El viernes 16 de febrero (a menos que ya hubiera sucedido el día anterior), el político disidente Alexéi Navalni fue asesinado en una cárcel para prisioneros de alto riesgo en el extremo norte de Rusia. Las verdaderas causas de su muerte siguen ocultas y su cuerpo, retenido por las autoridades durante más de una semana, fue entregado a su madre luego de que las autoridades intentaran impedirle celebrar un funeral público. Navalni pudo haber muerto a causa de un golpe, de un veneno o de la tortura sistemática a la que fue sometido durante tres años de prisión. No nos lo han dicho.
A muchos todavía nos resulta difícil aceptar la idea de la muerte de Navalni. Sin embargo, hay que admitir que este ha sido el resultado esperado desde que regresó a Rusia en enero de 2021. Después de sobrevivir milagrosamente a un intento de envenenamiento por los servicios especiales rusos (que lo llevó a ser hospitalizado en Berlín), Navalni había vuelto en avión desde la capital alemana a Moscú, donde fue inmediatamente arrestado a su llegada. Los fundamentos legales para su encarcelamiento carecieron de sentido: primero fue sentenciado a tres años de prisión, luego las autoridades agregaron una sentencia de nueve años por otro caso y luego una tercera por 19 años más. Navalni entendió perfectamente que en territorio ruso su vida dependía únicamente de la voluntad de un solo hombre. En ese sentido, se volvió como cualquier otro ruso.
Navalni pasó más de 250 días, con breves descansos, en la llamada celda de castigo, una especie de prisión dentro de la prisión, donde lo recluyeron en condiciones extremadamente difíciles y con la prohibición total de cualquier contacto con el mundo exterior. Sin embargo, hasta sus últimos días, aprovechó cada oportunidad para leer y escribir. A lo largo de la historia, para muchos presos políticos la celda se ha convertido en un lugar de reflexiones profundas (a menudo, lamentablemente, últimas) sobre las razones de la derrota de los movimientos a los que pertenecían, las lecciones a aprender y los desafíos para el futuro.
En agosto pasado, Navalni escribió el que probablemente sea uno de sus mensajes más importantes de esta índole. Ahondando en las razones del surgimiento de la dictadura de Vladímir Putin, llegó a la conclusión de que sus raíces se remontan a la década del 90, bajo el gobierno de Borís Yeltsin y las llamadas «reformas promercado». Putin y sus amigos de los servicios secretos no llegaron al poder, «deshaciéndose de los reformadores democráticos», escribió Navalni: más bien, fueron estos «reformadores» quienes trajeron al gobierno a Putin y los suyos, y «quienes les enseñaron cómo falsificar elecciones, cómo robar propiedad estatal, cómo mentirles a los medios de comunicación, cómo reprimir por la fuerza a la oposición e incluso cómo iniciar guerras idiotas». Para mantener el control de un pequeño grupo de oligarcas sobre un vasto imperio inmobiliario, los «demócratas» de los años noventa destruyeron las incipientes instituciones democráticas de Rusia y abrieron el camino al autoritarismo. Comprender esta génesis del putinismo, indisolublemente ligada a la historia criminal de la redistribución de la propiedad exsoviética, es, como señaló Navalni, «la cuestión de estrategia política más importante para todos los partidarios del desarrollo democrático del país».
Navalni tuvo que pasar muchos años en la política rusa para llegar a esta conclusión. En 2000, cuando era muy joven, se unió al partido liberal Yábloko, que abandonó unos años más tarde, desilusionado con el dogmatismo y el elitismo de la generación anterior de liberales rusos. Su deseo de construir una amplia coalición de oposición lo llevó a coquetear con el nacionalismo ruso y la retórica antinmigrante, lo que sigue siendo uno de los momentos más controvertidos de su trayectoria política. En 2011, lanzó la Fundación Anticorrupción, una organización que demostró ser capaz de absorber la energía juvenil gestada al calor de las protestas masivas que se opusieron a la campaña de Putin para obtener un tercer mandato presidencial. Este paso marcó el comienzo de Navalni como el oponente principal y más peligroso del gobierno de Putin: el Navalni de la década de 2010.
IRA SOCIAL
En medio de una represión cada vez mayor y de la propagación de la apatía y el conformismo en la sociedad rusa, Navalni demostró que incluso las manipuladas elecciones del opaco sistema ruso pueden usarse como un poderoso canal de protesta y politización de amplios sectores de la sociedad. En 2013 llevó a cabo una impresionante campaña en las elecciones para la alcaldía de Moscú, en las que desafió al protegido del Kremlin, y en 2018 anunció que se presentaría a las presidenciales. Aunque, usando varios pretextos disparatados, las autoridades no permitieron que Navalni se postulara, su campaña de 2018 atrajo a 150 mil voluntarios y se convirtió en la organización política de base más grande en la historia de la Rusia postsoviética. Los comités de campaña de Navalni, abiertos por todo el país, se convirtieron en centros de politización de la juventud. Constantemente se celebraban en ellos debates sobre los temas de actualidad, y muchachos y muchachas de veintipocos descubrieron allí el mundo de las ideas políticas (y algunos terminaron eligiendo ideas socialistas).
La campaña de Navalni mostró a decenas de miles de personas que la participación política era una alternativa real al estrecho mundo de intereses privados e indiferencia al que el gobierno de Putin ha empujado a los rusos durante años. Esto se logró gracias a que Navalni y los suyos se dieron cuenta de que el conjunto estándar de consignas liberales (demandas de elecciones justas y garantías de derechos civiles) no produce por sí mismo una movilización política generalizada. El líder opositor entendió que, en la Rusia de Putin, el problema principal es una colosal desigualdad social (la pobreza de la mayoría y la increíble riqueza de una pequeña minoría) y que la posibilidad de una transición a una democracia real depende de la solución de este problema. Las investigaciones públicas que hicieron famoso a Navalni en Rusia y en el extranjero, y provocaron una enorme protesta pública, hablaban no solo de corrupción, sino también de la naturaleza criminal subyacente a la riqueza de la élite política y económica. La ira social suscitada por los interminables recorridos virtuales de Navalni por los palacios secretos de Putin y sus amigos fue, sobre todas las cosas, un sentimiento de clase.
Durante este período, la cuestión de la injusticia social comenzó a ocupar un lugar clave en la retórica del líder asesinado. Se opuso activamente a la reforma neoliberal de las jubilaciones impulsada por el oficialismo, apoyó la creación de sindicatos independientes de enfermeras y docentes y criticó al gobierno durante la pandemia por los magros pagos a las personas que habían perdido sus ingresos y empleos. Navalni no se vio llevado a estas posturas porque razonara a partir de las ideas de la izquierda, sino por su experiencia de constantes viajes a lo largo del país y su capacidad de escuchar los problemas de personas muy diferentes. Después de 2018, cuando finalmente quedó claro que a él y a sus seguidores nunca se les permitiría participar en las elecciones presidenciales o parlamentarias, Navalni pidió un «voto inteligente»: apoyar al candidato con más chances de ganarle al partido de Putin, Rusia Unida. Esta táctica se ha convertido en un serio desafío al sistema de democracia tutelada de Putin, en el que todos los demás partidos existen como adornos y no se proponen competir por el poder y la influencia política. El principal beneficiario de este «voto inteligente» fue el Partido Comunista de la Federación de Rusia (PCFR), única fuerza dentro del sistema político existente capaz de acumular votos que expresen la ira social acumulada. Con su llamado al apoyo táctico al PCFR, Navalni no solo atrajo a cientos de miles de votantes jóvenes a ese partido, sino que contribuyó a un resurgimiento de los comunistas, entre quienes crecía el descontento con el rumbo conservador y oportunista de la vieja dirección.
Cuando llegó el verano de 2020, el Kremlin ya tenía claro que Navalni representaba un problema existencial que solo podía resolverse por medios radicales. Pero Navalni no solo sobrevivió milagrosamente a su envenenamiento, sino que también, junto con su equipo, llevó a cabo una brillante investigación sobre su propio asesinato fallido, en la que revela la lista completa de los oficiales del Servicio Federal de Seguridad (el sucesor de la KGB) que estuvieron involucrados en el atentado. En enero de 2021 se daría la última batalla. Decenas de miles de personas salieron a las calles de las principales ciudades para exigir la liberación inmediata del líder opositor. Las manifestaciones habían sido prohibidas y fueron duramente reprimidas: cientos de personas fueron golpeadas y detenidas. En ese momento, la Rusia de Putin ya estaba en camino de invadir Ucrania, y la eliminación de cualquier oposición potencial era una parte integral de estos preparativos. Las protestas del día que comenzó la guerra, el 24 de febrero de 2022, estuvieron mal organizadas y ya no alcanzaron la escala del año anterior. La sociedad rusa se sumió en una atmósfera de miedo y apatía, y Navalni solo podía enterarse de las noticias en su celda de la prisión a través de programas de televisión propagandísticos y cartas de sus camaradas.
NI ÁRBOL NI ESCLAVO
Navalni nunca fue socialista. Creía en la posibilidad de una democracia normal para Rusia, con Estado de derecho, libertad de expresión, una gran clase media y un mercado «con orientación social». Hasta el final, se tomó en serio principios tan banales como el de «un gobierno del pueblo y por el pueblo». Al igual que Aleksandr Radíschev, el primer disidente ruso de finales del siglo XVIII, Navalni quería que cada ruso se sintiera «no un árbol, no un esclavo, sino un ser humano». Tras su asesinato, y ante el surgimiento de formas autoritarias del capitalismo en todo el mundo, vale la pena recordar que, sin libertades básicas de expresión y reunión, la izquierda y los oprimidos tienen muy pocas chances de conseguir victoria alguna.
Frente a un aparato represivo armado hasta los dientes, sin límites legales de ningún tipo, es poco probable que se logre construir un movimiento de masas. Los participantes en las recientes protestas en Irán lo saben, al igual que los palestinos y los kurdos, torturados de a miles en las cárceles de sus opresores. Los socialistas y anarquistas presos en las cárceles de Rusia también lo saben. Navalni no solo comprendió estas verdades sencillas, sino que sacrificó su vida por ellas. No lo hizo en vano.
(Publicado originalmente en Jacobin. Traducción y titulación de Brecha.)
* Ilya Budraitskis es investigador invitado en el Programa de Teoría Crítica de la Universidad de Berkeley, Estados Unidos, y exprofesor de Teoría Política en la Escuela de Ciencias Sociales y Económicas de Moscú. Es autor de varios trabajos sobre la historia de Rusia y de la izquierda en ese país, y miembro del consejo editorial del portal socialista ruso Posle.media.