1. La psicoanalista chilena Constanza Michelson dice que vivimos en sociedades con depresión extendida, que es un síntoma de época. Dice también que la droga más consumida por los jóvenes son los tranquilizantes y que es una época hiperexigente, y, también, que los deseos humanos siempre nos han sido esquivos y fueron siempre efectos de construcciones compartidas, como las memorias. Vivimos una época con escasez de esperanzas singulares y colectivas. Quizá por eso en Uruguay, como en tantos lugares, es tan alto el índice de suicidios, de accidentes, de adicciones, de feminicidios y de consumo de psicofármacos. Parece ser urgente activar el deseo colectivo, volver a politizarlo y (re)construir esperanzas con memoria y sentidos compartidos. Ella dice también que el deseo está cerca de la ética, es decir, de la capacidad de responder por nuestras prácticas, nuestras crías, nuestros amores y lo que hacemos con el porvenir. Me pregunto cómo vivir éticamente en este capitalismo delirante que nos toca.
2. ¿Qué esperar de esta democracia que tenemos? ¿Qué esperar de sus promesas incumplidas, su producción de desigualdades, esas que dejan a miles de personas en la calle, presas, dañadas, precarizadas, enojadas? Las personas que habitan la intemperie, los refugios, las pensiones, las cárceles, los asentamientos nos muestran la sombra de nuestro «desarrollo». Nos recuerdan que, si una parte de la humanidad que somos está explotada, toda la trama está dañada. Es una posición difícil de asumir, pero en el fondo todas y todos sabemos que es así. Las crisis nos permiten ver con claridad algunos nudos, abren bifurcaciones, suspenden el tiempo lineal y cronológico. Las crisis son experiencias ambivalentes y ambiguas. No sabemos en qué momento nuestros malestares se alinean con los de los demás en una politización original. Cuando no hay proyectos a los que aferrarse, podemos recuperar sueños incumplidos e inventar con ellos nuevos sentidos.
3. Una amiga es docente y da clases en el primer año de una facultad que tiene varias carreras. Sus alumnos apenas llegan a los 20 años en promedio. Me cuenta que hace poco estaba dando el Estado social en la Francia de posguerra y que les habló sobre el estado de bienestar, ese proyecto que según algunos autores proveyó de pequeñas certezas protectoras ante los riesgos de la existencia humana: nacer, ser seres dependientes, parir o no parir, enfermarse, accidentarse, envejecer y finalmente morir. Mi amiga me comenta que les contó que por los años sesenta franceses, gracias al pleno empleo y a un brutal crecimiento del consumo y de la productividad, la sensación de época era la de progreso. Según cuenta la leyenda que ella les transmite, las personas –aún en los escalones más bajos de la estructura social de esas «sociedades integradas»– parecían tener confianza en el mejoramiento intergeneracional. La vivencia generalizada era la de posibilidades de ascenso, la de un mundo que mejoraba y la certeza de que las experiencias, los derechos y los niveles de consumo vedados para la generación adulta trabajadora podrían ser el futuro que disfrutaran las crías por venir. Una clase sobre los años dorados del capitalismo. Me cuenta mi amiga que en un momento paró la clase y preguntó cuál era la sensación que creían predominante hoy. En un grupo de 100 estudiantes de la Universidad de la República (entre la élite joven del 10 por ciento de esa edad que llega a ese espacio), solamente un alumno levantó la mano ante la pregunta de si pensaban que las generaciones por venir estarían mejor en experiencias, derechos y calidad de vida. Difícil vivir en un tiempo sin proyectos colectivos de esperanza compartidos.
4. Ayer fuimos a la inauguración de la cooperativa de ayuda mutua de una amiga. Éramos una barra celebrando la entrada de ella y su hijo a su nueva casa. Una casa que construyó junto con muchas otras familias durante varios años. Hubo fotos, llantos y risas. Era lejos del centro y se respiraba esperanza. Nos miré: éramos una tribu, una tribu alegre y hermosa disfrutando la dignidad del apoyo mutuo. Mi amiga recibió la llave de su casa repitiendo «sin mujeres no hay cooperativismo» y muchas aplaudimos. En miles de pequeños lugares, hay personas intentando ser fieles a unos principios éticos que vieron funcionar, a una reciprocidad afectiva, a una grupalidad que permite la apertura a entender, a evitar denostar, juzgar o maldecir. Un común que intenta producir, recrear, lo que podemos ser juntas y juntos. Sin garantías, pero de eso se trata vivir en compañía, ¿no?
5. Alguien me cuenta que una etimología posible de la palabra delirio proviene de «salirse del camino de lirios». Según cuentan, cuando los carros con caballos eran el medio de transporte más común, ante cualquier movimiento inesperado los caballos inquietos tendían a desbocarse y salirse del camino. La cosa se solucionó poniéndoles anteojeras. Quizá no deliremos mucho últimamente y eso sea parte del problema: la ausencia de sueños compartidos fuera del formato anticipado del camino.
6. Necesitamos un desplazamiento del deseo que sea, además, recuperación de la memoria. Una memoria viva que es también memoria de deseos de otros mundos posibles compartidos. Pero se trata de un deseo que no nace de la voluntad esa que «llegado el caso hace apretar los dientes y soportar el sufrimiento», como nos recuerda Simone Weil en un escrito de hace casi 100 años. Un deseo inteligente que, contrariamente a lo que de ordinario se piensa, no puede ser movido más que por los afectos alegres en tanto son motor de movimiento singular y colectivo. Porque «para que haya deseo, es preciso que haya placer y alegría», pero, para este desplazamiento necesitamos al unísono fe en que es posible. Y es que –como advierte Simone– «las certezas de este tipo son de carácter experimental. Pero si no se cree en ellas antes de haberlas experimentado, si no se actúa, al menos, como si se creyera, no se llegará nunca a la experiencia que las hace posibles». Quizá estemos a tiempo de recuperar memorias deseantes, pero, en todo caso, será una tarea que inevitablemente nos convoca a poner el cuerpo, como tanto sabemos nosotras, mujeres que entendimos que, al poder de la crueldad, tenemos para ofrecer el porvenir de la vida. Hasta que la dignidad se haga costumbre.