A veces da la sensación de que atravesamos una suerte de momento esquizoide de la cultura en general y, en lo que aquí interesa especialmente, de la sociedad y la política. Hay quien compara la realidad con Black Mirror. Y aquella distopía real que fue la pandemia nos llevó a un punto álgido del zeitgeist, que puso en primera plana a los antivacunas y los militantes contra el «nuevo orden mundial», pero también dio visibilidad a otros discursos anticientíficos, como los negadores del cambio climático o de lo que llaman ideología de género: seguramente no es casualidad el entramado de unos y otros. También es evidente que internet, donde circulan toneladas de desinformación, fake news, posverdad y deepfakes, es clave en la difusión de esas ideas.
En este contexto de paranoia e incertidumbres: ¿cómo arrogarse sin soberbia el monopolio de la racionalidad? ¿Por qué estos discursos parecen acumular políticamente en favor de proyectos conservadores, cuando no reaccionarios? ¿Por qué las izquierdas no logran encauzar el malestar, el descontento, la frustración, la ira, el enojo, el resentimiento y todas esas «pasiones tristes»1 de nuestra época en un proyecto político alternativo? El objetivo de este texto no es presentar un análisis sociológico, sino apenas iniciar una conversación de la que eventualmente pueda madurar alguna idea provechosa. Pero cabe recordar que la paranoia y las teorías conspirativas no son tan novedosas, ni han pasado desapercibidas para las ciencias sociales.
La referencia ineludible de esa literatura es El estilo paranoico en la política estadounidense, de Richard Hofstadter, un texto con resonancias actuales, pero que fue escrito en el contexto de la Guerra Fría, que presenta un conveniente argumento consensualista y liberal, señalando cercanías y desplazamientos de un extremo a otro del espectro político: «los extremos se tocan». Su enfoque no está exento de críticas, como señala Boltanski,2 quien, además, historiza la cuestión de la paranoia, ese diagnóstico clínico de indudable origen social, y problematiza los usos médicos y sociopolíticos del término.
Menos difundida es la interpretación de los males del siglo al estilo de Mark Fisher,3 que politiza esos «problemas personales» que el capitalismo tardío y sus dispositivos justificadores tienden a individuar: la depresión –como muchas pasiones tristes– es política (y también lo es la notoria insuficiencia del sistema asistencial para hacer frente a la emergencia en salud mental). Esta es una lectura interesante para darle un sentido por izquierda a la patologización de ciertos malestares con orígenes socioeconómicos, que, además de expresiones psíquicas, a veces se expresan en radicalismos políticos.
Otro enfoque es el de la desconfianza, ese sentimiento creciente estudiado por la sociología: es una época de desconfianza en las instituciones, en la política, en los demás. Pero este enfoque tropieza con un problema: ¿por qué desconfiar de los partidos políticos y confiar en la existencia de un nuevo orden mundial? ¿Por qué desconfiar de la ciencia y creer que la Tierra es plana? ¿Por qué renunciar a los credos tradicionales y encomendarse al tarot, la astrología o la espiritualidad new age? No parece haber un déficit de credulidad en las personas, sino una pérdida de credibilidad de algunas instituciones.
¿De dónde surgen esas desconfianzas? Quizá tengan que ver con las promesas de libertad e igualdad incumplidas por la modernidad, con la precarización y la individuación neoliberal y sus incertidumbres, causantes de tantas pasiones tristes, cuyas relaciones también deben investigarse. Aún queda saber por qué se generan estas nuevas pautas, nuevas creencias, nuevas socializaciones, frente a las viejas referencias que ya no resultan útiles para orientar la conducta en un mundo más complejo, ante un futuro más incierto e impredecible.
Ahora bien, este auge de «nuevas creencias» preocupa a los racionalistas: un brote de irracionalidad con reminiscencias oscurantistas, frente a las cuales las luces de la razón alumbran cada vez menos. Pero esta lectura tampoco satisface, porque muchas de estas creencias son verdaderas teorías que pretenden explicar algún fenómeno complejo o darle sentido a la realidad. Hay racionalidad allí, diferente, alternativa a otras racionalidades, pero racionalidad al fin. Otro problema es si estas teorías alternativas son interlocutores válidos en el ámbito científico.
Esta postura, además, se asemeja a la postura patologizante, y la acusación de irracionalidad o de conspiranoia no parece un punto de partida razonable, ni teórica, ni epistemológica, ni políticamente para entablar un diálogo o iniciar una investigación al respecto. Implica no tomar en serio la palabra del otro y al otro mismo, negarnos y negarle respectivamente la posibilidad de comprender y explicar sus razones, partiendo de un juicio de valor sobre la racionalidad que es precisamente lo que la lógica de la desconfianza, la conspiración y los discursos anticiencia impugna.
Culpar a las redes sociales tampoco sirve de explicación: aunque es evidente que allí se juntan, no se sabe quién los cría. Después de todo, las noticias falsas no son un invento del siglo XXI. Los sesgos cognitivos que las redes sociales explotan ofrecen una explicación deficiente, ya que, aunque es probable que las redes sociales estén provocando efectos psicosociopolíticos importantes, ¿por qué alguien daría más crédito a un desconocido anónimo en una red social que a alguien cercano o al menos reputado?, ¿por qué una palabra (u otro signo) tendría más relevancia en aquel entorno digital que la interacción cara a cara o la comunicación en otro ambiente?
Las incertidumbres de nuestro tiempo, difíciles de interpretar incluso para expertos, obligan a buscar explicaciones a la gente de a pie. Quizá el declive de los grandes relatos ideológicos que permitían darle sentido a la realidad y orientar la acción política, así como el descrédito de las viejas instituciones de la modernidad, han dejado un verdadero vacío de conocimiento, de interpretación y de sentido, que viene a ser llenado por teorías conspirativas, anticientíficas y por nuevas espiritualidades.
Algunos pueden obtener un beneficio político, más en tiempos de política espectáculo, cuando el voto (que puede expresar mucho más que convicciones) decide los personajes que participan en el show: si el mejor truco del diablo es hacernos creer que no existe, las teorías conspirativas pueden ubicarlo allí donde no está para ocultarlo donde sí, cubriendo –a veces muy impúdicamente– con un manto de rebeldía plebeya los proyectos elitistas más reaccionarios. Una pregunta elemental para analizar relatos sobre la realidad sociopolítica, conspirativos o no, es quiénes son explícitamente o implícitamente beneficiados o perjudicados por sus conclusiones.
Las nuevas derechas y las teorías conspirativas tienen en común cierta postura antiélite y antisistema. ¿Por qué esa sensibilidad no es atraída por las izquierdas? Luego de las experiencias de gobierno progresistas en el siglo XXI, una posición de este tipo no sería creíble: más concentradas en la gobernabilidad, la estabilidad y el crecimiento económico que en hacer grandes transformaciones, el foco estuvo puesto en mejorar un sistema que tiene fallas insolubles. Los perdedores del progresismo –y los de siempre– siguieron insatisfechos y encuentran en otra parte las voces radicales que representan sus miedos, sus angustias y sus frustraciones, que los interpelan y le dan sentido a su experiencia. La izquierda necesita un relato atractivo que dé sentido a la realidad y proponga las transformaciones necesarias. De lo contrario, seguirá siendo más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar un cambio en la forma en que nos relacionamos entre las personas y con el ambiente.
Esos discursos «alternativos» sacan a la ciencia del sitial privilegiado de la verdad, la ponen al mismo nivel que cualquier otro discurso, le disputan el monopolio de la verdad: no hay que olvidar que la mayoría de las personas tenemos una relación de fe con la ciencia. Si estos discursos polémicos son un caldo de intolerancia y frustraciones, eso es porque enfrentan a sus oponentes a la dificultad de dar cuenta de sus razones: ¿o acaso todos quienes rechazan a los terraplanistas están en condiciones de explicar la redondez de la Tierra con la sola observación a simple vista? (por dar un ejemplo de algo relativamente sencillo de demostrar y que todos aprendimos en la escuela y no hablar de vacunas, cambio climático o teoría de género). En todo caso, el enfrentamiento estéril entre «creencias verdaderas» y «creencias falsas» nos muestra cómo para la mayoría de las personas su fe en la ciencia es precisamente eso: una creencia. Y en el mismo registro se encuentran las ideas políticas.
Sin embargo, hay una diferencia notoria entre la ciencia y otras creencias, instituciones y actores de la producción simbólica que se disputan la construcción de sentido sobre la realidad: la ciencia está en condiciones de demostrar sus fundamentos y razones para dejar de ser creencia y convertirse en conocimiento. Pero sus procesos y resultados son también instancias sociales: quien no quiera hacerlo nunca admitirá las pruebas más irrefutables. Por otra parte, tampoco deberíamos idolatrar las evidencias: la ciencia no solo construye conocimiento con base en sus progresos previos, sino también demoliendo sus antiguas convicciones, exponiendo sus errores, refutando sus conclusiones anteriores y, además, en contextos sociales y políticos atravesados por disputas que trascienden lo estrictamente científico. No puede olvidarse esta característica de la ciencia (ni desastrosos proyectos políticos ejecutados en nombre de la ciencia) y caer en una suerte de cientificismo positivista, dogmatismo seudocientífico que adora una ciencia pura tan perfecta como inexistente.
Tal vez no podamos aceptar los argumentos de nuestros interlocutores, pero no deberíamos negarnos a intentar comprender las razones por las que los sostienen: con prejuicios y sin curiosidad no hay acercamiento posible. Tal vez necesitamos aprender a convivir con la incertidumbre y a pensar no en ella, sino desde allí, reflexionando sobre la experiencia propia, sobre la experiencia del otro, sobre la experiencia con el otro, y lo más difícil: reflexionar con el otro. Esto supone un desafío epistemológico para el investigador, pero también un desafío político cotidiano para cualquiera que crea en la democracia.
- François Dubet, La época de las pasiones tristes: de cómo este mundo desigual lleva a la frustración y el resentimiento, y desalienta la lucha por una sociedad mejor. Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2023. ↩︎
- Luc Boltanski, Enigmas y complots: una investigación sobre las investigaciones. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2016. ↩︎
- Mark Fisher, Realismo capitalista: ¿no hay alternativa? Caja Negra, Buenos Aires, 2023. ↩︎