La afirmación de que «la educación está en crisis» es un tópico frecuente en estos tiempos. La frase forma parte de un repertorio que configura un paquete casi identitario, integrado también por «carnavales eran los de antes» o la queja contra «estos jóvenes de ahora». Fruto de la nostalgia más que del análisis, ninguna de ellas se apoya en un diagnóstico fiable: como «antes» no había estadísticas, casi no hay forma de saber qué porcentaje de los niños que ingresaron a la escuela en 1926 o en 1955 completaron todo el ciclo. Pero igualmente se postula resolver la crisis de la educación, y la solución más «sencilla» es atacarla por el lado de los planes y programas de la enseñanza. Parece como si un grupo de personas lo suficientemente sabias, que reunidas en torno a una mesa diseñan un conjunto de cambios e innovaciones, serían la garantía del efecto de la propuesta. Se propone borrar la mayor parte de lo construido en las gestiones anteriores (que «fracasó»), inventar nombres sugestivos para nuevas asignaturas (que le dan color de «modernidad» al proyecto) y la reforma ya estaría completa. Luego la máquina publicitaria lo acompañará de adjetivos de perfil apremiante: la reforma es «urgente», «ineludible», «inaplazable», y sin duda resolverá todos los problemas de la educación.
LAS DIFICULTADES DEL PLANIFICADOR EDUCATIVO
Freud calificó algunas profesiones como «imposibles» porque dependen de una relación entre dos sujetos. En ellas no existe nexo causal entre la propuesta del técnico (planificador o profesor de aula) y sus efectos en los otros. Se interponen demasiadas mediaciones que alteran la relación al punto de que una estrategia nunca puede explicar los resultados. Esas profesiones «imposibles» eran la de analista, la de gobernante y la de educador. Si Freud tuviera razón, a los planificadores les cabe el desafío –o la ingenuidad– de apostar a gobernar la educación, esperando que las palabras se conviertan en hechos y sus sueños, deseos o fantasías, en realidad. Para que sus proyectos resultaran exitosos, tendría que ocurrir algo parecido a un milagro, pero estos, ¡oh, dolor!, tampoco vienen como antes.
Con este nuevo intento de reformar la enseñanza resurge la ilusión de que con una redacción cuidadosa de las recomendaciones y una definición de las «competencias» ya cumplieron su parte, y el resto corre por cuenta de los docentes. Como dice el documento Marco Curricular Nacional: «Para alcanzar la meta de aprendizaje pertinente y significativo en todos los estudiantes, los formatos de enseñanza que se elijan son cruciales» (pág. 58, énfasis mío).1 Por lo tanto, «las decisiones pedagógicas de los docentes, […] son el lugar en el que los aprendizajes realmente se despliegan» (ibidem, pág. 59, énfasis mío). Resulta cautivador el optimismo epistemológico de las afirmaciones: necesariamente las expectativas se colmarán si todos los docentes hacen las cosas bien. Sin entrar a discernir la confusión que muestra el texto entre dos instancias ontológicamente diferentes, la de «enseñar» (mostrar) y «aprender» (apropiarse), parece que aquellos a los que excluyeron de toda participación en el diseño son justamente los que deben desempeñar un rol «crucial» en el cambio. Podemos arriesgar dos opiniones extremas para explicar este dilema: o los planificadores estaban muy distraídos o, abriendo el paraguas, apuntan a un chivo expiatorio para cuando llegue el momento de describir el fracaso.
Creo que este preámbulo nos ayuda a situar mejor el debate sobre las innovaciones de esta «transformación». No se trata de que un libro salga de la bibliografía o de que un contenido cambie de nombre; la pregunta es si con este marco curricular es posible mejorar la calidad de los aprendizajes en Historia. Y creo que la respuesta sería un no. La «transformación» involucra dos planes diferentes con dos objetivos distintos: por un lado, el programa para el viejo Ciclo Básico Común y, por otro, la formación docente. La propuesta para Formación Docente merece un tratamiento especial, pero aquí me voy a ocupar solo de algunos detalles del programa para el tramo 6.º-9.º (es decir, el clásico 3.er año del Ciclo Básico Común).
DE 3.º DE CICLO BÁSICO A 9.º GRADO
El nuevo programa liceal introduce algunos cambios en el programa vigente. Este tomaba como inicio el año 1850 y presentaba tres bloques cronológicos que se organizaban en torno a unidades temáticas: Europa, América y Uruguay. En ese sentido, el nuevo programa, ahora denominado «Mundo contemporáneo (Historia del siglo XX- XXI-Uruguay)», parece no innovar demasiado: comienza en 1900 y los bloques cronológicos son cuatro, pero ha levantado polémica por la denominación de los temas. Por un pase mágico desaparecieron el Estado interventor, el terrorismo de Estado y el triunfo electoral de la izquierda, sustituidos por enunciados menos conflictivos: el batllismo dejó de ser «interventor», hubo una «dictadura militar» y en la «evolución política y electoral del período» nunca ganó la izquierda. Tal vez estas modificaciones contribuyan a alimentar ilusiones y algunos creerán que así el pasado queda mejor. Pero, en definitiva, el intervencionismo batllista, el Plan Cóndor y el triunfo de la izquierda seguirán presentes en las aulas, ya sea porque los docentes los incluyen como contenidos de sus clases o porque los alumnos se los reclaman formulando preguntas o comentarios. Algo parecido ocurre con la bibliografía. Según el Dr. Pablo Fucé (La Diaria, 12-XI-22, pág. 8), la bibliografía es solamente «indicativa»; no se trata de libros que los docentes «deban» leer, por lo que una «mención» es poco lo que cambia. Como dijo el Dr. Fucé, la lista de obras propuesta en 2006 era demasiado extensa y por eso «consideró más adecuado jerarquizar». De allí que hayan dejado solamente 30 libros (que no parecen pocos…) y entre los «jerarquizados» esté el libro del Dr. Sanguinetti.
Sin embargo, este aspecto tiene otros ángulos, algunos bastante tenebrosos. Podemos relativizar los términos del problema recordando que los saberes de los profesores no cambian por la simple acumulación de información: leer un nuevo libro sobre la dictadura no va a modificar su idea del tema ni tampoco su manera de enseñarlo; cuando mucho, podrá aportar un nuevo ángulo para el análisis en clase. Las miradas de los profesores sobre el pasado cambian al ritmo de sus certezas o sus convicciones, y en eso poco importa un libro más o menos. Diferente es el caso de una obra que cambie la perspectiva y que obligue a replantear muchos aspectos del curso, como ocurrió en su momento con la Historia de la sensibilidad de José P. Barrán, pero estamos lejos de ese modelo. No hay a la vista ningún Barrán en la historiografía de la dictadura, y ninguno de los libros en cuestión puede aspirar a serlo.
También podemos encontrar aspectos graciosos si el punto no tuviera dimensiones trágicas: alguien seguramente no muy conocedor de la historiografía eliminó obedientemente todas las veces que la palabra Demasi apareció en el buscador de Word. Como tampoco Bill Gates es experto en el tema, quedaron en la lista libros en los que participé, pero que no destacan mi nombre. Seguramente también al cardenal Torquemada se le escapó algún hereje.
RESULTADOS ESPERADOS…
Más allá de la opinión autorizada del Dr. Fucé sobre el valor del libro de Sanguinetti o los ingeniosos giros idiomáticos para ocultar lo inocultable, el juego de cambios nos está comunicando algo sobre las opciones no dichas del nuevo plan. Queda expuesto el sesgo político-ideológico de estos programas y planes de estudio, y uno de los ángulos más ominosos de la versión sanguinettiana del pasado: una historia más cercana a la «escuela sin partido» de Bolsonaro que a la construcción de ciudadanos de José P. Varela.
1. Marco Curricular Nacional, 2022. Disponible aquí.