Como el Uruguay no hay. Este país de amables penillanuras onduladas, que tiene una costa balnearia anexada por los turistas argentinos y una frontera seca colonizada por ganaderos brasileños, que tuvo una guerrilla sin selvas ni montañas y una dictadura con presidente constitucional, que produce un crac de fútbol por cada 100 mil habitantes, ahora, además, incorpora corruptos que son ingenuos y narcotraficantes inocuos.
País del medio pelo, la consigna de un buen yorugua es no sobresalir, tirarse a menos, hacerse el gaucho simplón y sonreír socarronamente. El nuevo astro de la pantalla chica, Sebastián Marset, nuestro Pablo Escobar, casi que cumplió con los estándares. El ruido de rotores de helicópteros, la música que suena a favor del narco, las pilchas de marca, el reloj de oro rosa con malla de piel de lagarto son contradicciones solo aparentes (plantadas con calculada precisión) en la pretendida imagen de un pibe de barrio con un poco más de suerte que el vecino de al lado. El objetivo evidente de la presentación desde la clandestinidad (y hay que preguntarse si la selva paraguaya no es otro elemento de distracción) quedó condensada en la afirmación «en la cárcel aprendí cosas que me llevaron a donde estoy […] soy correcto y profesional en lo que hago». Casi como un ejecutivo corporativo.
El mensaje es lineal: porque «el narcotráfico es el pan de cada día» y la legalización de las drogas «es el negocio de las otras mafias, las políticas», ser narcotraficante no es tan diferente de ser político o policía corrupto, quizás más digno. No soy tan malo, y además no vivo mal. Si mis hijos no pueden ir normalmente a la escuela y deben andar de un lado para el otro con nombres falsos, es porque me persiguen acusándome de falsedades. Así las cosas, la profesión de narcotraficante, en particular si uno vende pero no consume, es una alternativa atractiva, lucrativa, apasionante y aceptada, si no sos muy exigente. Mírenme: conversando con periodistas, que me creen más a mí que al ministro del Interior de Bolivia, «un mentiroso, un burro y un corrupto».
La relación de Marset con políticos, policías, jueces y fiscales tiene un denominador común: el soborno. Y no oculta su desprecio por quienes reciben su dinero y púbicamente lo condenan. En América Latina son todos iguales, «Bolivia más corrupto que Paraguay». Excepto Uruguay, «el país menos corrupto», el que, si llegamos a un acuerdo en la negociación y antes me aseguran que no serán extraditados a Paraguay, es posible que mi mujer y mi cuñado se entreguen aquí; sí, en el menos corrupto de toda la región. Para abonar esa afirmación –hay que creerle, después de todo admitió su «profesión» ante las cámaras–, Marset asegura que «no gasté ni un dólar en el pasaporte» cuya concesión incrementó la tasa nacional de desempleo: la renuncia de dos ministros, dos subsecretarios, un asesor presidencial y un jerarca policial. A lo largo de la promocionada entrevista, hubo varias afirmaciones sustentadas solo en la predisposición a creerle, porque no estuvieron abonadas por ninguna evidencia (que tampoco le fue requerida). Y en particular aquella afirmación según la cual, a pesar de no haber puesto ni un dólar, «lo del pasaporte fue una cagada que hicieron».
¿Por qué una cagada, si su abogado le aseguró que tenía derecho a recibirlo, si no fue necesaria la coima, que por otra parte hubiera pagado con gusto? Para salir de la cárcel en Dubái –y retomar el glamoroso papel de narcotraficante prófugo buscado en toda la región y que polemiza con sus perseguidores mediante videos profusos–, Marset obtuvo un pasaporte auténtico, legal y entregado en mano propia. Que todo el episodio tuvo un fuerte componente escatológico nadie lo duda. Y si la honesta afirmación del narcotraficante coincide con la de los funcionarios implicados, no se entiende por qué estos se vieron obligados a renunciar. Seguramente pasará agua debajo del puente antes de que se conozcan los pormenores; afirmaciones como la del entonces senador Sebastián da Silva –quien cuando no planta soja desparrama comentarios urticantes–, que habló de 5 millones de dólares en el episodio del pasaporte, probablemente no se reiteren y en todo caso pasarán sin mayores explicaciones.
Mientras no las haya –y la crisis política se diluya en el olvido– proliferarán los comentarios, como el de un conocido, porteño este, que vive en Paraguay –dos atributos que califican para el pillo que es– y que no escondía su asombro de entendido en chanchullos:
—Yo me mudo para Uruguay, boludo. Ahí son todos amateurs.
Y explicó su sorpresa. Si está en la joda, ¿cómo es posible que un ministro hable por teléfono sin tener en cuenta que seguramente lo graban? ¿Cómo no se toma el trabajo de tener una conversación mano a mano y si es posible lejos de un celular, que escucha el sonido ambiente aunque esté apagado? ¿Cómo puede ser tan desorejado de proponer que la otra, que no es ninguna boluda, «pierda» el teléfono? Solo alguien muy seguro de su impunidad puede admitir en una conversación –sabiendo que lo pueden grabar– que hizo gestiones para alterar un trámite. Y, por si fuera poco, ¿cómo puede ordenar un asesor presidencial que, en su presencia, borren las conversaciones y los chats de sus celulares, por más que se sienta con autoridad para dar esa orden a dos viceministros? Alguien dispuesto a borrar evidencias debe prever que lo pueden engañar; si no lo hace, es un amateur. ¿Cómo puede sugerir por teléfono que disimulen la entrada accediendo por el garaje? Un profesional inventa un evento con muchas personas para disimular el encuentro. Sin duda no era profesional si deja que lo grabe diciendo que destruyó un documento oficial. Y, sobre todo, ¿cómo va a identificar al presidente de la república, cómo lo va a apuntalar con todas las letras como la persona que le ordenó hacer todas esas gestiones?
—Aquí en Paraguay, boludo, si un asesor menciona al presidente en un episodio turbio, es porque sin vueltas quiere quemar al presidente. No hay otra, boludo.