La Organización de las Naciones Unidas plantea en su informe sobre infancias y violencia armada que las repercusiones de la violencia armada en los derechos de los niños son graves, acumulativas y de larga duración. Asimismo, dice que son muchos los factores que llevan a la violencia en la comunidad, entre ellos la pobreza, la discriminación, la exclusión social, la falta de acceso a servicios sociales y actividades recreativas saludables, la inseguridad alimentaria, las deficiencias de gobernanza, la actuación represiva y militarizada de las fuerzas de seguridad y la presencia de la delincuencia organizada.
Recientemente un niño pequeño fue asesinado de un balazo y dos niños fueron heridos en medio del fuego narco, en tanto que otro niño en edad escolar sufrió un ataque en su hogar y fue gravemente herido. Anteriormente, una adolescente fue asesinada por proteger a una niña pequeña que había quedado entre el fuego cruzado y un niño en edad escolar fue asesinado por un ataque narco a su casa. Estas son las crudas realidades que viven muchos niños y niñas hoy en Uruguay. Hace un par de años, haciendo talleres con adolescentes varones privados de libertad, escuchábamos sus relatos de familiares asesinados o presos y de las peleas entre ellos por integrar familias rivales, y fuimos testigos de la imperiosa necesidad que tienen esos gurises de contar con un núcleo de pertenencia, de sentirse reconocidos, aceptados, formando parte. Las redes delictivas del barrio estaban presentes en las vidas de estos gurises desde siempre, naturalizando la vida al límite, la sobrevivencia del más fuerte a sangre y fuego, a matar o morir.
Cuando hacía los talleres con adolescentes mujeres privadas de libertad, sus historias estaban plagadas de abusos sexuales; a ellas las redes las captaban para ser explotadas sexualmente en cantinas de barrio o en fiestas privadas en distintos puntos del país y a veces las usaban como mulas para transportar droga de un lugar a otro. Desde hace muchos años sabemos que las redes de explotación sexual y las redes de narcotráfico están emparentadas. El caso de Rocío Duche es un ejemplo de ello. Rocío tenía 14 años cuando apareció muerta en una cuneta, en julio de 2018; fue asesinada a golpes y nadie sabe quiénes son los responsables, pero sí se sabe que ella y varias de sus amigas eran víctimas de explotación sexual y microtráfico en Treinta y Tres. Una de sus amigas era Milagros Piedra, también de 14 años, quien murió al año siguiente, a raíz de una septicemia causada por una interrupción voluntaria de un embarazo en el hospital de ese departamento.
Milagros Cuello era víctima de explotación sexual en una cantina de su barrio. Tenía 16 años cuando desapareció A pocas cuadras de su casa y hoy, a cinco años de su desaparición, nada se sabe de lo que pudo haberle sucedido. Ana Emilia Romero tenía 15 años cuando fue asesinada y desechada en un aljibe en Velázquez por un explotador de más de 60 años, quien también explotaba a una niña de 12 años de la misma localidad. Valentina cumplía 9 años el día en que fue violada y asesinada en Rivera.
Y podemos seguir relatando los horrores que padecen niños, niñas y adolescentes en ese inframundo en el que viven. Mundos en los que la explotación sexual es moneda corriente, en los que los asesinatos y las balaceras son parte del paisaje, en los que se mutilan cuerpos que rompen los códigos narcos, en los que se utilizan a sus hermanos adolescentes para el microtráfico, el sicariato, las rapiñas, en los que se deja a niños en las bocas de drogas como garantía de pago, en los que se entrega a sus hermanas, primas, tías para ser violadas y de esa forma pagar deudas de drogas.
Necesitamos prender todas las alarmas y exigir respuestas de protección urgentes para garantizar los derechos de muchos niños, niñas y adolescentes que hoy están viviendo vidas arrasadas, sin oportunidades de futuro.
- Magíster en Género y Políticas de Igualdad, directora de El Paso, coordinadora académica del Diplomado de Especialización en Infancia y Violencias
de Flacso Uruguay.