A fines de mayo, el escriba pro-Kremlin Konstantin Dolgov publicó una sorprendente entrevista con Yevgeny Prigozhin, jefe de la empresa militar privada Wagner. Prigozhin dijo que todo el argumento de «desnazificación y desmilitarización» para invadir Ucrania era una farsa, que la guerra era un fracaso, que el ejército ucraniano es ahora uno de los más fuertes del mundo, que los hijos del Kremlin «se permiten una vida pública, gorda, sin preocupaciones, poniéndose crema facial y mostrándolo en internet, mientras los hijos del pueblo regresan dentro [de ataúdes] de zinc» y que «esta división podría terminar con una revolución, como en 1917, cuando primero se levantaron los soldados, luego la gente cercana a ellos» para «llevar a las elites al paredón».
El fin de semana pasado, Prigozhin pareció pasar de las palabras a la acción. Después de publicar un video obviamente manipulado de un supuesto ataque de artillería del Ejército ruso contra una base de Wagner, el jefe mercenario anunció una «marcha de la justicia» hacia Moscú con el fin de castigar a los réprobos, sobre todo a su bête noire, el ministro de Defensa, Sergei Shoigu. Para sorpresa de todos, en las primeras horas de marcha los mercenarios de Prigozhin lograron, casi sin derramar sangre, capturar la ciudad rusa de Rostov del Don, el cuartel general operativo para el frente ucraniano.
Con pocas unidades disponibles en Moscú para repeler el levantamiento –apenas la mal entrenada y mal equipada Guardia Nacional–, se creía que el Kremlin la tendría muy fea: aparentemente tomado por sorpresa, Vladimir Putin anunció que su antiguo proveedor y aliado político era un traidor y llamó a los militares y a la población a resistir. Prigozhin estaba a solo un par de horas de la capital cuando se retiró abruptamente, dispersó a los amotinados y acordó partir hacia Bielorrusia, supuestamente gracias a la mediación del presidente de ese país, Aleksandr Lukashenko.
¿Cuánto sabían ya de este levantamiento las inteligencias ucraniana y occidentales? ¿El motín de Prigozhin revela al régimen de Putin como un castillo de naipes que no resistiría el embate de un oportunista menos escrupuloso que el jefe de Wagner? ¿El líder checheno Ramzan Kadyrov, que desplegó su propia unidad Akhmat en defensa de Putin, reemplazará a Prigozhin como mano derecha del presidente? Todas estas preguntas podrán esclarecerse con el tiempo, pero sus respuestas por ahora siguen siendo nebulosas. El fracaso de Prigozhin, como el intento de golpe contra Recep Tayyip Erdoğan en Turquía en 2016, puede en última instancia proporcionar un pretexto útil para una purga en la elite rusa que fortalezca al régimen, pero la reacción de Putin hasta ahora ha sido leve: incluso los cargos de traición contra Prigozhin han sido aparentemente retirados.
Lo que ya está claro es que el intento de golpe es un punto de inflexión para la extrema derecha rusa. Puede ser tentador leer las críticas de Prigozhin a la invasión a Ucrania, que riman con los discursos occidentales, como un guiño antibélico. No lo son. Su visión real de la guerra es esta: «Nosotros no comenzamos esta operación especial, pero, una vez que todo se salió de madre y tú y tus vecinos se están jodiendo duro el uno al otro, más te vale joderlos duro hasta el final».
La admiración de Prigozhin por el Ejército ucraniano, por otro lado, es bastante genuina: le gustaría que Rusia fuera como lo que él cree que Ucrania se ha vuelto en pleno conflicto, una sociedad enfocada únicamente en la movilización bélica y en sacrificarse por la victoria final. A los ojos de Prigozhin, el principal crimen de las elites y los burócratas ricos de Rusia, como Shoigu, es no tomarse la guerra lo suficientemente en serio: en lugar del congelamiento en el que ahora se encuentra el país, Rusia necesita «pasar algunos años como Corea del Norte, cerrar todas las fronteras, dejar de andarse con vueltas». Estas son ideas familiares para la derecha nacionalista rusa, especialmente para su representante más elocuente, el vlogger y corresponsal bélico de Telegram Igor Girkin, también conocido como Strelkov.
Debe haber sido una tortura para Strelkov y los suyos oír sus preciados eslóganes pregonados por un tipo que a lo largo de su carrera ha ejemplificado las corruptelas y la atrofia del régimen de Putin, y que ahora echó mano a esa retórica para mejorar su posición en una lucha intraelite. Prigozhin ha cosechado durante mucho tiempo las ventajas de ser un empresario nominalmente privado, pero responsable de funciones estatales esenciales: más allá de los contratos de suministro militar que le hicieron ganar miles de millones, su Agencia de Investigación de Internet maneja operaciones de desinformación al servicio del Estado, mientras que Wagner PMC ha estado entre las herramientas rusas más efectivas de poder duro y blando en África y Ucrania.
La participación de Wagner en los combates alrededor de la ciudad ucraniana de Bajmut, donde se desempeñó mucho mejor que sus contrapartes militares formales, ayudó a reforzar la posición de Prigozhin. Pero desde aquel entonces el Ejército ha repuntado, y Putin y Shoigu han cortado el acceso de Wagner a municiones y otros suministros. Prigozhin estaba en aprietos: podía sentarse a ver cómo su autonomía lo relegaba a una irrelevancia cada vez más grande mientras el Ministerio de Defensa recuperaba el dominio del frente o forzar una salida honrosa.
Sin embargo, su perorata de lemas nacionalistas no terminaba de cerrar en la audiencia que quería movilizar. La nostalgia de esa extrema derecha orgánica por un imperio fuerte a la manera de 1848 o 1948 (de borlas de oro y patriotismo musculoso) no encaja bien con la imagen de decadencia romana representada por un ejército privado que marcha contra su propia capital. De todos modos, esa facción política también sueña con un levantamiento popular contra el régimen a la manera que Prigozhin intentaba gesticular: una Marcha sobre Roma en la que soldados rasos y oficiales subalternos finalmente obligarán a la decrépita clase gobernante a asumir con seriedad su responsabilidad de llevar a la nación a la grandeza.
Pero no era el momento. Strelkov y el resto de la derecha «corresponsal de guerra» se apresuraron a declarar que la rebelión era prematura, un Dolchstoss traicionero e irresponsable en plena contraofensiva ucraniana (aunque, después de la toma de Rostov, comenzaron a aparecer algunas publicaciones en redes que podrían interpretarse ambiguamente, finalmente borradas cuando cayó el telón). Al final, Prigozhin no sería el Mussolini esperado.
Este resultado deja al descubierto la situación a la que se enfrenta ahora la derecha rusa. A diferencia de los liberales, los ultraderechistas son una fuerza política real: gran parte del país, de una forma u otra, parece compartir tanto su disgusto por las elites –que viven como si nada hubiera cambiado– como su sensación de que ir la guerra puede haber sido un error, pero pelearla a medias es mucho peor. Sin embargo, todo lo que desde 2014 ha llevado a la prominencia a los autoproclamados tribunos del nacionalismo ruso se ha sustentado en las maquinaciones de la elite del Kremlin y, a cada paso, han sido excluidos de la toma de decisiones o cooptados apenas por su valor simbólico. Si alguna vez tomaran realmente el poder, otro gallo cantaría. Y no serían buenas noticias.
(Publicado originalmente en London Review of Books. Traducción de Brecha.)