos se descubren sucesivamente, dice Lefrère, ilustraciones publicitarias de las máquinas de coser Wheeler y Wilson, de los sombreros y paraguas de la Sombrería José Frese y de armas e instrumentos de cirugía de la casa Clerc et Bijon, en la calle 25 de Mayo 213.3 La hipótesis de Lefrère tiene el encanto de reunir la dimensión textual –Los cantos de Maldoror sigue siendo una extraordinaria colcha de retazos, para decirlo con la imagen de Borges– y la dimensión biográfica, al ser sus circunstancias montevideanas las que le habrían permitido a Ducasse conocer esa publicación.

Un derrotero comparable sigue el análisis de Los cantos de Maldoror que hace Amir Hamed, al leerlos como una traducciόn al francés de El matadero de Esteban Echeverría, o de “La refalosa” de Hilario Ascasubi, o de “La Malambrunada” de Francisco Acuña de Figueroa…4 Esta perspectiva también presenta la ventaja de asociar la pauta biográfica y la textual, al reparar en obras cuyo conocimiento fue posible gracias a las particulares circunstancias biográficas rioplatenses. Recuérdese que tanto el “poema jocoserio” de Acuña de Figueroa como el de Ascasubi desarrollan un humor negrísimo, con una común propensión a la incorrección y a cultivar, por la parodia y por el discurso irónico, como lo hace Ducasse, “el aristocrático placer de desagradar”, por decirlo con palabras de Baudelaire. El derrame de esta escritura rioplatense, oriental y porteña, en la obra de Ducasse, ese trasvase al idioma francés señalado por Hamed, obedece a la singular conjunción de un doble lugar, geográfico y textual.

En la misma vena se encuentra un estudio de reciente publicación en los Cahiers Lautréamont, que busca explicar una expresión ducassiana hasta ahora muy enigmática –“les yeux sanguinaires de Zorrilla”, es decir, “los ojos sanguinarios de Zorrilla”– y para esto establece un vínculo directísimo con la obra Celiar, leyenda americana en varios metros, publicada en 1852 en Madrid con estrepitoso éxito y discreto mérito por el también montevideano Alejandro Magariños Cervantes.

La intrigante expresión “los ojos sanguinarios de Zorrilla” aparece en Poesías I, texto en que Ducasse ajusta cuentas, entre bromas y veras, con los escritores de su siglo, nombrando entre ellos a sólo dos hispanohablantes, la ecuatoriana Dolores de Veintemilla y un Zorrilla, presumiblemente el español José Zorrilla, amigo cercano del exitoso y convencional poeta Alejandro Magariños Cervantes. Ahora bien, “los ojos sanguinarios” figuran, según este estudio, en una leyenda que acompaña una ilustración de la edición original de Celiar, leyenda americana en varios metros: “O acaso vaga en la selva algún cimarrón famélico, y en el disco de la luna clava sus ojos sangrientos, tiende el cuello, el aire aspira y hacia el llano dirigiéndose con triste, fúnebre aullido, convoca a sus compañeros para caer como hienas sobre el ganado indefenso”.5

De admitir esta explicación, Celiar, leyenda americana en varios metros estaría viviendo una sobrevida infausta en el texto ducassiano, gracias a las circunstancias biográficas que probablemente llevaron a que Isidore Ducasse leyera y acaso detestara la escritura acomodada de su entonces poderoso semicompatriota Magariños Cervantes, vuelto de Madrid a Montevideo en 1855.

Porque el talante poco consentidor y poco consensual de la escritura de Isidore Ducasse inscribe a este autor en un linaje nítidamente identificado por los surrealistas en la proclama “La Revolución en primer lugar y siempre”, cuando se definen como “la revuelta del espíritu” y pronuncian casi como un voto los nombres de “Spinoza, Kant, Blake, Hegel, Schelling, Proudhon, Marx, Stirner, Baudelaire, Lautréamont, Rimbaud, Nietzsche”, nombres cuya “única enumeración es el comienzo del desastre” que los surrealistas anuncian a sus enemigos políticos y estéticos.

Ciento setenta años después del nacimiento de Ducasse, en este hoy bastante desastrado, sigue conviniendo exponerse a las luces entrevistas por los surrealistas firmantes de “La Revolución en primer lugar y siempre” –Émile Benveniste, Georges Poulitzer, Louis Aragon, Antonin Artaud, Pierre Brasseur, André Breton, René Crevel, Robert Desnos, Paul Éluard, Max Ernst, Michel Leiris, André Ma-sson, Benjamin Péret, Philippe Soupault, Henri Jeanson, Raymond Queneau6–, en particular a la luz turbia y lunática del conde montevideano. n

  1. 1. Véase http://www.lexpress.fr/culture/livre/peut-on-critiquer-la-pleiade_849081.html
  2. 2. Le visage de Lautréamont, de Jacques Lefrère, Pierre Horay Éditeur, París, 1977, págs 15-16.
  3. 3. Lautréamont, de Jean-Jacques Lefrère, Flammarion, París, 2008, pág 145.
  4. 4. Orientales, Uruguay a través de su poesía, de Amir Hamed, Hum, Montevideo, 2010, págs 34-37.
  5. 5. “Les yeux sanguinaires de Zorrilla”, de María Helena Barrera-Agarwal, en Cahiers Lautréamont, 16-III-16, versión en español disponible en: https://cahierslautreamont.wordpress.com/
  6. “La Révolution d’abord et toujours”, publicado en el diario L’Humanité, 21-IX-1925.

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