Contar un meme es como explicar un chiste. En este caso, es la arquetípica escena de la discusión en Historia de un matrimonio. Scarlett Johansson, en plena escalada de las agresiones, se propone humillar a su marido con un golpe debajo del cinturón. «Tenés 40 años», le dice. «¿Podés dejar de hacerte el pendejo escuchando a Wos?» Al borde del llanto, Adam Driver se planta: «Escucho lo que quiero… y, además, los fans le decimos Wosito». Scarlett levanta los brazos al cielo. «Se llama Wos», grita. «¡¡¡Wos!!!» El remate es legendario: Adam Driver le pega una piña a la pared y deja bien alto y para siempre la marca astillada de su bronca.
Ahora, ¿por qué ese marido en plena crisis de la mediana edad pudo conectar con ese rapero de 20? Al margen de la mera música, todo el sistema de valores sobre el que está montado el trap se encuentra en tensión con el rock. Wos, sin embargo, es distinto. No celebra el consumo, tiene conciencia social y, sobre todo, no se hace el poronga todo el tiempo. En el video de Terraza come fideos con sus amigos. Después, claro: toca con banda, tiene un sentido del swing medio marciano, mil recursos líricos y sacó Canguro (ese temazo partido en dos, como Durazno y Convención) cuando todos lo necesitábamos. Quemarás, su flamante simple con el Indio Solari, viene a sellar esa alianza. Vean los comentarios en YouTube: centenares de padres e hijos emocionados porque escucharon juntos el lanzamiento. No es sopa, diría Solari.
En ese sentido, es probable que el peso simbólico del encuentro le otorgue más y mejor vida a la canción. El público la esperaba y volcará mucho de sí mismo ahí adentro. ¿Quién puede culparlo? Vivimos en Kosovo. Todos los días nos despertamos con la noticia de que cerró Télam, que hay epidemia de dengue, que quieren vender el Gaumont, que las jubilaciones, que dieron de baja a los fuckin’ Cocineros Argentinos. Lo que sea. Los puentes se van quemando y colapsan apenas los cruzamos. Nada se sostiene en el tiempo. Un precio dura tres días. No podemos pensar en cualquier plan más allá de un mes. Cualquier noticia ecuménica es un bote salvavidas. Como mi hijo en Minecraft, estamos en modo survivor.
Quemarás, nobleza obliga, es una canción menor. Tiene buenos momentos (por ejemplo, cuando el Indio busca la nota más alta y dice «pájaro enfermo, sueña que vuela dormido»), pero es un refrito de un refrito de los Redondos. El hecho de que participe Solari acentúa esa sensación: una suerte de eco. Un sabor amargo y lejano. Me hace acordar a todas esas bandas que florecieron tras la disolución de Patricio Rey y, en lugar de metabolizar su influjo, se limitaban a jugar con el significante: el berreo de la voz, los neologismos, las tapas con dibujitos oscuros, la alegoría sexual, las bengalas. La melodía principal está OK, pero se pierde por completo cuando llega el puente. Y confieso que algunos versos me dan un poquito de vergüenza ajena. Verbigracia, «y eso es así, ya lo verás/ hay gente arraigada solo a su mezquindad/ y en la desazón de no adueñarse del sol/ perdieron las alas de la fraternidad».
Entonces, una canción menor ¿puede ser importante? Quizás sí. La memoria de León Gieco es una canción menor, pero es muy importante. ¿Es una paradoja? Bueno, quizás no debería decir que es una canción menor. La gran tensión, en todo caso, se produce cuando un artista cede al reclamo y se convierte en lo que se espera de él. La voz extraña, esa voz que aparece cuando se baja la hornalla del ego al mínimo, se disuelve en la marea de los discursos.
En diciembre de 1963, Bob Dylan fue convocado por el Comité de Emergencia por las Libertades Civiles para recibir el Tom Paine Award: la más prestigiosa de las condecoraciones del progresismo estadounidense. La escena es célebre. Dylan se puso en pedo, subió al escenario y, con un discurso medio a los tumbos, saboteó de una vez y para siempre su coronación como la voz de la generación. «Ya no hay más derecha ni izquierda para mí», dijo. «Hay solo arriba y abajo… y abajo es muy cerca del suelo.» Después salió de la sala y, como si trascendiera su repertorio anterior, escribió uno de sus versos insignia: «Era más viejo entonces/ soy más joven ahora». Inventó el rock, bah.
Ahí está el artista. Ahora lo ves, ahora no lo ves. Súbitamente, Dylan había entendido no solo que todo aquello que se estaba cargando sobre sus espaldas no le correspondía, sino que iba en contra de la naturaleza de su arte. Por supuesto que toda esa gente que canta o pinta o escribe tiene sus convicciones. Vota y marcha y se puede pronunciar públicamente. Pero eso no los convierte en artistas o estadistas, sino en ciudadanos. En lo personal, no me interesa que un artista ratifique lo que pienso: pretendo, acaso inocentemente, que me modifique. Un funcionario es el que tiene que dar las respuestas. Un artista tiene que vivir en estado de pregunta.
«A mí no me gustan mucho las canciones con ideas», dijo Leonard Cohen, en una entrevista para The Guardian. «Tienden a convertirse en eslóganes, a estar del lado correcto de las cosas: la ecología o el vegetarianismo o el antibelicismo. Todas esas son ideas hermosas, pero a mí me gusta trabajar en una canción hasta que esos eslóganes, con lo maravillosos que sean y lo íntegras que puedan ser las ideas que promueven, se disuelvan en convicciones más profundas del corazón.»
Hace algunos años, coordiné un taller de periodismo aplicado a la música. En uno de los encuentros, se armó un debate intenso alrededor de la hipotética ideología del rock argentino. Una fan de Almendra, que militaba dentro de una coalición de juventudes peronistas, dijo que el rock era innegablemente de izquierda. Alguien dijo que no necesariamente. La primera se enojó. Poco después, Emilio del Guercio comenzó a manifestarse a favor del gobierno de Macri. La fan de Almendra dejó de venir al taller, así que solo puedo imaginarme el diámetro de su decepción.
Como si fuéramos detectives, tendemos a buscar pistas que inculpen o eximan a los músicos. Cualquier hilacha puede servir: un like, un familiar, una cita. ¿El objetivo? Que sea parte de nuestro equipo. Casi dialécticamente, se va armando un equipo de malos. De ahí vienen esos leitmotivs de las redes, onda «siempre del lado xxxx de la vida» o «xxxx es todo lo que está bien». Esa lógica tiene sus problemas. Así, por ejemplo, una parte de la población se siente subestimada por los discursos de superioridad moral. Entonces, aunque defender los derechos humanos no te convierte en kirchnerista, prefiere acomodarse en la vereda de enfrente. Son fascistas por default.
Hace unos días, César Aira dio una entrevista para O Globo. Contra todos los pronósticos, se puso a enumerar algunos de sus intereses musicales y la lista incluyó a The Cure, Suede y los Smiths. Rápido de reflejos, el periodista lo quiso acorralar: «¿No dejó de escuchar a Morrissey después de que se acercara a la extrema derecha?». Aira lo mandó a ponerse los pantalones largos: «¡Ay, por favor!». Podría ser un meme.