Desde París
La doble conmoción de la barbarie de los actos terroristas perpetrados en París en enero y noviembre contaminó la agenda del año que terminó y marcará el rumbo del entrante. Hundido en las profundidades marítimas de los sondeos de opinión con apenas un 28 por ciento de opiniones favorables, el presidente francés, François Hollande, ascendió a la cumbre con un 50 por ciento de opiniones positivas gracias a la forma en que gestionó los dos atentados. Pero este dato puede ser una ilusión pasajera. La economía está estancada, el desempleo crece y esa resurrección repentina de la popularidad tuvo un pesado tributo: la fractura profunda en el seno de la izquierda. Luego del atentado de enero de 2015 el mandatario francés adoptó un sólido paquete de medidas en el campo de la seguridad. Entre ellas figura una ley extremadamente intrusiva con las libertades públicas que le otorga a las fuerzas de seguridad un derecho monárquico y sin control judicial alguno para espiar a la sociedad. El impacto de los asesinatos en el semanario Charlie Hebdo y en un supermercado judío del este de París hizo pasar esas medidas como una necesidad irrenunciable. Hubo un fuerte debate, pero no fractura. El 13 de noviembre de 2015 el ataque coordinado de tres comandos del Estado Islámico, en el estadio de Francia, bares de la capital y el teatro Le Bataclan –130 muertos y 400 heridos–, cambió la configuración. Hollande instauró el estado de emergencia y luego propuso una reforma de la Carta Magna para integrar esa medida, al tiempo que introdujo en la reforma una de las propuestas de la extrema derecha francesa: retirarles la nacionalidad a los franceses con doble nacionalidad, nacidos en Francia y condenados por actos terroristas o implicados en acciones que ponen en peligro la seguridad del país.
El consenso inestable en el seno de la izquierda se vino abajo con una violencia crítica poco común. A modo de ejemplo, el economista Thomas Piketty, autor de El Capital en el siglo XXI, escribió en el vespertino Le Monde que “a la incompetencia económica, el gobierno le agrega la infamia”. Los sondeos apoyan la iniciativa de Hollande, pero la interna se ha enturbiado tanto más cuanto que el presidente y su jefe de gobierno, Manuel Valls, parecen decididos a llevar a cabo hasta el final la reconfiguración de la socialdemocracia francesa con un todavía más evidente giro hacia el centro y la derecha. La debilidad de la derecha francesa, su imposibilidad de frenar la cabalgata exitosa de la ultraderecha del Frente Nacional, las profundas divergencias de orientación que sacuden sus estructuras y el fracaso del famoso retorno a la política del ex presidente conservador Nicolas Sarkozy convencieron a Valls y Hollande de que había un pasillo sin obstáculos para reformular la oferta política dentro de una gran coalición donde haya de todo, menos rojos. Sin embargo, la espada de Damocles del Frente Nacional es una variable que puede cambiar todas las previsiones y los cálculos. De hecho, el partido de Marine Le Pen no sólo condiciona la dirección del magma político sino que, además, pone a Francia en la cuerda floja ante sus socios de la Unión Europea. Con una extrema derecha que, en las elecciones regionales del mes de diciembre obtuvo 30 por ciento de los votos, y cuya líder tiene, al menos en las encuestas de hoy, un lugar asegurado en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2017, París aparece como el punto más vulnerable de la Unión Europea. En un artículo de opinión, el ex ministro alemán de Relaciones Exteriores Joschka Fischer escribe: “Ante la amenaza que supone el neonacionalismo para el proceso de integración europea, lo que ocurra en Francia es clave. Sin Francia, Europa es inconcebible e inviable, y está claro que Le Pen de presidenta significaría el inicio del fin de la UE. Europa se retiraría de la política internacional. Esto llevaría inexorablemente al fin de Occidente en términos geopolíticos”. El planteo de Fischer no es de ciencia ficción, sino una sombra que crece en cada elección. El imaginario político de la extrema derecha ha calado muy hondo en la sociedad. Su idea central de un “hombre blanco” amenazado por una horda de invasores de otras religiones –el islam– ante la cual la única protección son los muros y las fronteras reforzadas no es más una anécdota discursiva sino una idea en la que creen millones de personas. Tanto como la derecha, el socialismo liberal de François Hollande ha fracasado rotundamente en dotar a la sociedad de un proyecto político, de una meta, de un sueño de país más apetitoso que las invectivas de la ultraderecha. 2016 no parece ser en este sentido muy distinto a 2015. Habrá una clase política “oficial”, un “sistema oficial”, como dice la extrema derecha, totalmente consagrada a los arreglitos de partido, a las alianzas electorales y a los pleitos de caciques pero totalmente alejada del país que pretende gobernar. El voto masivo a favor de la ultraderecha no sólo valida la pertinencia de la estrategia adoptada por Marine Le Pen sino también el fiasco global de un socialismo que ha pasado más tiempo en negarse a sí mismo, en agredir su propia memoria, que a construir alternativas políticas movilizadoras. No hay ilusiones en el horizonte. La democracia más fuerte y con más historia de la Unión es ahora la más desencantada, la más cerrada, la más anquilosada en los eternos jueguitos electoralistas. Queda poco más de un año de una presidencia de perfil bajo que incumplió las promesas más importantes que presentó en la campaña electoral. El veredicto es, por ahora, inapelable: el socialismo en ocaso ni siquiera tiene garantizada la presencia de un candidato en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales.